La bruja reina en el terror cinematográfico
Para su película, Robert Eggers se basó en actas de juicios por brujería y en el folclore
Entre 1692 y 1693 tuvieron lugar en las inmediaciones del estado de Massachussetts los juicios de Salem. Veinte personas, 14 de ellas mujeres, fueron ajusticiadas por practicar supuesta brujería. El caso fue un ejemplo notorio de histeria colectiva, inducido por el aislacionismo, la superstición, las afrentas personales y el extremismo religioso de los colonos (todos estos aspectos quedan recogidos en La bruja). Salem se convirtió en escenario mítico de la iconografía estadounidense, alentado por la literatura, y en metáfora: cuando se produjo la reducción de libertades impuesta por el senador McCarthy en su caza de brujas, Arthur Miller usó Salem como parábola para denunciar el oscurantismo de su época (El Crisol, 1952 - 1953).
La bruja se sitúa en 1630, 62 años antes de los juicios de Salem, en los que 20 personas fueron ajusticiadas
La bruja se sitúa en 1630, 62 años antes de los juicios de Salem. La ambientación de época es tan perfecta que hasta la pía familia de colonos protagonista (los padres y sus cinco vástagos) hablan en inglés del siglo XVII. Para entender la película es preciso comprender a su director, un muchacho ya de por sí raro para la zona: cada Halloween, el joven Eggers tenía por costumbre viajar hasta Salem en una peregrinación siniestra. Sus continuos desplazamientos le otorgaron un conocimiento privilegiado del paisaje, que plasma en su primer largometraje. Durante 26 días, con un presupuesto de tres millones de dólares, Eggers filmó con luz natural (como hiciera Stanley Kubrick en Barry Lyndon, 1975) los extensos bosques de Nueva Inglaterra, en la linde que ya se confunde con Canadá. La fotografía y la música ambiental, destinada a reforzar sensaciones sin estorbos, crean la atmósfera necesaria para construir una de las mejores experiencias terroríficas cinematográficas de los últimos años. La anterior, The Lords of Salem, de 2012, también tenía por tema central la brujería.
Monstruo del cine y la literatura
La bruja es uno de los más destacados iconos del cine de terror. “Hay algo muy arquetípico en la figura de la bruja —explica Juan Antonio Torres, de nombre artístico El Torres, guionista de cómics de terror y autor de Las brujas de Westwood (Dibbuks, 2014), uno de los exponentes de la temática publicado en los últimos años—. Se trata de ese arquetipo de la sabiduría oculta femenina que tanto fascina a los hombres, de una comunión con un poder antiguo y primario, de secretos y de poder que el hombre no acierta o jamás llega a comprender. Es algo atávico con una muy potente imaginería.” Las brujas de la mitología clásica griega y romana fueron hechiceras, adivinas o curanderas con un poder similar al de los dioses, muy alejadas de la visión perversa que difundió la férrea ortodoxia religiosa a partir del medievo.
“El fenómeno histórico de la brujería —prosigue El Torres— surge como respuesta al omnímodo poder político religioso de aquella época. Ya sea como respuesta de hombres y mujeres que buscasen una vía de escape, o como excusa de ese poder para liquidar a elementos peligrosos o hacer propaganda.” En su estudio Brujas, sapos y aquelarres (Valdemar, 2014), la escritora Pilar Pedraza ataca con argumentos similares —aunque con una virulencia mayor— el Malleus Malleficarum o Martillo de las Brujas (Heinrich Kramen, Jakob Sprenger, 1478), el manual inquisitorial por antonomasia que configuró la percepción de la bruja como ser maligno.
La mala imagen de la bruja emana del miedo a la mujer que “la misoginia idiota” y “la represión sexual”, escribe Pedraza, trasladaron al imaginario colectivo. La bruja es una mujer pecadora, una amante del diablo, alguien que trastoca la convivencia, infringe los límites y perjudica a sus congéneres. El cine ha enseñado distintos tipos de brujas. Su óptica ha dependido de los sucesivos avances en los derechos de la mujer con respecto al hombre.
Durante las décadas de los 30 y los 40, la bruja del cine fue una hechicera doméstica que terminaba rediminiéndose mediante el matrimonio. Solo Disney, en Blancanieves y los siete enanitos (1937), se atrevió a romper el tabú y presentar a una hechicera deforme y vieja, al hilo de la estampa forjada por William Shakespeare en Macbeth. En las postrimerías de la década de los 50, y durante los 60, que son los años de la liberación de la mujer, su imagen cambia, se independiza de la autoridad del hombre/marido, adquiere consistencia y se permite tener su propia aura de malignidad. La máscara del demonio (1960), de Mario Bava, marca el punto de inflexión: Barbara Steele, su bruja, es sensual (vampírica) y a la vez grotesca, amorfa, monstruosa.Conforme ha ido liberándose de inhibiciones, el cine ha configurado una bruja más rica en matices, a caballo entre la hechicería natural y la demoníaca. El siglo XXI ha asentado la perspectiva más perversa del personaje. La bruja de Eggers es hija de su tiempo. Y también de su literatura.
No es casualidad que Nueva Inglaterra sea el lugar de procedencia de los tres maestros del cuento de terror estadounidense: Edgar Allan Poe (Eggers adaptó El corazón delator como cortometraje), H. P. Lovecraft y Stephen King. Los tres crecieron entre leyendas y misterios. Eggers saca pecho de estos antecedentes en La bruja, reividicación de una cultura de lo siniestro en la que los árboles observan la intrusión humana con airado desdén, conscientes de nuestra insignificancia.
Escrita y dirigida por Robert Eggers
En cartelera