¿Puede el PP liderar la regeneración?
El PP de Rajoy puede firmar lo que necesite para continuar gobernando, pero como el escorpión de la fábula, picará a la rana e incumplirá el pacto
Existe hoy un consenso generalizado, tanto entre los especialistas como en la opinión pública, sobre la necesidad de mejorar la calidad de nuestro débil entramado institucional, favoreciendo su neutralidad y funcionamiento eficiente, el acceso de los mejores a los puestos de responsabilidad, la rendición de cuentas y la participación pública. Sin olvidar sus naturales beneficios sociales y económicos, conseguiríamos resultados inmediatos en la lucha contra la corrupción, mejorando así nuestra vida democrática. Desde los partidos políticos a la Justicia, pasando por la Administración Pública, los organismos reguladores y hasta el propio Parlamento, casi todas nuestras instituciones necesitan reformas, seguramente puntuales, pero inaplazables. No se trata de derribar para construir de nuevo, como ha sido tradicional en España con efectos casi siempre traumáticos, sino de practicar algunas obras de apuntalamiento que refuercen el diseño original, a veces tan sutiles que no necesitarían más que un reglamento o una orden ministerial.
Una vez investido el presidente, la posibilidad de sancionarle por incumplimiento es nula
Resulta obvio, entonces, que la responsabilidad máxima a la hora de realizar ese impulso regenerador va a descansar en el partido que controle el próximo gobierno, aun cuando se encuentre en minoría en el Parlamento. Por su atribución de la potestad reglamentaria, por sus facultades de dirección de la Administración, por sus prerrogativas de propuesta, por el amplio control informativo que se atribuye al poder ejecutivo, es inevitable que el diseño final de la mayoría de las reformas y la ejecución de todas ellas queden bajo su poder exclusivo. No se pretende negar la importancia política a medio plazo de los compromisos asumidos en un pacto de investidura, o los que puedan imponerse por la oposición en su tarea legislativa, sino solo destacar que frente a la renuencia o simplemente pasividad del partido en el Gobierno, los avances prácticos a corto están condenados a ser muy limitados. Además, una vez investido el presidente, la posibilidad de sancionarle por incumplimiento del pacto es casi nula, dado que las mociones de censura en nuestro ordenamiento constitucional deben ser constructivas. Si ya está siendo difícil nombrar a uno, imagínense ponerse de acuerdo para designar a la alternativa.
Para ilustrarlo pongamos como ejemplo el punto nº 95 del acuerdo entre el PP y Ciudadanos: “No se concederán indultos a personas condenadas por delitos de corrupción, financiación ilegal de partidos, violencia de género o delitos de terrorismo”. En este punto, como en tantos otros, la última palabra la va a tener siempre el Gobierno, y dado que la “corrupción” no es un tipo penal delimitado como tal, podría incluso alegarse en el supuesto concreto que el acuerdo se ha respetado. Por eso hay que reconocer que por mucho que queramos sujetarlo todo con pactos y normas, en una democracia es obligado confiar en las actitudes y aptitudes de los elegidos para ostentar el poder, al menos a ese nivel. De ahí la importancia de analizar los incentivos concurrentes que afectan al Partido Popular dirigido por Mariano Rajoy.
Durante todos estos años de bipartidismo, tanto el PP como el PSOE han ejercido el poder de manera ferozmente clientelar. En el caso del PP obedecía a una larga tradición de la derecha española, a la que el PSOE no tuvo inconveniente en sumarse a la primera oportunidad, especialmente en determinados lugares. Pero ya sea por esa tradición secular, por haber ostentado un extenso poder territorial e institucional durante la época de la burbuja, por su inquebrantable resistencia electoral en ciertas circunscripciones, por sus naturales conexiones con el poder económico o por el acusado carácter jerárquico y vertical de las estructuras del partido (seguramente por todos estos factores combinados), el PP no ha perdido ninguna oportunidad de exprimir hasta la última gota el jugo de las instituciones del Estado. Todo el funcionamiento interno y externo del partido parte de la lógica clientelar. El sistema de premios y castigos a contratistas, militantes y allegados recompensa la lealtad (a cargo del contribuyente) y no el mérito (al menor coste posible). Al favorecido por el cargo o la adjudicación correspondiente no se le pide otra cosa a cambio que reconocer la prioridad de intereses de su mandante, obviamente por encima de los generales. Mariano Rajoy es un producto puro de ese esquema de actuación. Su carrera, su ascenso al poder supremo (designado a dedo por Aznar), su conservación (después de dos derrotas electorales tras el congreso de Valencia) y el ejercicio que hace de él (solo el último ejemplo es el caso Soria) están apuntalados sobre esos parámetros. Para el PP esta forma de actuar es tan natural que se sorprenden sinceramente de la sorpresa que genera.
