21/11/2024
Literatura

Natalia Ginzburg. Contar la realidad

En 2016 se celebra el centenario de una de las escritoras más influyentes del siglo XX. La sencillez de su estilo y la claridad de su prosa siguen seduciendo

AHORA / Aloma Rodríguez - 18/03/2016 - Número 26
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Natalia Ginzburg. Contar la realidad
Natalia Ginzburg en Roma en 1989. LEEMAGE / CONTACTO
Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 - Roma, 1991) era, según sus propias palabras, una escritora pequeña. En el ensayo “Mi oficio” —escrito en 1949 y recogido en el libro de 1961 Las pequeñas virtudes (Acantilado, 2002)— escribió: “Pero hay un rinconcito de mi alma donde sé muy bien y siempre lo que soy, es decir, una escritora pequeña, muy pequeña. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho. […] Prefiero creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequeña escritora que yo sea, aunque como escritora sea una pulga o un mosquito”. Esa escritora pequeña interesada en asuntos menores y privados se ha convertido en un clásico y en una de las más influyentes del siglo XX. Ese breve y emocionante texto sobre la vocación comienza así: “Mi oficio es escribir, y lo sé bien y desde hace mucho tiempo. Espero que no se me interprete mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio”.

De Natalia Levi a Ginzburg

Era hija de un matrimonio mixto, padre judío y madre católica, pero ninguno era practicante, “solían decir que eran materialistas y ateos; el padre con más convicción, la madre de una forma menos resuelta y más incierta”, escribió en “Autobiografía en tercera persona”, que cierra el volumen No podemos saberlo. Su padre era Giuseppe Levi, profesor de anatomía de, entre otros, la premio Nobel de Medicina Rita Levi-Montalcini.

Después de la Segunda Guerra Mundial se incorporó a la editorial Einaudi, donde trabajó casi toda su vida 

Ginzburg era la pequeña de cinco hermanos y estudió en casa hasta los 11 años porque su padre quería evitar los “microbios”: “Cursé toda la enseñanza elemental en casa, porque mi padre decía que en las escuelas públicas los niños contraían enfermedades. Por aquel entonces se daba enorme importancia a la salud física y ninguna a la psicológica; en cuanto a mi padre, no creo que se haya planteado demasiados problemas por mi causa, porque era la última de los hermanos y él estaba cansado de hijos y era de naturaleza impaciente […]. Como tenía hermanos mayores, a menudo estaba sola, y en soledad contraje algunas ideas equivocadas, como la idea de que los que iban a la escuela eran los pobres y que los ricos estudiaban con una maestra en casa, por eso yo posiblemente era rica, pero me parecía extraño, puesto que en casa siempre oía decir que estábamos ‘sin dinero’, y no veía alrededor indicios de riqueza, como terciopelos o brocados o platos exquisitos”, escribe en “Infancia”, en Nunca me preguntes.

Leone Ginzburg, judío, ruso, estudiante de literatura y comunista, era amigo de sus hermanos. Se casaron en 1938. Para entonces, Leone ya había pasado dos años en la cárcel. Para entonces, Leone ya había fundado la editorial Einaudi con Cesare Pavese y Giulio Einaudi. En 1940, la familia —Natalia, Leone y dos hijos, la tercera nació durante el exilio— fue confinada a un pueblo de los Abruzos. La primera novela de Natalia Ginzburg, El camino a la ciudad—incluida en Familias (Lumen, 2008), con traducción de Flavia Company— está situada allí. Apareció en Einaudi bajo el seudónimo de Alessandra Tornimparte para evitar las leyes raciales. En el prólogo escribió: “Cuando terminé la novela descubrí que si en ella había algo vivo, nacía de los lazos de amor y odio que me unían a aquel pueblo”.

