21/11/2024
Opinión

Favores políticos y capitalismo de amiguetes

El clientelismo se da a través de relaciones personales que pueden o no beneficiar a las empresas, pero siempre benefician al gestor que las representa

Rodrigo Tena - 10/06/2016 - Número 37
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Favores políticos y capitalismo de amiguetes
Fede Yankelevich
Es casi tan difícil definir con precisión el llamado capitalismo de amiguetes como combatirlo. Y probablemente las dos cosas estén muy relacionadas. Sin realizar un esfuerzo mínimamente científico por delimitar adecuadamente las fronteras del problema, las habituales referencias a este fenómeno —también denominado clientelar, de compadreo o de palco del Bernabéu— no pasarán de ser invocaciones un tanto genéricas sin más utilidad que la electoral, por definición siempre esporádica.

Etimológicamente, el crony capitalism, que es el concepto anglosajón en el que se inspiran nuestras denominaciones patrias, deriva del término cronyism, que hace referencia a la práctica por parte de determinadas personas poderosas, normalmente políticos, de asignar puestos de trabajo o realizar determinados favores en beneficio de los amigos, con independencia de sus cualificaciones profesionales. Por extensión, aplicado a la empresa capitalista, crony capitalism haría referencia a los favores que esos mismos políticos realizan a favor de determinadas empresas “amigas”, a las que por esa vía se colocaría en una suerte de ventaja competitiva que les permitiría extraer rentas no justificadas económicamente en detrimento de consumidores y competidores.

Las relaciones se establecen con los empresarios. Las empresas no acuden al palco del Bernabéu

Por eso mismo, solo puede en rigor hablar del capitalismo clientelar como problema a solventar quien esté dispuesto a aceptar que el sistema capitalista, adecuadamente regulado, puede mantenerse competitivo, y, en consecuencia, es capaz de asignar los recursos sociales de una manera relativamente eficiente en beneficio de la sociedad en su conjunto. El capitalismo de amiguetes, en definitiva, implicaría trucar las reglas del sistema —con la complicidad de los políticos— para favorecer a determinadas empresas en perjuicio del interés colectivo. Quien no acepte la anterior premisa considerará que todo capitalismo deviene inevitablemente clientelar y que, como sistema sustancialmente trucado, no existe más alternativa que su sustitución por otra cosa. Pero lo cierto es que la innegable realidad de que ciertas economías capitalistas son mucho más clientelares que otras —tal como parecen demostrar algunos índices internacionales, como el elaborado por The Economist— nos lleva a pensar que el esfuerzo de reflexionar sobre la estrategia más adecuada para combatir específicamente esta lacra puede valer la pena.

El primer paso sería estudiar el elemento objetivo de la definición, que descansa en la tipología básica de “favores” que el poder político concede a determinadas empresas o sectores económicos. Todo favor se articula a través de una decisión política que puede adoptar una gran variedad de formas jurídicas, desde normas de carácter general (aunque con intención particular) como leyes o reglamentos, hasta actos administrativos de todo tipo, como concesión de licencias o subvenciones. Desde el punto de vista de su efecto material, para constituir capitalismo clientelar estas decisiones deben ir dirigidas a conceder ventajas que permitan la extracción de rentas no justificadas por la eficiencia económica, ya sea restringiendo la competencia en un sector (lo que implica reducir la calidad y/o subir precios dentro del mismo), incrementando sin justificación tarifas en los sectores regulados, reduciendo sus costes fiscales, favoreciendo a determinadas empresas en la contratación pública, subsidiando a otras, haciendo la vista gorda en la comercialización de determinados servicios, privatizando empresas de manera poco transparente, etc.

Cuanto más dependiente sea una economía de ciertos sectores como el de la energía, bancario, defensa, telecomunicaciones, construcción, etc., en los que resulta relativamente importante la actuación regulatoria del Gobierno, más riesgo asume de quedar atrapado en la modalidad clientelar. Pero su alcance es potencialmente ilimitado, pues prácticamente ningún sector queda al margen de una posible regulación, como hemos comprobado recientemente en materia de alojamientos turísticos o transporte privado.

