Mary Beard. Una historia de la antigua Roma
El libro más reciente de la premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales es una panorámica de singular agudeza sobre el imperio romano
Los testimonios de la historia
Para describirlo destacando los más famosos episodios e inolvidables figuras históricas, la autora sabe elegir y utilizar magistralmente los testimonios de los textos y los datos arqueológicos. Los discute, examina y sintetiza con refinada pericia hermenéutica, unida a un fino sentido analítico, no falto de toques irónicos. Es ejemplarmente admirable, por ejemplo, el análisis de algunas cartas de Cicerón, una de las figuras emblemáticas de la Roma republicana y uno de los personajes más citados y mejor retratados aquí, con sus triunfos y sus riquezas, y su desdichado y cruel final. Con un claro sentido dramático su estudio se abre con el conflicto entre Cicerón y Catilina como prólogo a la Roma clásica, para dirigirse luego a analizar los orígenes de la ciudad, en cuyo Senado se baten el cónsul y el supuesto revolucionario.
Sus páginas sobre Cicerón son una buena muestra de agudeza psicológica, como luego sus comentarios sobre Pompeyo, sobre César y sobre el “enigmático” Augusto, tan calculador en todo que tras sus victorias inaugura una nueva época de esplendor y paz. (Excelente el análisis de las Res Gestae como testimonio de la megalomanía del autócrata.)
Elige y utiliza magistralmente los testimonios de los textos y los datos arqueológicos
A lo largo de la progresiva expansión de esa Roma de humildes y conflictivos orígenes se pueden distinguir tres etapas. La que va desde la fundación de la ciudad hasta su dominio de Italia y toda la ribera mediterránea, una época de largos ecos míticos. Luego un tiempo de continuos conflictos y guerras internas y externas, con la extensión de su poderío militar por Italia y del pronto llamado Mare Nostrum. Esta etapa finaliza con la sumisión del Senado a Pompeyo y luego a César. Viene luego la época marcada por el “hijo de César”, Augusto, pacificador tras la victoria, que con indiscutible poder configura decisivamente el futuro de esa Roma imperial y marmórea que impulsó con afán de eternidad. Aunque se mantuvo el tradicional Senado (pronto con gran número de senadores de origen provincial) y los antiguos cargos del pueblo, ya todo es un montaje aparente, sometido en lo más importante a los designios imperiales. Tras Augusto viene la lista de los sucesores imperiales, en las primeras dinastías: desde Tiberio a Caracalla (14 emperadores en casi dos siglos; luego, en el turbulento siglo siguiente, más de 70 entre 193 y 293).
Las estructuras de dominio
No se detiene Beard en repasar el pintoresco anecdotario de muchos de esos emperadores —desde Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón—, sino que esboza con ágil rapidez el perfil de algunos. Subraya cómo el imperio mantuvo sus estructuras de dominio sin grandes cambios, a pesar de los finales violentos de algunos césares asesinados por puñal o veneno, y a pesar de sus escandalosas conductas, chismes que tal vez los enemigos del difunto exageraron tras su muerte. Pues es cierto que esos crímenes o caprichos imperiales no alteraron la marcha del imperio; mientras que la guardia pretoriana protegía y a veces deponía o imponía a los emperadores, el Senado se mantenía acogotado, temeroso, casi inoperante, con la mitad de sus miembros de origen provincial, en tanto que las poderosas legiones de soldados guardaban sus largas fronteras y de cuando en cuando se amotinaban a favor de un nuevo heredero al trono imperial. Todo esto es bien conocido, y Beard lo relata con muy buen estilo, atenta a la deriva general con finos apuntes sobre los personajes.
Una mirada a la vida cotidiana
Es de un interés excepcional la sección que cierra el libro —unas 150 páginas—, de enfoque sociológico. Son los capítulos titulados: “Los que tienen y los que no tienen” y “Roma fuera de Roma”, a los que sigue uno muy breve de colofón, “El primer milenio romano”. Ahí habla de la distribución de la población, de los ricos y los pobres, los esclavos y los libertos, las mujeres y los soldado, las angustias económicas y el reparto de tierras entre los veteranos, etc. Si ya Pompeya recogía cuadros pintorescos de la vida privada romana, aquí se añaden otros de cómo vivían y malvivían esas gentes. Estos apuntes y retratos se acompañan con selectas ilustraciones: lápidas, pinturas y monumentos tan curiosos como la tumba del panadero Eurisaces, y otros muchos. Esas miradas sobre la vida cotidiana infiltran un aire fresco y algo cómico a la austera perspectiva histórica.
Son excelentes las breves páginas dedicadas a las rebeliones en el imperio (como la de la britana Boadicea) y a las nuevas religiones, como el cristianismo.
Pero solo da unos apuntes sobre los nuevos cultos. (Lo que siguió está en el gran estudio clásico de Gibbon, entre otros.) Solo una frase digna de reflexión : “La ironía es que la única religión que los romanos intentaron erradicar fue la única cuyo éxito lo facilitó su propio imperio y que creció completamente dentro del imperio”.
En un atractivo epílogo Mary Beard cuenta por qué nos conviene estudiar aún a los antiguos romanos: “Tenemos muchísimo que aprender —tanto sobre nosotros mismos como sobre el pasado— interactuando con la historia de los romanos, con su poesía y su prosa, con sus polémicas y controversias... Desde el Renacimiento, por lo menos, muchos de nuestros supuestos más fundamentales sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia política, el imperio, el lujo y la belleza se han configurado, y puesto a prueba, en diálogo con los romanos y sus textos”.
Desde luego, esta amplia narración histórica invita a eso, con muy buen estilo.
Mary Beard
Traducción de Silvia Furió
Crítica, Barcelona, 2016, 664 págs.