¿Quién controla las prisiones mexicanas?
La ausencia del Estado deja el 65% de las cárceles estatales en poder de los grupos delictivos. La sobrepoblación carcelaria y el abuso de la prisión preventiva son otras de las causas que propician estallidos de violencia como el de Topo Chico, en el que murieron 49 reclusos
Aunque no está claro el motivo que desató la violencia en Topo Chico, se han señalado dos hipótesis: una, la disputa por el liderazgo y el control de la prisión entre dos jefes de un mismo grupo delictivo, Los Zetas, o bien la rebelión por parte de los presos a los que este grupo, desde hace varios años, había venido sometiendo a su control dentro de la prisión. Cualquiera que hubiera sido la causa inmediata que desató la violencia, lo más importante es no perder de vista que se trata de un problema estructural que venía de tiempo atrás y que las autoridades estatales no pudieron resolver o decidieron ignorar.
Los recursos para las prisiones en Nuevo León disminuyeron un 30% a pesar del aumento de la población carcelaria
Lo que está detrás de este conflicto es la falta de voluntad por parte de las autoridades de los distintos niveles de gobierno para recuperar el control del 65% de las prisiones estatales que, de acuerdo con los informes que ha rendido la Comisión Nacional de Derechos Humanos —equivalente el defensor del pueblo—, se hallan en manos de internos o de grupos delictivos ya que las autoridades penitenciarias no cuentan con el personal ni con los recursos suficientes para mantener el control de las prisiones. Esta situación, que de por sí resulta difícil de entender y de explicar, es mucho más frecuente en las prisiones de América Latina de lo que suele reconocerse.
La ley del más fuerte
Volviendo al caso de Topo Chico, baste decir que teniendo una población de casi 4.000 internos cuenta únicamente con 100 guardias, es decir, alrededor de 33 por turno, lo que significa que cada uno de ellos tendría que ser capaz de controlar a más de 100 reclusos. Mantener un equilibrio, aunque sea precario, en una situación como esta demanda necesariamente que las autoridades se apoyen sobre un grupo de internos con la capacidad y la fuerza suficientes para asegurar el control. Ciertamente que si a ello se añade una escasez de todo tipo de recursos —que va desde poder encontrar un pequeño espacio donde dormir hasta la insuficiente dotación de alimentos, agua y medicinas o la escasa profesionalización del personal, los salarios de miseria que reciben y las deplorables condiciones en que trabajan—, el escenario está puesto para hacer prevalecer la corrupción y para dejar que, de manera natural, los más fuertes sometan bajo su dominio a los más débiles.
En Topo Chico se había reportado una y otra vez durante los últimos años que el grupo que tenía bajo su control la prisión, con la complicidad de las autoridades, extorsionaba a los internos y a sus familiares, los amenazaba y los golpeaba en caso de que no cubrieran las cuotas que imponían. Los reclusos se veían obligados a realizar extenuantes jornadas de trabajo en beneficio del grupo dominante que, además, acaparaba los escasos recursos y dejaba prácticamente morir de hambre a quienes no pertenecían a él. El día que la violencia estalló, se reportó que las celdas no tenían cerraduras y que los internos podían circular libremente de día y de noche por los patios. También se hizo público que quienes fueron asesinados murieron por golpes con martillos o tablas o por heridas con objetos punzocortantes. Cinco de ellos fueron quemados con gasolina y fue difícil identificarlos. También fue complicado identificar a otros cuatro reclusos ya que sus nombres no aparecían en el registro de la población interna.
Además, se señaló que cuando las autoridades ingresaron a la prisión, descubrieron que uno de los líderes poseía una habitación grande y lujosa, perfectamente acondicionada, que incluso contaba con un acuario y un baño con sauna en donde lo visitaban mujeres que podían entrar y salir de la prisión a cualquier hora. Había otros internos, en cambio, que vivían hacinados en pequeñas celdas que carecían de agua, luz o ventilación y donde tenían que turnarse para poderse recostar. No sería extraño que estos últimos hubieran decidido participar en los hechos de violencia, aun sabiendo que morirían, porque las condiciones habían llegado a un punto que ya no podían tolerar. En cualquier caso, las autoridades no desconocían estos hechos y decidieron no actuar pese a que, apenas hacía cuatro años, también en el mes de febrero, 44 internos habían muerto en una riña similar en Apodaca, otra de las prisiones del estado neoleonés.
Un hecho adicional que da cuenta de la indiferencia de las autoridades acerca de la situación de las cárceles es que, entre 2012 y 2014, los recursos destinados a las prisiones en el estado de Nuevo León disminuyeron en una tercera parte, a pesar del incremento de la población interna y de los numerosos incidentes de violencia que se venían registrando. Asimismo, otro motivo que provocó la indignación de los familiares de los internos es que, aunque se tuvo noticia de la violencia en el interior del penal desde la medianoche, las autoridades no proporcionaron ninguna información acerca de quiénes habían muerto o se encontraban heridos sino hasta más de 10 horas después de que iniciaran los sucesos. Aunque los familiares se congregaron alrededor de la prisión y permanecieron durante la noche exigiendo que se les informara, las autoridades ignoraron sus peticiones, dando una muestra más de la indiferencia hacia las circunstancias que enfrentan los presos y sus familias.
