El apocalipsis en primera persona
Se estrena Calle Cloverfield 10, que se suma a la tradición de filmar el terror subjetivo
Con premisas similares y espíritu hermano, en 2007 se estrenó sin apenas publicidad Monstruoso (Cloverfield). Unos archivos secretos del FBI revelaban el metraje encontrado de un videoaficionado que nos hace vivir la experiencia de la destrucción apocalíptica de Nueva York por un monstruo gigantesco, al tiempo que narra un relato sobre la heroicidad. El director Matt Reeves y el productor J. J. Abrams articulaban un artefacto que hacía confluir con absoluta naturalidad el cine de catástrofes, la invasión extraterrestre, el home-movie y el relato de amor épico. Como su predecesora, Calle Cloverfield 10 se ha realizado bajo las mismas capas de misterio —en absoluto secretismo y sin que su producción trascendiera públicamente—, mientras el productor Abrams y el director Dan Trachtenberg hurtaban detalles hasta a los propios actores: John Goodman, Mary Elizabeth Winstead y John Gallagher Jr. “Lo que más me gusta en el mundo es una película B que se hace como si fuera una película A”, ha declarado Abrams.
Es precisamente ese espíritu el que sobrevuela por todas las propuestas de “terror cinematográfico” que siguieron la estela de Monstruoso (Cloverfield). De hecho, el padre de la poética zombi moderna, George Romero (director de la seminal La noche de las muertos vivientes, 1968), a sus 66 años y sin nada que demostrar después de cinco décadas rodando subproductos de terror convertidos en piezas de culto, decidió darle una nueva forma a su propia mitología de los muertos vivientes para filtrarla por la mirada subjetiva. Con El diario de los muertos (2007), Romero se planteó filmar de nuevo los clichés de un género que prácticamente había inventado él, preguntándose cómo es posible ofrecer una variación de ese discurso empleando la prosa del cine
directo y el vídeo digital. El filme resultante es la reelaboración y reedición de una catástrofe planetaria vivida en directo (los zombis toman el planeta y siembran el caos y el terror) a partir sobre todo de los materiales grabados en vídeo por un equipo de estudiantes de cine que decide rodar en el bosque una película de horror de pequeño presupuesto y se encuentran con que la realidad sobrepasa los propios terrores que están poniendo en escena.
En la estela de ‘Monstruoso’
En España, Jaume Balagueró y Paco Plaza recogieron el testigo con la excepcional [REC] (2007), una de las propuestas más curiosas y renovadoras del último cine español, cuyo éxito creativo y comercial la convirtieron en el origen de una saga. El cuento de horror en una comunidad de vecinos infestada lo filmaban los cineastas españoles como si fuera un reportaje televisivo que se transforma ineludiblemente en un reality show. Hay que ver en la voluntad de antipuesta en escena de estas películas los legados propios de la televisión. Cuando la tele descubre el principio de realidad, hace telerrealidad. Es muy explícito en el caso de [REC], pero también visible en el resto de los ejemplos. La telerrealidad ha permitido que el público mayoritario se familiarice con una ficción que asume y adopta plenamente los códigos, la gramática y la estética del cine directo de no ficción.
La guerra, otra suerte de terror, también se apropió de estos mecanismos en Redacted (2007), en la que Brian de Palma jugaba con un batiburrillio de imágenes innobles —hipotéticas grabaciones de soldados, de cámaras de seguridad, de iChat y de blogs— para reconstruir la masacre de una familia iraquí por parte de unos marines estadounidenses.
Directores debutantes trataron de repetir la fórmula Cloverfield adaptándola a la mitología de los superpoderes —Chronicle (2012, Josh Trank)— o al cine de catástrofes naturales —En el ojo de la tormenta (2014, Steven Quale)—, con resultados desiguales. Las “nuevas” formas expresivas concebidas para huir del anquilosamiento de los géneros pronto se convirtieron en un nuevo cliché —como le ocurrió a la estética digital video del movimiento Dogma95, con la que tan relacionado está el “experimento” de la bruja Blair—, y el empleo de la narración subjetiva se resiente de las mismas ideas.
Los terrores que alimentan estas películas navegan entre el diario íntimo y la crónica
En todo caso, emanan todas ellas como una reflexión en torno a la capacidad de la imagen para enfrentarse al horror y a lo fantástico en un contexto de cotidianidad. Y en esa búsqueda participan de los legados propios del direct cinema de los años 60, es decir, el documental observacional, de cámara al hombro, montaje discontinuo y un aspecto de cierta crudeza visual. Cloverfield y [REC] no son exactamente falsos documentales ni docudramas, sino que se colocan en el territorio de lo que los franceses de la literatura definieron como la feintise (traducible como lo fingido), que consiste en el ejercicio de apropiación de determinados sistemas de escritura para otorgar una dimensión de realidad a un documento fantástico.
Prolongación de los miedos
El zombi y las criaturas extraordinarias adquieren otra presencia, más física y cotidiana, en la imagen. La cámara se transforma en un artefacto histérico, que tiembla y duda y se aterroriza, incluso gira la vista, tal y como reacciona el cuerpo del cameraman —que acaba coincidiendo con el del protagonista de la ficción— frente a lo que está experimentando. La cámara es la prolongación de su inquietud perceptiva y de su nerviosismo corporal, y en extensión, es también la prolongación de los miedos y reacciones del espectador, que quiere ver y no ver. Estos movimientos de la imagen no dejan observar las cosas concretas, sino que en muchos momentos lo único que se ve son abstracciones puras. A veces la cámara se deposita en el suelo o encima de una mesa y sigue filmando la acción con un encuadre extraño. Sus procedimientos formales acercan estas películas a una factura propia del cine experimental, pero realizado bajo las estructuras de producción del cine comercial, incluso del blockbuster.