Pues bien, el principal inconveniente de estrujar tanto a las instituciones es que se crea una dinámica perversa en la que se vive en todo momento enfrentado a la norma, vista siempre como un obstáculo para la actividad política “ordinaria”. Los más honestos aprenden a interpretarla de manera creativa y a sortearla decorosamente cuando sea posible; los menos, a infringirla a la menor oportunidad. Es necesario repetirlo una vez más: la mayor parte de nuestras normas están bien diseñadas y son perfectamente homologables con las de nuestros vecinos. Lo que falla son los incentivos de quienes deben aplicarlas (que por eso son el objeto principal de toda reforma institucional). De ahí que los casos de corrupción no sean manzanas podridas en un barril sano, como afirma Rajoy. Se trata más bien de un barril en muy mal estado que facilita la contaminación de lo que contiene, sin desconocer en absoluto la resistencia ofrecida por la dignidad y honestidad personal de muchos.
Solo así se explica la extraordinaria avalancha de procesos abiertos que tiene en este momento el PP y la enorme multitud de cargos institucionales afectados. Hablamos aproximadamente de 30 procesos judiciales —entre ellos algunos tan trascendentes como el caso Bárcenas, Gürtel, Bankia, Púnica, Taula, Brugal…— en los que se encuentran implicados, según cálculos realizados por la Cadena Ser, 4 exministros, 3 expresidentes autonómicos, 11 exdiputados y exsenadores, 17 exconsejeros autonómicos, 7 expresidentes de diputaciones, 10 exalcaldes y 4 extesoreros nacionales, por citar únicamente los cargos más significativos. En la trama Gürtel, cuya vista empieza el próximo 4 de octubre, ya han sido citados más de 300 testigos, entre ellos 6 exministros del PP. Solo entre los políticos designados por la expresidenta Esperanza Aguirre hay 34 imputados por corrupción, según informa el periódico semanal AHORA. Además, caben pocas dudas de que lo que observamos puede ser solo la punta del iceberg. Y aunque no es fácil contar ni con la información necesaria ni con la ayuda de denunciantes que quieran asumir los costes correspondientes, la probabilidad de que vayan apareciendo paulatinamente nuevos casos es muy elevada.
El PP no ha perdido ninguna oportunidad de exprimir hasta la última gota a las instituciones del Estado
Por ese motivo, pensar que el PP puede tener interés en propulsar medidas de regeneración como, por ejemplo, apoyar y favorecer a los denunciantes de la corrupción (punto nº 119 del acuerdo de investidura), es un sinsentido. Sería tanto como proporcionar gasolina al pirómano que amenaza quemar su propiedad. Para comprobarlo basta recordar cómo se ha tratado a los denunciantes de algunos de los casos más conocidos, como Gürtel o Aquamed. Si el propio superministro Guindos confiesa en su reciente libro que “le silbaban las balas muy cerca” tras impulsar la denuncia de las tarjetas black de Bankia, que pese a su notoriedad es uno de los casos con menos poder destructor, pueden ustedes imaginarse el calvario que se le ha hecho pasar a Ana Garrido, denunciante de la trama Gürtel. Tampoco, lógicamente, hay ningún interés en eliminar los aforamientos (nº 94) y dejar de designar a la cúpula del poder judicial (nº 102), dos cuestiones íntimamente unidas, ya que esa cúpula es la que decide sobre los nombramientos de los jueces encargados, como consecuencia del aforamiento, de juzgar a los políticos investigados. Y en cuanto a favorecer la democracia interna de los partidos (nº 104), se pueden ustedes imaginar. Como todo antiguo régimen, también el clientelar atraviesa su fase más inestable cuando empieza a reformarse, por lo que no parece previsible que la reforma la impulsen precisamente los que ahora ocupan los resortes del poder.
El PP de Rajoy puede firmar lo que necesite para continuar gobernando, pero en el fondo, como el escorpión, no tiene elección, especialmente si su Gobierno es monocolor: picará a la rana e incumplirá el pacto. Seguramente a sus dirigentes, muchos de ellos honestos, les gustaría que las cosas fueran distintas, pero han construido el partido que han construido y lo que está en juego es su propia supervivencia política, individual y colectiva. En el fondo, no entienden por qué España no puede seguir funcionando de manera clientelar. Al fin y al cabo, no le ha ido tan mal.