Pero antes de continuar por el lado objetivo debemos reflexionar sobre el elemento subjetivo de la ecuación: la empresa o, mejor dicho, el empresario. Porque no debemos olvidar que las empresas son seres inanimados que no acuden al palco del Bernabéu ni disfrutan del fútbol. Las relaciones clientelares se articulan a través de relaciones personales que pueden o no beneficiar a las respectivas empresas, pero que siempre benefician al empresario o gestor que las dirige y teóricamente representa. Para comprenderlo basta recordar someramente el clásico problema de agencia que afecta a todo grupo humano. El representante tiene intereses propios que pueden estar alineados o no con los de su principal o representado. Pero, en cualquier caso, siempre tiene un formidable interés particular que por definición nunca está suficientemente alineado: seguir yendo al palco del Bernabéu le vaya a la empresa como le vaya; es decir, fortalecer o, si es posible, blindar su posición personal frente a la de sus accionistas. Por su parte, el político de turno construye también sus relaciones con personas de carne y hueso, que son las únicas con capacidad para la memoria y el agradecimiento, en cualquiera de sus múltiples modalidades.

Pues bien, el punto de encuentro de esos intereses comunes entre el político y el empresario es el diseño del gobierno corporativo de las empresas, lo que explica que sea también un elemento objetivo clásico del capitalismo de amiguetes, con capacidad gracias a esta vía de producir sus perniciosos efectos en todos los sectores de la economía. Una vez que el empresario amigo ha llegado a controlar una empresa a través de un proceso de privatización o concentración tutelado por el poder público, o incluso de una manera ajena a cualquier intervencionismo estatal, el paso siguiente es permitirle que cuente con los instrumentos normativos necesarios para blindar su posición dentro de la sociedad de que se trate, creando a su vez sus propias redes de lealtad clientelar dentro de la empresa. Porque solo a través de ese blindaje el empresario estará en condiciones de articular con el político la reciprocidad propia de toda relación de amistad. La frecuente práctica de contratación de expolíticos por las más importantes empresas del país, sería mucho más esporádica si la relación de agencia entre accionistas y gestores fuese más fluida y las decisiones de estos últimos estuvieran sujetas a un escrutinio y a una rendición de cuentas mucho más intensos. Práctica de contratación que, a su vez, fomenta como inevitable círculo vicioso la paulatina profundización de la actividad clientelar y su correlativa extensión a medida que otros empresarios, competidores  o correligionarios, comprueban la utilidad del esquema.

Esta relación personal de “amistad” entre políticos y gestores, apuntalada sobre el gobierno corporativo de las empresas, es lo que explica que las poderosas familias tradicionales que durante mucho tiempo controlaron el poder económico en España hayan perdido mucho peso relativo. Por supuesto, todavía cabe encontrar apellidos ilustres en determinados puestos clave  de nuestro tejido empresarial, pero el cambio de las reglas de juego ha determinado una competición mucho más abierta en la que el factor familiar ha quedado claramente relegado frente a otras consideraciones todavía más elementales. Pecunia non olet, decían los clásicos. Hoy en día el mercado aprecia mucho más una posición elevada en el correspondiente networking profesional que cualquier antecedente biológico. De ahí la frecuencia con la que determinados nombres nuevos se repiten en la estructura del gobierno corporativo de nuestras sociedades.

En cualquier caso, esa sustitución de nombres viejos por hombres nuevos nacidos al abrigo del poder político democrático no parece que haya supuesto una mejora sustancial en beneficio de los intereses públicos. Los análisis realizados para España por Josep Pijoan sobre los parámetros marcados por el índice sobre capitalismo clientelar de The Economist (que no estudia específicamente a nuestro país) no nos deja muy bien parados, especialmente si nos fijamos en el número de millonarios que han hecho su fortuna en los sectores propensos a la extracción de rentas (pues encabezamos el ranking con casi un 60%).

