Otra política, peor lenguaje
El habla de los políticos se empobrece e infantiliza, envuelve decisiones ideológicas en expresiones técnicas y revela la desorientación partidista en un momento de gran incertidumbre
Al poco de que empezaran las primarias en Estados Unidos, una investigadora de Pittsburgh, en Pensilvania, se dedicó a evaluar el discurso de los candidatos. Lo midió con parámetros matemáticos en el Instituto de Tecnologías del Lenguaje: comprobó cuántas palabras utilizaban los aspirantes y cómo construían la gramática de sus frases. Llegó a la conclusión de que todos ellos intervenían en público con el nivel propio en estudiantes de 11 a 14 años. El puesto más bajo lo ocupaba Donald Trump, que se haría al cabo con la nominación republicana. Después de aquello, y con un sistema de medición similar, el diario Boston Globe publicó que Hillary Clinton se dirigía a sus votantes como si tuvieran 14 años y Trump, como si tuvieran 9. La simplificación del lenguaje político no es, desde luego, una novedad, pero sí su alcance y reproducción.
De diciembre a junio
En España, los partidos plantearon la campaña de diciembre casi como una confrontación posideológica, que dirían los teóricos, en la que no se debatía ya entre izquierda y derecha sino entre los partidos nuevos y los viejos. Los que no hubieran nacido en democracia deberían apartarse, se le llegó a escapar a Albert Rivera. El asunto central del debate era aquello a lo que llamaron nueva política, que prometía otra manera de hacer y que cambió la rutina del Congreso de los Diputados, tan lenta y anquilosada, por el ritmo atropellado de la televisión. Las elecciones, sin embargo, hubieron de repetirse y los partidos optaron para la campaña siguiente por una estrategia más emocional, temerosos de la abstención. Polarizaron el escenario entre las supuestas fuerzas moderadas y las supuestas fuerzas radicales.
Rajoy introdujo en su campaña la distinción, pocas veces vista por su simpleza, entre buenos y malos
El PP inundó sus argumentarios con advertencias contra “los extremistas radicales”, acusación que repetían en coro sus portavoces y que Rajoy llevó al extremo con una distinción que le dio resultado: “Os pido ayuda. Decidle a todos que es muy importante concentrar el voto moderado porque, cuando se divide, se acaban aprovechando los malos, los radicales y los extremistas”. Faltaban ocho días para las elecciones cuando leyó la frase. Venía de otro mitin en el que había dicho: “Los mejores somos los españoles. Bueno, hay algunos un poco malos, pero son los menos”. El presidente en funciones reprodujo en todos los mítines, en cada entrevista en televisión, esa distinción, pocas veces vista por su simpleza, entre buenos y malos. Como en los dibujos animados.
“Asistimos a una infantilización del discurso de los adultos igual que vemos una adultización de los niños, porque el lenguaje de los dibujos que ven los niños es propio de los adultos.” La profesora Rosalba Mancinas, de la Universidad de Sevilla, estudia la transmisión ideológica en las series de animación y es una de las autoras de “El discurso de poder en los dibujos animados”. Ella constata cómo los mensajes políticos han ido adoptando las estructuras de los mensajes para los niños: “Es un lenguaje más sencillo. Más simple. Las frases son más cortas y más claras y no hay valores intermedios. Sin grises, la distinción siempre es entre el blanco y el negro, un protagonista bueno y un antagonista malo”. “En el discurso político —prosigue Mancinas— sucede como en los dibujos animados, el tiempo es muy limitado y también lo es la atención de la audiencia, así que cuanto más directos son los mensajes, más se consigue la penetración en el público”.
Entiende esta profesora que la “infantilización” del relato en política ha crecido en los últimos años arrastrada por otro fenómeno: la “infoxicación”, el exceso de información que inunda a los que antes eran lectores o espectadores y ahora son usuarios, desbordados por los datos —a menudo contradictorios— que les llegan en cascada por plataformas muy diversas. De manera que, en un panorama mediático que tiende a la espectacularización, el político envuelve sus ideas en eslóganes que compiten con las redes sociales. Mucho ruido. La pregunta que plantea Mancinas es si la simplificación del mensaje no responde, en el fondo, a que es la audiencia la que reclama esa manera de comunicar. Con la precisión de que se llama audiencia a lo que en política son electores, ciudadanos que decidirán con su voto la formación del gobierno.
