Julian Barnes. Retrato del artista occidental
El ruido del tiempo es una reflexión sobre la psicología del creador con Shostakóvich como pretexto
Dudo mucho que el objetivo de Barnes haya sido recrear fielmente la vida del músico, más bien parece que Shostakóvich es la excusa escogida para reflexionar con una exigencia realmente elevada sobre algunos aspectos de la psicología del artista: sus ambiciones, sus distracciones, sus prejuicios, la tensión entre soledad y sociabilidad, sus expectativas familiares, algunas notas de infantilismo y, ante todo, el espacio que ocupa (para combatirlo o para firmar acuerdos tolerables con él) la cobardía: el temor a ser rechazado por cualquiera de los dos los tribunales (para complicar las cosas, qué pocas veces superpuestos) ante los que debe comparecer, el de la sociedad que le alimenta y el de la porción de posteridad a la que aspira.
Shostakóvich se desdibuja como personalidad histórica para ser emblema del artista presionado
A ningún lector de Barnes puede escapársele que El ruido del tiempo no alcanza la originalidad ni la maestría de sus dos novelas anteriores, pero estar a esa altura supondría haber escrito tres obras maestras seguidas. Sería del todo injusto (casi infantil) pedirle a Barnes que siempre se impusiese a sus logros pasados —ya es casi inverosímil haber escrito Niveles de vida (Anagrama, 2014) después de El sentido de un final (Anagrama, 2012)—. De competir con alguien lo haría con sus colegas, y pocas novelas del curso van a ofrecerle al lector tanta sabiduría y buenas dosis de prosa exquisitamente modulada como El ruido del tiempo.
El envoltorio soviético
Estructurada en tres movimientos (que reflejan tres grados de presión distinta que el régimen soviético aplicó sobre el artista y que decrecen desde la supresión física a la intimidación mediante el halago) y articulada con un ensamblaje de breves párrafos, cumple debidamente con su tarea de ofrecer visiones variadas de las contiendas entre las ambiciones del artista, su deseo de que le dejen en paz y su ansia (por momentos noble y por momento algo miserable) de aplausos.
Precisa, siempre inteligente y sugestiva, quizás se pueda encontrar un reproche general a la novela después de advertir que sus mejores páginas, muy especialmente las últimas (una fina secuencia de pensamientos inesperados y breves sobre el paso del tiempo, la memoria, el poder, la ciega mediocridad de los funcionarios o la conciencia), aparezcan y brillen justo cuando la narración se separa de las condiciones históricas y cuando Shostakóvich se desdibuja como personalidad histórica para afianzarse como una suerte de emblema un tanto amoral de cualquier otro artista presionado por los cálculos de la actividad política y la agresividad de la historia. Entonces el lector se da cuenta de que el envoltorio soviético (nada aparatoso, por otra parte, y que no dificulta el progreso de una novela pensada para leerse en dos sentadas) quizás no haya sido un impedimento para la novela, pero sí que ha impedido que prosperara un libro más complejo.
Distanciados de la realidad
Terry Eagleton ha acusado a la generación de Amis, Barnes, Ishiguro y McEwan de irse distanciando de su realidad (la Inglaterra cuyo tejido social quedó debilitado por la presión del thatcherismo) a medida que envejecían para “extraviarse” en refugios de género, pastiches o críticas a regímenes ya sin cuerpo, de sombra. Y aunque en parte es una acusación injusta a la vista de los logros alcanzados (y el reciente regreso de Amis a cuestiones “candentes” de la realidad británica, como desearía Eagleton, no invita precisamente al optimismo) también hay algo de cierto. De alguna manera El ruido del tiempo es más intensa cuando las condiciones del músico son menos extremas, cuando un desafío a la “poética” del partido ya no supone la muerte o un destierro casi ártico. O si se prefiere: cuando la espectacularidad periodística del tema (el gran compositor enfrentado al gélido imperio soviético) se relaja y se permite aplicar algunas de las cosas que aquí se exponen a la realidad.
La novela más reciente de Barnes es más intensa cuando las condiciones del músico son menos extremas
En otras palabras: ¿cuánto del miedo de los artistas soviéticos a ser rechazados por la “poética” del partido no puede trasladarse al miedo del artista occidental a quedar fuera de las “poéticas” del entretenimiento? ¿No equivale ser rechazado por el mercado a una suerte de exilio siberiano? ¿No encontramos una cobardía similar en el artista que aplaza su proyecto para escribir una novela negra o un relato juvenil que en el músico que se apresura a entregar al partido dos o tres obras de inequívoca fidelidad a sus líderes para calmarles el apetito? ¿No deja la exposición mediática un regusto parecido a las pantomimas que convoca e invita el partido? Estas son algunas de las inquietantes preguntas que Barnes sugiere y no formula o que el texto formula sin necesidad de que su autor las sugiera. Una lectura “torcida” que nos recuerda que una novela vale tanto por lo que explícitamente propone como por lo que de manera más o menos voluntaria, aunque elíptica, sugiere.
Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama,
Barcelona, 2016,
208 págs.