El sistema clientelar extrae rentas no justificadas y perjudica a contribuyentes y consumidores

En indudable que con semejante sistema clientelar seguimos perdiendo todos, exceptuando a los protagonistas del mismo, evidentemente. Sale perdiendo el contribuyente, perjudicado por las subvenciones injustificadas, los rescates multimillonarios, la contratación pública desviada y los impuestos no pagados. Sale perdiendo el consumidor, perjudicado por unos precios o tarifas altos y por unos servicios de baja calidad, cuando no por una serie de productos financieros tóxicos que le conduzcan directamente a la ruina. Sale en muchas ocasiones perdiendo incluso el mismísimo accionista de la empresa “amiga” (al menos el minoritario), puesto que lo que podría ganar como destinatario último de unas rentas injustificadas la mayor parte de las veces se diluye entre remuneraciones disparatadas a los directivos y las ineficiencias necesarias para preservar la posición de dominio de los gestores, que en algunas ocasiones llevan hasta la mismísima desaparición de la empresa. Y, por último, sale perdiendo el ciudadano, que observa impotente cómo el procedimiento de toma de decisiones colectivas, cuyo único objetivo debería ser servir al interés público, no puede impedir su contaminación en beneficio de intereses privados.

Por eso mismo, lo que se pone en juego con el capitalismo clientelar no solo es el correcto funcionamiento del sistema económico capitalista, sino también del sistema político democrático, con el enorme riesgo de legitimidad que tal cosa implica. De hecho, este es un efecto que venimos observando en España desde ya hace unos cuantos años. Los abusos económicos cometidos han tenido como una de sus principales víctimas, al menos en la retórica política de un sector importante de la población, al régimen político democrático salido de la Transición.

Como ocurre siempre con los problemas complejos, no existen soluciones sencillas. Pero esto no quita que se pueda avanzar mucho en diferentes direcciones. Es obvio que el régimen jurídico del gobierno corporativo de las grandes sociedades necesita ser revisado para adaptarlo a las peculiaridades de nuestra estructura político-económica. Es verdad que lo ha sido hace poco tiempo, pero con otras finalidades en mente. Por otra parte, nuestros organismos reguladores deben ser despolitizados con la finalidad de que puedan cumplir adecuadamente sus funciones de vigilancia, de cara a fomentar e incentivar la verdadera competencia. Deberían evitarse, además, determinados conflictos de objetivos que padecen algunos de ellos, como ocurre con el Banco de España, obligado a vigilar la solvencia de las entidades financieras a la vez que el buen trato al usuario de los servicios bancarios. Es imprescindible establecer un sistema mucho más eficaz de incompatibilidades de nuestros políticos y altos funcionarios, al menos si se quiere evitar el intenso compadreo entre política y empresa del que hemos sido testigos estos últimos años. Por supuesto, los principios de mérito e inamovilidad deberían presidir el funcionamiento de nuestras administraciones públicas, única manera de desmontar esa fábrica de favores en la que se han convertido.

Pero si hubiera que priorizar una reforma, sería sin duda la del procedimiento legislativo en nuestro país. La dependencia del Parlamento respecto del Gobierno, su formalismo vacuo, su total falta de apertura al exterior, la ausencia de transparencia y la dictadura partitocrática a la que se somete a los señores diputados y senadores lo han convertido, no en el sistema de depuración del interés general al que está institucionalmente llamado, sino en un instrumento idóneo al servicio de los lobbies más influyentes.

Tendríamos que ir reflexionando más en detalle sobre algunas de estas cuestiones. Mientras tanto, deberíamos tomar conciencia de la importancia de este problema y del enorme riesgo político que puede suponer para un país confundir la verdadera naturaleza de un fenómeno con su patología.