Ocasión perdida del Gobierno
El Ejecutivo del PP es más deudor por lo que pudo hacer y no hizo que por lo que realmente hizo
Las acciones de un gobierno en materia de política económica deben valorarse en la medida en que hayan contribuido a obtener resultados, no en función de los resultados obtenidos en sí mismos. Varios eventos pueden coincidir simultáneamente en el tiempo y en el espacio sin que exista necesariamente una relación de causa y efecto entre ellos. Así, por ejemplo, la evolución del precio del petróleo en los últimos años, el tipo de cambio y la política monetaria del Banco Central Europeo han tenido efectos benéficos sobre el crecimiento de la economía española que no son atribuibles a ninguna decisión de política económica doméstica. Tampoco será demérito del próximo gobierno que estos vientos dejen de soplar a favor.
La táctica
Una alternativa para hacer balance de la política económica del gobierno consiste en valorar su acierto táctico y estratégico en relación al contexto económico del momento. Por estrategia se entiende el rumbo de la política económica, y por táctica el conjunto de golpes de timón con los que mantener la proa a la mar o al viento según las circunstancias.
Durante estos seis largos meses de periodo electoral, la discusión en torno a cuestiones tácticas ha sido permanente. La concreción de la reforma del mercado laboral es una de las que más ampollas ha levantado, sin consenso en cuanto a su contribución a la generación de empleo y con la sombra de no haber afrontado el problema de la calidad en el empleo. En lo que sí hay más acuerdo es en que las bonificaciones a la contratación no han sido un acierto, pues no han resultado incentivadoras del empleo y, sin embargo, han mermado recursos a la deficitaria caja de la Seguridad Social.
También es evidente lo inoportuno de la rebaja de impuestos del pasado año (tras los incrementos del inicio de la legislatura), que no solo ha imposibilitado la consecución del objetivo de déficit en 2015, sino que nos ha forzado a redefinir una nueva senda de consolidación presupuestaria que deja muy tocada la credibilidad de nuestra política fiscal. España no saldrá del brazo correctivo del Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 2016, como estaba previsto. Y, dada la evolución del déficit en lo que va de año, probablemente tampoco alcance la barrera del 3% en 2017. Solo el paraguas del Banco Central Europeo tranquiliza de momento a los mercados financieros.
En cuanto a los recortes, su contabilidad ha dado lugar a mitologías de signo opuesto, enfrentando a quienes los niegan con aquellos que casi han hecho de su denuncia una religión. Los números dicen que, para hacer frente al incremento del gasto en pensiones (que tiene más que ver con cuestiones estructurales que con el ciclo económico), en el servicio de la deuda y en las prestaciones por desempleo, se ha reducido la inversión pública más del 50% y se han aplicado recortes en sanidad, educación y otros servicios públicos.
De la "Encuesta de Condiciones de Vida" del Instituto Nacional de Estadística (INE) se puede inferir que la clase media, entendida como los deciles centrales en la distribución de ingresos, ha visto disminuir su renta de manera significativa (solo el 10% de los hogares más ricos tiene un nivel de ingresos superior al inicio de la crisis). Pero no ha sido, en contra de una percepción extendida, el estrato social que ha sufrido el mayor mordisco en su nivel de renta durante estos años. La crisis se ha llevado por delante, sobre todo, al 20% de los hogares con menores ingresos. Según Eurostat, España figura entre los países más desiguales de nuestro entorno, solo superada por algunas economías del este de Europa.
Ahora bien, la factura política de los recortes no debería figurar únicamente en el debe del Gobierno saliente. En primer lugar, porque el pistoletazo de salida a las políticas de austeridad lo dio el Congreso de los Diputados en mayo de 2010, mucho antes de que el actual Ejecutivo elaborase sus primeros presupuestos. En segundo lugar, porque una crisis de sobreendeudamiento como la sufrida por la economía española a partir de 2008 difícilmente se supera sin atravesar una fase de austeridad, aunque su intensidad y modo de ejecución sean discutibles. Y en tercer lugar, porque el inicio de la recuperación en 2014 y el fuerte crecimiento de 2015 y 2016 ya han comenzado a revertir los recortes en gasto social e inversión.
La estrategia
En todo caso, por encima de la táctica económica del día a día, el gran problema ha sido de estrategia. Nunca un gobierno en los últimos cuarenta años había acumulado tanto poder como al inicio de la anterior legislatura (con mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, en el Senado y un rodillo en el mapa de comunidades autónomas y ayuntamientos). Y nunca en los últimos 40 años había sido más evidente la necesidad de acometer cambios estructurales. Sin embargo, en un tiempo para la acción, el Gobierno optó por un inoportuno exceso de cautela.
En su campaña de 2011, el Partido Popular utilizó el eslogan “Lo que España necesita. Confianza. Empleo. Reformas. Educación”. Afrontó la reforma del mercado laboral, cierto. Y durante estos años se completó el saneamiento del sistema financiero. Pero se pasó de largo sobre el resto de reformas: el sistema fiscal, la reforma de las administraciones públicas, la educación, la energía y la sostenibilidad de la Seguridad Social. Esto sin mencionar la necesaria restauración de la credibilidad institucional, dañada tras años de corrupción y uso partidista de las instituciones.
Al inicio de la legislatura, el Gobierno propuso impulsar una política fiscal y presupuestaria que actuase “de forma coordinada con la agenda de reformas estructurales, para que la recuperación del potencial de crecimiento de la economía ensanche las bases fiscales y revierta parte de la pérdida duradera de ingresos”. En la práctica, congeló la recaudación pública en el 38% del PIB (ocho puntos menos que el promedio del área euro), tal y como han venido recogiendo las sucesivas actualizaciones del Programa de Estabilidad. Esta decisión, tomada al margen del ciclo económico, ha pesado en nuestro reiterado incumplimiento de los objetivos de déficit público.
El desafío
La economía europea se encuentra inmersa en una situación de “trampa de la liquidez” (el entorno económico desincentiva la inversión, a pesar de uno tipos de interés extraordinariamente bajos), con la política monetaria al borde de lo posible y con la caja de herramientas de la política fiscal y presupuestaria condicionada por los altos niveles de endeudamiento de las administraciones públicas. No es evidente cómo poner en marcha la solución canónica, de inspiración keynesiana, según la cual correspondería a la inversión pública tomar el relevo de una inversión privada por debajo de sus niveles de referencia.
La situación requiere tocar varias teclas. Una de ellas debería consistir en romper el tabú del techo de recaudación, adoptando una estrategia de consolidación presupuestaria que no esté basada exclusivamente en la reducción del gasto público. Otra, cada vez más urgente, consiste en articular políticas fiscales a escala europea. Para funcionar como una zona económica eficiente es necesario completar la arquitectura institucional del euro y caminar hacia un presupuesto europeo digno de ese nombre. Además, deberán acometerse las reformas estructurales que siguen pendientes.
En este sentido, el recurso al Fondo de Reserva de la pensiones simboliza lo que podría ser el balance de la política económica del Gobierno. Se ha hecho mucho ruido criticando la táctica, pero se ha señalado insuficientemente el error estratégico: no es tan censurable haber echado mano de la hucha de las pensiones (para eso está) como no haber tenido la voluntad de convocar a todos los agentes sociales para estudiar conjuntamente una reforma razonable del sistema de financiación de las pensiones. Se podría decir que este Gobierno es más deudor por lo que pudo haber hecho y no hizo que por lo que realmente hizo.