Se atribuye al periodista y político radical francés
Alexandre Auguste Ledru-Rollin una frase memorable: “Soy su líder, tenía que seguirles”. Es muy posible que nunca dijera eso y que la atribución sea apócrifa, pero se trata probablemente de la mejor definición de la tarea que tienen ante sí los políticos actuales, más de un siglo y medio después del intento de revolución en el París de 1848, en el que Ledru-Rollin tuvo un breve y accidentado papel: seguir a quienes en teoría lideran.
En la actualidad, parece existir una cierta nostalgia por los grandes líderes. No tenemos a mano un Kennedy, un Schmidt o una Thatcher que arrastren a las masas de votantes hacia posiciones supuestamente beneficiosas pero increíblemente duras. Nuestra democracia, en especial la europea, carece de líderes de esa clase. En Estados Unidos aún surgen, de vez en cuando, figuras discutibles pero totémicas —lo fue Obama, que después ha resultado ser un buen presidente de lo más ortodoxo—, pero en Europa, nada. Se podría pensar que si no tenemos líderes de la talla de los del pasado es porque ya no hay hombres y mujeres de esa pasta. Pero es más probable que nuestra sociedad no quiera líderes fuertes, algo autoritarios y un poco proféticos, aunque diga echarlos de menos.
Esto no tiene por qué ser malo y en cierto sentido puede que hasta sea más democrático. Parece evidente que los ciudadanos tenemos preferencias cada vez más dispares, estilos de vida más diferenciados, creencias menos homogéneas. Y eso dificulta los grandes liderazgos. Hoy, un partido de izquierdas no puede confiar en llegar al poder solo con el voto de los trabajadores industriales, del mismo modo que a uno de derechas no le bastará con el de la pequeña y la gran burguesía católica. Las preferencias se han fragmentado y los partidos
catch-all (atrapalotodo) tienen que seducir a gente tan dispar para que los vote que su identidad ideológica está cada vez más desdibujada. ¿Cómo se articula un discurso político si cada partido y cada líder tienen que seducir al mismo tiempo a ateos y creyentes, desempleados e indefinidos, funcionarios y emprendedores? Es casi mejor no liderar, sino ir tras esos grandes nichos de votantes hasta que la ambigüedad resista. Y la ambigüedad, por lo que hemos visto en las últimas elecciones españolas y en el teatrillo que hace las veces de negociación para formar gobierno, resiste razonablemente bien. Todo los partidos están a favor de lo bueno y en contra de lo malo. Toda indefinición programática es buena. Luego, si gobernamos, ya veremos.
Parte de todo esto lo cuenta
Peter Mair en Gobernando en el vacío. La banalización de la democracia occidental, un extraordinario estudio de ciencia política recién publicado por Alianza Editorial. Según Mair, los votantes nos hemos vuelto cada vez más caprichosos, más volátiles y menos fieles a los partidos que votamos, y los políticos, que son cada vez más una élite profesionalizada, ya no pueden dar nada por hecho. Aunque por supuesto sigue habiendo patrones más o menos predecibles, es difícil saber a quién vamos a votar según nuestro origen social o nuestra formación. Por eso, ahora los políticos viven obsesionados con la comunicación y los ciclos electorales y tienen muchas más dificultades para liderar y para hacer políticas arriesgadas: simplemente, no saben con qué apoyos contarán en las próximas elecciones. Décadas atrás, un líder socialdemócrata o democristiano podía asumir que sus votantes tragarían con políticas incómodas por fidelidad al partido, por una vinculación con él que iba más allá de lo coyuntural y pasaba en buena medida por lo identitario. Por supuesto, nunca fue del todo así, pero ahora aún menos.
Y como consecuencia de eso también los propios partidos están más fragmentados que nunca, aunque en este punto muchos científicos sociales discrepen. Las formaciones políticas han sido siempre coaliciones de intereses hasta cierto punto distintos, de diversos matices ideológicos y de corrientes con diferentes prioridades. Pero hoy más. Y si volvemos a la España actual, es posible que se estén convirtiendo en instituciones ingobernables. En buena medida… sí, porque carecen de líderes fuertes. Los liderazgos de Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias están muy cuestionados dentro de sus propios partidos o coaliciones a pesar de que el primero es el presidente del Gobierno, el segundo fue escogido por la militancia de su formación hace muy poco y el tercero parecía un cirujano de hierro hasta que se constituyó el Congreso. El caso de Rivera es exactamente el contrario: su liderazgo es tan fuerte que en su partido apenas hay dos o tres figuras con peso político además de él y Ciudadanos se parece demasiado, a pesar del talento que tiene en sus filas, a un proyecto personalista. El hecho de que los dos grandes partidos de izquierdas, PSOE y Podemos, hayan ideado sistemas para que sus barones o su militancia deban ratificar las decisiones tomadas por sus líderes es una muestra clara de que estos son liderazgos ambiguos y limitados. Quizá sean más democráticos, pero quizá también sean insostenibles.
“La era de la democracia de partidos ha pasado”, afirma Mair en la primera línea de su libro. Ojalá eso sea una exageración, porque no conocemos otra forma de democracia que la de partidos, y los partidos siempre han necesitado líderes que sepan detectar con su olfato no tanto lo que la sociedad cree necesitar, sino lo que la sociedad en realidad necesita, sin romper con ello el siempre frágil e irrenunciable mandato democrático: líderes que siguen a sus seguidores, pero no demasiado. Parece claro que estamos en una era de liderazgos menguantes. No descartemos que nos vaya bien. No lo demos por sentado.