La otra respuesta igualmente inapropiada fue que las autoridades responsabilizaron de los sucesos a la directora del centro penitenciario y a otros dos funcionarios estatales de bajo nivel. Si bien es cierto que ellos se encontraban formalmente al frente de la responsabilidad del centro en el momento en que ocurrieron los hechos, estos no podrían explicarse sin la total falta de apoyo, de recursos y de personal con que los funcionarios contaban, además de que el grupo delictivo tenía informalmente a la institución bajo su control aun antes de que estos funcionarios asumieran sus cargos y con el pleno conocimiento de esta situación por parte de las autoridades estatales de primer nivel.
Problemas estructurales
Estos son, a grandes rasgos, los acontecimientos puntuales de los últimos días en el penal de Topo Chico. Sin embargo, vale la pena insistir en que estos hechos no deben verse como un acontecimiento aislado sino como parte de un problema estructural.
México ocupa el sexto lugar en el mundo por el tamaño de su población penitenciaria, solo después, en ese orden, de Estados Unidos, China, Rusia, India y Brasil, países que cuentan con un número total de habitantes entre 3 y más de 10 veces mayor que el de México. En números redondos, el país cuenta hoy con 260.000 internos, 95% varones y 5% mujeres, distribuidos en un total de 392 establecimientos penitenciarios, 22 de ellos de carácter federal y el resto de índole estatal o municipal. Casi la mitad —el 44% de la población reclusa en estos centros— son presos sin condena, lo que revela, de entrada, dos de los problemas estructurales que enfrenta el sistema penitenciario mexicano: la sobrepoblación y el uso desproporcionado de la prisión preventiva. Otros problemas estructurales no menos importantes son: las condiciones de vida indignas, y en ocasiones infrahumanas, que padecen los internos; la insuficiencia, la falta de profesionalización y las condiciones laborales deplorables en que trabaja el personal penitenciario; la corrupción; la criminalización de la pobreza; el populismo punitivo y la indiferencia tanto por parte de las autoridades como de la sociedad en general hacia la problemática que enfrentan las prisiones.
Habría que destacar también que el sistema penitenciario nunca ha ocupado un lugar relevante dentro de las políticas ni de la asignación de recursos presupuestarios para la seguridad que, particularmente en los últimos años, se han canalizado a otras instituciones que incluso participan en tareas de seguridad sin que legalmente les corresponda hacerlo, como es el caso de las Fuerzas Armadas. La crisis penitenciaria tiene que ver también con el hecho de que México se ha enfrentado a un severo incremento de la incidencia delictiva, que ha venido a mostrar la fragilidad de las instituciones para hacer frente a delitos cada vez más serios y más complejos que demandan competencias profesionales que el país todavía no ha logrado desarrollar en la dimensión en que se requiere. Si a ello agregamos el lanzamiento de una “guerra” en contra de las drogas que lejos de disminuir la incidencia delictiva parece haberla alentado, tenemos entonces instituciones penitenciarias que no estaban preparadas para contener a una población de delincuentes con mayores capacidades de organización y de violencia.
Casi la mitad de las 260.000 personas internas en las cárceles mexicanas son presos sin condena
Sin embargo, también hay que reconocer que, durante los últimos seis años, se ha intentado dar respuesta a este problema incrementando el número de prisiones federales, que pasaron de 3 a 22, y que estas, a diferencia de las cárceles estatales, no se hallan bajo el control de grupos delictivos sino de la autoridad. En el caso de los centros federales, lo que preocupa es la edificación y la administración compartida con la iniciativa privada mediante contratos que han implicado un enorme dispendio de recursos que se han canalizado a la construcción de grandes centros penitenciarios, con el inconveniente de haber adoptado de manera acrítica el modelo estadounidense de prisiones de súper máxima seguridad. Este modelo se caracteriza por la imposición de unos regímenes de control, de aislamiento y de represión excesivos que resultan violatorios de los derechos de los internos, aunque por motivos opuestos a las violaciones que ocurren en las prisiones estatales. Para decirlo de manera rápida y esquemática: mientras que en las prisiones estatales hay una completa ausencia del Estado, en las federales hay un exceso opresivo por parte del Estado.
Política de estigmatización
Otro elemento que, además de la tradicional política de relegamiento de las prisiones, influye para que estas no sean vistas con interés y como una prioridad —como tendrían que serlo— tiene que ver con las políticas y el discurso gubernamental de los últimos años, que tiende a estigmatizar a los delincuentes y colocarlos como enemigos del Estado. Es decir, como no pertenecientes a la misma comunidad política que el resto de la sociedad, lo que da como resultado que los derechos al debido proceso o los derechos de los internos tiendan a negarse, pues se considera que, siendo enemigos, no merecen un trato digno y legal sino que meritan ser eliminados. Ello en lugar de indagar y atender las causas que se encuentran en la raíz del incremento delictivo. Entre otros factores, estas políticas son las responsables de la grave crisis de derechos humanos que enfrenta el país y que ha dejado como saldo la pérdida, entre 2008 y 2015, de más de 180.000 vidas humanas así como la desaparición de más de 27.000 personas y la existencia de miles de ejecutados, torturados, desplazados y detenidos de manera ilegal o arbitraria. Todo esto ha ocurrido sin que las miles de víctimas directas e indirectas de estos sucesos que han provocado daños incalculables hayan tenido hasta ahora acceso a la justicia, a la verdad ni a la reparación de los daños.
Es dentro de este contexto insoslayable que debe situarse la actual crisis de las prisiones mexicanas como una pieza más de lo que también ha de ser visto como una crisis de seguridad y de derechos humanos, cuya salida, desafortunadamente, no parece estar próxima.