Una de las protagonistas de El diario de los muertos dice en un momento dado que “preferimos mirar a actuar”. Es el principio que rige todas estas películas. Los terrores que alimentan navegan entre el diario íntimo y la crónica: la imagen no es solo una ventana al mundo, sino también al “comportamiento” de la propia cámara, que tiene un punto de vista ni totalmente contemplativo ni totalmente participativo. En su estrategia de inmersión —que se puede relacionar con los vanguardistas de la película-diario, como Jonas Mekas o Ross McElwee— parece determinante la equivalencia del punto de vista entre los personajes y el espectador. La empatía óptica es automática, aunque no necesariamente la emocional. De este modo, como primer efecto, la estrategia permite establecer una relación del espectador con el mundo fantástico sin intermediarios ni filtros aparentes. Junto a la estética home-movie conviven las imágenes generadas por ordenador para la creación de efectos especiales y trucajes visuales. La dificultad por la que atraviesan todas estas películas es la búsqueda del equilibrio exacto, si es que es posible, entre el naturalismo del envoltorio y el exceso de la parafernalia iconográfica.
Para André Bazin, las películas más bellas eran las que no existen, las que se han perdido al mismo tiempo que se extinguía la aventura que querían contar, que querían documentar. Hoy el problema, sin embargo, parece ser el contrario. Todas esas películas existen. Siempre hay una cámara a mano para filmar las manifestaciones de lo extraordinario en un contexto ordinario.
En la era de YouTube y de Periscope todo es visible, incluso en directo. Se impone una circunstancia de vigilancia y control global que se da por primera vez en la historia de la humanidad. Solo un dato para dar fe de esa imposibilidad: en 2015 el número de dispositivos móviles —y por tanto de cámaras de vídeo— superó el total de la población mundial, según un informe de Mobility de Ericsson, y llegarán a los 7.600 millones en tres años. El cine de género comercial echa mano de estos documentos videográficos como testigos que sobreviven al apocalipsis, y que generalmente se materializan en el fin del propio individuo. El filmador registra su propia desaparición, bien fuera de plano o de forma explícita. Pero ese pesimismo, que pertenece a los años inmediatamente posteriores al 11-S, parece haberse atenuado a la luz de recientes producciones.
No abandones al protagonista
Como ocurrió con la saga de Jaume Balagueró y Paco Plaza, que en [REC 3]: Génesis abandonaban pronto la prosa urgente de un vídeo de boda para regresar a la puesta en escena convencional, en Calle Cloverfield 10 el formato también toma un aspecto más clásico, sin el dispositivo videográfico ni la mirada de un videoaficionado como ventana al relato, si bien sigue siendo una historia contada prácticamente en primera persona. Todos los planos de la película se centran en Michelle (Winstead), que tras sufrir un accidente de coche al principcio de la película se despierta encerrada en un búnker con otros dos hombres, quienes aseguran que el exterior se ha visto afectado por un ataque químico. Es lo que Paul Schrader llamó un “filme monocular”, un relato que nunca abandona a su protagonista para que nos identifiquemos plenamente con él. Lo que conecta por tanto esta “saga espiritual” con el primer Cloverfield no son los personajes ni la trama, tampoco la estricta mirada subjetiva, sino el espíritu y la pretensión, es decir, el deseo de reinventar los elementos del cine de género —en este caso el terror y la ciencia ficción— para llevarlos al espectador contemporáneo.
En la era de YouTube y de Periscope todo es visible y se impone una circunstancia de vigilancia y control
Si Cloverfield acontecía en las calles, el metro, los puentes y rascacielos de un Manhattan en ruinas, Calle Cloverfield 10 se encierra en una casa rural en Louisiana, donde en una improbable combinación entre El coleccionista (William Wyler, 1965), Señales (M. Night Shyamalan, 2002) y La guerra de los mundos (Steven Spielberg, 2005) transcurre un relato que se guarda muchos ases en la manga, casi nunca previsible y siempre sorprendente. Lo más estimulante del guion consiste en descifrar las respuestas a las preguntas que arroja. Si bien el trío de guionistas —incluyendo al oscarizado por Whiplash Damien Chazelle— juegan con la angustia del espectador transformando continuamente el tipo de interrogantes que hay que hacerse. Debido a la limitación de espacios en los que transcurre el filme, la escala de producción se intuye incluso más pequeña que la de Cloverfield, con la que la historia empieza a tender puentes apenas en el último tercio de la película. El escenario posapocalíptico, que actúa como territorio común, es lo que ha llevado a Abrams a referirise a Calle Cloverfield 10 como un “pariente sanguíneo” de su predecesora.
Lo cierto es que la inclusión de la palabra Cloverfield en el título es más un reclamo publicitario que otra cosa, pero la película se defiende por sí sola sin necesidad de establecer conexiones reales con el culto generado por su supuesto pariente fílmico. El componente psicológico, la tensión argumental, es uno de los factores diferenciales más obvios, pero en todo caso esta segunda parte abre una de esas cajas de sorpresas que tanto entusiasman a Abrams. Se adivinan más y más entregas por llegar. Como parte de un escenario mayor, en todo caso, el título no hace sino destripar el gran misterio sobre el que se construye la película: ¿qué hay realmente ahí afuera, más allá del búnker? Al fin y al cabo Calle Cloverfield 10 retoma el sentimiento paranoico de la nación estadounidense para invitar a pensar si el verdadero terror no está realmente dentro, muy cerca, conviviendo con nosotros. En primera persona.
Dirigida por Dan Trachtenberg
Con John Goodman, Mary
Elizabeth Winstead
y John Gallagher Jr.
Estreno el 18 de marzo