Leone Ginzburg murió en 1944 en una cárcel en Roma tras un interrogatorio. Poco después, Natalia Ginzburg se incorporó a la plantilla de Einaudi, donde trabajó prácticamente el resto de su vida y donde publicó la mayor parte de sus obras. Tradujo a Proust y a Flaubert, entre otros. Escribió una breve, intensa y precisa biografía de Chéjov  —Antón Chéjov. Vida a través de las letras (Einaudi, 1989; Acantilado, 2006)—, con el que sentía una especie de complicidad fraternal (ambos de familia numerosa, ambos con una vocación literaria y ambos con una capacidad fuera de lo común para capturar la complejidad de la vida con sencillez) y uno de sus maestros: de Chéjov admiraba la humanidad con que miraba a sus personajes y la claridad.

Léxico familiar (1963) fue el primero de sus libros que tuvo éxito, los anteriores, “poco o ningún éxito”

Según cuenta la escritora en su “Autobiografía en tercera persona”, Léxico familiar —libro por el que obtuvo el premio Strega en 1963—  “es el primero de sus libros que tiene éxito. Sus libros anteriores tuvieron poco o ningún éxito”. Entre los anteriores están la novela Todos nuestros ayeres, que tradujo Carmen Martín Gaite y en cierta medida puede leerse como un ensayo de Léxico familiar; las novelas cortas Así fue, Sagitario y Valentino (publicadas en Espasa en un mismo volumen en 2002 y con traducción de Félix Romeo); el relato-diálogo Las palabras de la noche (que tradujo Andrés Trapiello en Pre-Textos) y el volumen Las pequeñas virtudes, que reúne textos a medio camino entre el ensayo y el relato autobiográfico. Su talento no se agotó ahí, le siguieron novelas inolvidables como Querido Miguel (1973) —traducido también por Martín Gaite­— o las novelas breves Familia y Burguesía (1977). Colaboró en prensa escrita y siguió escribiendo historias y ensayos autobiográficos que fueron apareciendo en libros —Nunca me preguntes (1970) y No podemos saberlo (1991), reunidos en un solo volumen en Lumen bajo el título Ensayos en 2009. Para conmemorar el centenario del nacimiento de la escritora acaba de ser reeditado con prólogo de Elena Medel bajo el título Las tareas de la casa y otros ensayos—. Fue también una prolífica autora de obras teatrales.

En 1950 se casó con Gabriele Baldini, escritor, musicólogo y estudioso de literatura inglesa. A él está dedicada la tierna pieza “Él y yo” (en Las pequeñas virtudes), en la que explica de una manera sutil cómo el amor puede surgir de las diferencias.

Natalia Ginzburg fue diputada en el Congreso por el grupo de independientes de izquierda, a pesar de haber afirmado en ocasiones que carecía de “mente política”. En “Sin mente política” explica: “No creo que los novelistas, y las novelas que escriben, puedan ser útiles a la vida pública. Creo firmemente en su magnífica, maravillosa y libre inutilidad”. En muchos de sus textos se define como perezosa y reivindica las cualidades del ocio.

“Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino solo la memoria y la fantasía. Este es mi oficio, y lo haré hasta mi muerte. Estoy muy contenta con este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo. Comprendí que era mi oficio hace mucho tiempo. Entre los cinco y los diez años tenía dudas, y a veces imaginaba que podía pintar, a veces que conquistaría países a caballo y otras que inventaría nuevas máquinas muy importantes”, escribió en “Mi oficio”.

Natalia Ginzburg huía de la épica y de la grandilocuencia. Su humildad y su honestidad como narradora hacen que se acerque a sus protagonistas con empatía, compasión y comprensión. No hay condescendencia ni maniqueísmos, sus personajes son profundamente humanos, es decir, complejos. Y sin embargo, se perciben con una claridad pasmosa. En el mismo texto, un poco más adelante, dice: “Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad”, y ahí está la mejor explicación de la belleza de su literatura.

Las palabras

En muchas de sus novelas (y en su vida) pasan cosas tristes, terribles y trágicas (una guerra, embarazos no deseados, suicidios, amores no correspondidos). Sin embargo, nunca se regodea en el dolor ni cae en la autocontemplación, ni siquiera en los textos de no ficción que dedica a seres queridos muertos (Pavese, Carlo Levi, Italo Calvino o Leone Ginzburg). “Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distracción. No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de azotarnos hasta hacernos sangrar, un amo que grita y condena”, escribió. Puede que Natalia Ginzburg aprendiera de Chéjov a mirar de frente a los personajes y a la vida en sus textos. Describe lo que sucede, la acción avanza con diálogos, juega con la forma (del narrador omnisciente al yo autobiográfico y a la novela epistolar) en busca de la mayor sencillez y claridad posibles.