Tecnocracia del lenguaje
En ese trance es en el que se encuentra de nuevo España tras la inédita repetición de las elecciones, con los partidos probando nuevos giros del lenguaje. Resulta revelador cómo, antes de tomar una decisión controvertida o que contraríe sus promesas de campaña, los asesores políticos encuentran una expresión que los ampare y se apoyan en eufemismos liberadores de culpa. Así, Ciudadanos habla de “abstención técnica” para explicar que el rechazo que prometieron a la investidura de Mariano Rajoy se haya convertido, sin resistencias, en la abstención que siempre negaron. “Hemos cambiado de posición por responsabilidad, será una abstención técnica”, repite Rivera como si, en efecto, existiera el concepto de abstención técnica. Lo habíamos visto antes con decisiones que incomodaban a las dirigencias de los partidos, que se ponían a hablar de “sí crítico” o “no revisable” en cada votación por la que tuvieran que hacerse perdonar por sus electores. Aparecía siempre un adjetivo que blanqueara conciencias.
De vuelta, el discurso público se ha cargado de ambigüedad en la mejor demostración de la desorientación política. Si están explorando nuevos caminos políticos, han empezado por el lenguaje, en el que se apoyó Pedro Sánchez para comprometer su rechazo a Rajoy con enérgicas razones antes de advertir de que era la posición “a día de hoy”. Lo descartó todo sin descartar nada. Fue al sociólogo Zygmunt Bauman al que se le ocurrió la metáfora de los tiempos líquidos y Michael Ignatieff —al que todos han leído— quien les hizo tomar notas: “Nada te va a causar más problemas en la política que decir la verdad”.
Los socialistas han probado con nuevas expresiones como “aliados potenciales” o “abstención sindicada”
El PSOE, de hecho, ha probado suerte con nuevas expresiones para tantear soluciones inexploradas. Sánchez llama a Rajoy a entenderse con sus “aliados potenciales” en alusión a Ciudadanos, sin recordar que ese partido fue su aliado potencial en la anterior legislatura, el único con el que alcanzó un acuerdo que sumaba 130 escaños. Si Rivera habla de abstención técnica, algunos diputados han lanzado la idea de “abstención mínima”, para que en vez de la abstención en bloque de los 85 diputados socialistas el PP contara con la única complicidad de los parlamentarios que garantizaran su investidura. Otros, también socialistas, hablaron de “abstención sindicada” para que los escaños que se abstuvieran no fueran del mismo partido sino en cooperación con los demás, en un reparto del coste que, por si acaso, mutualizara los daños electorales, como en la crisis de la deuda europea. Se multiplican, en fin, los tecnicismos que no existen con los que justifican, y a veces maquillan, decisiones que en realidad son políticas. Tecnocracia del lenguaje para envolver la ideología. La más común de todas es hacer las cosas por pragmatismo, concepto en el que todo cabe.
Las expresiones que improvisan para las ruedas de prensa se acaban instalando en un discurso político que, además, pierde fondo, diluido entre eslóganes y tuits que diseñan publicistas y sociólogos, atentos a los gustos de las encuestas. El empobrecimiento se advierte solo con mirar el diario de sesiones del Congreso y comparar los discursos que pronunciaban unos cuantos años antes con los que se pronuncian ahora. Es verdad que cada época requiere un relato y existe el riesgo de idealizar tiempos que ya pasaron, pero parece objetivo decir que ha habido momentos del debate parlamentario que estaban a otra altura. “Los discursos son peores, son monólogos. No hay dialéctica ni se contestan entre ellos. Muchas veces responden con hojas que ya traen escritas y cuando uno habla parece que siempre hay que aplaudirle”, comenta Alfonso Guerra. “Ha habido buenos oradores —resume el exvicepresidente—, pero esa escuela se ha ido perdiendo. En vez de un gran parlamento se busca un monólogo de exhibición de lo que uno vale para que no se vayan los votos.”