“Creo firmemente en [la] magnífica, maravillosa y libre inutilidad [de las novelas]”, escribió

El lenguaje es la manera de relacionarse con los demás y con el mundo, pero también la manera de construirlo, de explicarlo, de nombrarlo. Y es uno de los temas que reaparecen en los libros de la italiana. En “Las relaciones humanas” (Las pequeñas virtudes), un hermoso texto sobre la entrada en la vida adulta, otro de los temas recurrentes de su obra, escribió: “Entramos en la edad adulta cuando las palabras que se intercambian los adultos entre sí nos resultan inteligibles; inteligibles pero sin importancia para nosotros”.

Hacia la claridad

En “El uso de las palabras” (No podemos saberlo) escribió: “El lenguaje de las palabras-cadáver ha contribuido a crear una distancia insalvable entre el pensamiento vivo de la gente y la sociedad  pública”. Para Ginzburg, el lenguaje y las palabras con las que contar la realidad tienen que estar tan vivas como ella y como los personajes. Casi cualquiera de sus frases da la impresión de ser la única manera posible de formular la acción, la más precisa y la más natural y que no podía ser de otro modo. Por ejemplo, cuando el narrador de Todos nuestros ayeres explica el encuentro azaroso entre Anna y Cenzo Rena: “No necesitaba buscar las palabras, y casi sin darse cuenta le contó lo del niño que esperaba, le miró y no vio en sus ojos escándalo ni horror, era un rostro a la escucha y en su mirada había compasión”.

Sus textos autobiográficos y de no ficción componen una especie de novela en marcha de su vida

En No podemos saberlo se recogen varios textos dedicados al cine que la italiana escribió para una columna que tenía en el semanario Il Mondo. En “El rostro obsceno del celuloide” explica: “Después de la escritura, el cine es lo que más despierta mi curiosidad y me interesa del mundo. A menudo pienso en cuál es la diferencia entre escribir y hacer una película”. Un poco más adelante afirma que “Las buenas películas son tan escasas como los elefantes blancos”. Los textos autobiográficos y de no ficción de Natalia Ginzburg —Las pequeñas virtudes, Nunca me preguntes y No podemos saberlo— componen la novela en marcha de su vida, rellenan los huecos que había dejado deliberadamente en Léxico familiar —un libro de recuerdos de infancia y juventud— y aportan la materia prima de la que surgen algunas de sus novelas. También permiten acceder al pensamiento íntimo y mostrar zonas menos conocidas (una defensa del aborto, un texto contra el papa Pablo VI por no haber impedido las últimas ejecuciones de Franco en 1975).

Los libros de Natalia Ginzburg tienen la virtud de retratar al ser humano y capturar la vida, sin miedo a que los personajes resulten patéticos o cursis. El lector se ve reconocido en la intimidad de los protagonistas de sus historias. Su estilo es preciso, sencillo y claro. En la búsqueda deliberada de lo pequeño está la grandeza de su literatura.

Las pequeñas virtudes
Las pequeñas virtudes
Natalia Ginzburg
Traducción de Celia
Filipetto, Acantilado,
Barcelona, 2002,
164 págs.


 
Las tareas de la casa y otros ensayos
Las tareas de la casa y otros ensayos
Natalia Ginzburg
Prólogo de Elena Medel
Traducción de
Mercedes Corral y de
Flavia Company
Lumen, Barcelona,
2016, 448 págs.
Léxico familiar
Léxico familiar
Natalia Ginzburg
Traducción de
Mercedes Corral
Lumen, Barcelona,
2007 y 2016,
272 págs.
Serena Cruz o la verdadera justicia
Serena Cruz o la verdadera justicia
Natalia Ginzburg
Traducción de Atalaire
Acantilado, Barcelona,
2010, 152 págs.