Cuñadismo y futbolización
Iglesias y Rivera se acusaron de “cuñadismo” en plena discusión sobre la acogida de refugiados
En uno de los últimos debates de la pasada legislatura, Pablo Iglesias y Albert Rivera se acusaron de “cuñadismo” en plena discusión sobre la política europea de acogida a los refugiados. “Señor cuñado Rivera”, soltó Iglesias, aunque el primer día en que pisó el hemiciclo prometió subir el nivel del debate en el Congreso porque el centro de la vida pública no podía estar en los platós de televisión. Eso dijo Pablo Iglesias, forjado en los platós, en una declaración muy semejante a la que, aquel mismo día y en circunstancias parecidas, lanzó Albert Rivera. Ocurre que de la primera legislatura con nueva política, tan breve, no quedará una regeneración del discurso. Ni por los políticos emergentes ni por los partidos que ya estaban, que dedicaron sus esfuerzos a construir climas de opinión desde los medios antes que desde la tribuna de oradores. Resultó que los focos volvieron a apuntar al Congreso, pero aquello no significó que reviviera el parlamentarismo, puesto a la sombra porque sin investidura ni gobierno la Cámara fue un escenario sin margen para la maniobra. Los números, no obstante, propician de nuevo la situación contraria, porque con un ejecutivo en minoría la clave estará en lo que se negocie en las Cortes.
Quizá sea la época, que ha cambiado la dialéctica por la estrategia de mercado. Quizá sea la tecnología, que ha reducido nuestra capacidad de atención. O que ya no hace falta la gravedad del momento en que se diseñaba un país en su Constitución. Pero en las actas de las primeras legislaturas se recogen intervenciones con citas de autoridad, diputados que traían frases de antiguos reyes para debatir sobre la monarquía o parlamentarios, como Carrillo, que defendían un papel discreto de la Iglesia recordando que él vivió la quema de conventos en la Guerra Civil y podía atribuirla a las “provocaciones de la extrema derecha”. Los discursos tenían base teórica, apelaban a doctrinas y escuelas, y se construían —eso resulta lo más sorprendente— en el momento, como réplica espontánea a otros discursos. Entonces importaba el matiz y a uno podía corregirle en pleno debate el profesor Tierno ante la sorna de los demás. Alzaga citaba a Weber, Peces-Barba se refería al derecho en la antigua Roma y Fraga rememoraba anécdotas de Washington y Jefferson para explicar la diferencia entre las Cámaras Baja y Alta. Todo está en los diarios de sesiones que pueden consultarse en las bases del Congreso, en los que se lee a Rodríguez Sahagún, dos días después de que los golpistas del 23-F lo apartaran también a él a punta de metralleta, citar a Dryden sobre el valor de la vida y la libertad y donde se recuerda una frase atribuida a lord Palmerston evocada por López Rodó: “Muchos discursos han hecho que cambie de opinión, pero ninguno me ha hecho cambiar de voto”.
La melancolía es un riesgo, pero resulta evidente que no se debate como se debatía y que la discusión parlamentaria ha perdido brío, matices y profundidad y el empobrecimiento del discurso político puede llevar al empobrecimiento de las aspiraciones colectivas. El periodista Ramon Besa, que ha escrito sobre la “futbolización de la política”, ha reparado en que “las consignas de los partidos en campaña se parecen cada vez más a los cánticos de los estadios” en un fenómeno que tiene que ver con la polarización y el recurso simple, y efectivo, de señalar a los buenos y a los malos. Es probable que ese empeoramiento del relato vaya asociado al nivel del discurso en los medios, asunto del que trató Albert Camus en un párrafo que tan pronto sirve para el periodismo como para el resto del relato público, singularmente al político: “Pensábamos entonces que un país vale a menudo lo que vale su prensa. Y si es verdad que los periódicos son la voz de una nación, estábamos decididos, desde nuestro puesto y en cuanto modestamente pudiéramos, a elevar a nuestro país elevando su lenguaje”.