Julia Margaret Cameron. La prehistoria de la fotografía
La muestra dedicada a una de las pioneras de la fotografía, a la que llegó de una manera azarosa cuando aún era un arte primitivo, se expone en Madrid hasta el 15 de mayo
Según cuenta en su único texto autobiográfico, Annals of My Glass House [Anales de mi estudio], todo comenzó a finales de 1863, cuando su hija y su yerno le regalaron una cámara para Navidad. “Tal vez le entretenga, madre, hacer fotografías mientras está sola en Freshwater”, dijeron. Ella y su marido residían por entonces cerca de la bahía que lleva ese nombre, en la isla de Wight, y con su esposo de viaje Julia tenía casi por primera vez tiempo libre. El regalo, sin embargo, fue un fracaso como mero entretenimiento. A los 48 años Cameron descubrió su vocación. “Mis aspiraciones —escribió enseguida— son ennoblecer la fotografía y darle el carácter y los usos del Gran Arte.” Pocas frases condensan mejor su distintivo tono de intrepidez victoriana.
“Mis aspiraciones son ennoblecer la fotografía y darle el carácter y los usos del Gran Arte”, escribió
Cameron había nacido en Calcuta en 1815, la cuarta de seis hermanas conocidas por su encanto y excentricidad. Su padre, James Pattle, formaba parte de la administración británica de Bengala, y en ese sentido las niñas eran típicas hijas del imperio. Atípicamente, su madre provenía de la pequeña aristocracia francesa, por lo que pasaron largas estancias en Versalles, al cuidado de una abuela que había sido dama de compañía de María Antonieta. Julia volvió a instalarse en Calcuta en 1834, aunque no se quedó mucho tiempo. En 1836 fue a Ciudad del Cabo a curarse de una bronquitis que agravaba la humedad de la India. Frecuentó al que fue su mentor en materia fotográfica, el astrónomo John Herschel (a él debemos la palabra fotografía, del griego “escritura con luz”); y conoció a su futuro marido, el jurista Charles Hay Cameron.
Tras casarse en 1838, vivieron un decenio en Calcuta, trabajando y criando una familia, para luego regresar a Inglaterra, donde trajinaron por cuatro casas distintas cerca de Londres hasta encontrar descanso, por así decirlo, en Freshwater. Cameron vaticinó que cambiaría la historia del arte a pocos meses de tomar su primera fotografía y dos años después exponía en el South Kensington Museum de Londres (hoy Victoria & Albert Museum), y buscaba galerías para sus obras en París, Berlín y Viena. Incansable al solicitar modelos entre la intelectualidad británica, no lo era menos al arremangarse y lidiar con placas, químicos y albumen. En una época en que el equipamiento era difícil de manejar y los intentos a menudo fallaban, imprimió más de 1.200 fotografías en 11 años.
Entre tanto, la residencia de Freshwater se convirtió en un estudio que muchos consideraban una casa de locos. La flamante fotógrafa transformó el cobertizo para el carbón en un cuarto oscuro y utilizó como modelos a sus familiares, a cualquier desprevenido que pasara por la zona y a las cinco criadas, que pronto se vieron adoptando poses de vírgenes o componiendo escenas shakespearianas con las cabezas cubiertas de paños o coronas de flores. Una de ellas, Mary Prinsep, se granjeó el apodo de Mary Madona. “La criada se quedaba posando para un retrato, y la visita tenía que salir a abrir la puerta”, escribió Virginia Woolf, con su típica malicia, aunque al parecer sin pararse a pensar que la sufrida criada no tenía alternativa (y que además debía cargar con los trastos y sacar del pozo la abundante agua que necesitaban los revelados).
El nombre de Woolf se ha vuelto casi indisociable de las apreciaciones históricas de Cameron. La novelista era hija de Julia Jackson, la sobrina y modelo predilecta de la fotógrafa, y ha dejado sobre su “indomable” tía abuela una semblanza espléndida, llena de leyendas de familia a las que pocos biógrafos tradicionales tendrían acceso. Con Woolf comienza además la canonización moderna de Cameron: en 1926, la editorial que regentaba con su marido, The Hogarth Press, publicó una selección de fotografías de Cameron precedidas por su esbozo biográfico y un estudio a cargo de Roger Fry, el crítico más influyente de su generación. Como argumenta Victoria Olsen, la biógrafa de Cameron, ese primer rescate ha marcado casi toda la interpretación posterior. Según Fry, el legado de la fotógrafa eran los retratos; mejor era olvidar, en cambio, la sensiblería victoriana que expresaban las estampas del rey Arturo, las escenas mitológicas o los niños con alas de angelitos.
A más de 100 años de distancia quizá convenga reconsiderar la importancia que tenían todos los temas para la fotógrafa. La exposición que ahora presenta la Fundación Mapfre —organizada el año pasado en el Victoria & Albert Museum, por el bicentenario del nacimiento de Cameron— ofrece una oportunidad inmejorable de hacerlo. Con una excelente conservaduría de Marta Weiss, que también ha escrito cuatro detallados ensayos para el catálogo, selecciona 100 fotografías con un ligero sesgo revisionista. Sin relegar a un segundo plano los retratos individuales, Weiss hace sitio a las imágenes grupales y a las figuras infantiles. Y no faltan las sorpresas. La sucesión de madonas alerta sobre la sensibilidad cristiana de Cameron, que no parece haber estado reñida con su propensión a retratar personajes de la tradición pagana, como la poeta Safo.
Hacer de la necesidad virtud
La imaginación iconográfica de Cameron era pluralista y poligenérica. Casi lo primero que se nota es el diálogo con la pintura, en una tradición narrativa que se remonta al Renacimiento y llega a los prerrafaelitas. Las imágenes capturan un momento de una historia, sea el ahogamiento de Ofelia o la muerte del rey Arturo, lo que las emparenta también con otro típico entretenimiento victoriano: el teatro amateur. Weiss ha incluido varios de los tableaux vivants con los que Cameron ilustró el poema de Alfred Tennyson “Idylls of the Kings”. Pensando en imágenes similares, Fry escribió: “Hay algo conmovedor y heroico en la ingenua confianza de esta gente. No tienen conciencia del ridículo al que se exponen al ser tan determinados, tan serios y tan valientemente provincianos”. Pero ¿lo eran? Según otro testimonio, las fotografías siempre corrían el riesgo de arruinarse por la risa incontenible de Charles Hay, llamado para interpretar el papel de Merlín o Lear por su barba y su cabello blancos.
La seriedad que vemos hoy es en parte un efecto de la técnica de ayer. Los tiempos de exposición eran largos (unos siete minutos) y los modelos debían estarse muy quietos. Cualquier sonrisa se habría helado en un rictus, ni siquiera era fácil fijar la cabeza. La fotografía que Cameron llamó “mi primer logro”, el retrato de una niña de la zona, está algo borrosa. Pero Cameron acabó haciendo de la necesidad virtud. Según su contemporáneo Coventry Patmore —citado por Weiss—, ella fue “la primera persona que tuvo la inteligencia de ver que sus errores eran sus éxitos, y a partir de ahí hacer sus retratos sistemáticamente desenfocados”.
El primer plano, la iluminación fuerte y el uso del claroscuro acabaron siendo rasgos de estilo
Cameron admitió en Annals que “los primeros logros de mis fotos fuera de foco ocurrieron por azar”, pero añadió un matiz importante: “cuando enfocaba y encontraba algo que, a mis ojos, era muy hermoso, me detenía allí en vez de ajustar la lente hasta obtener el foco más definido en el que insisten todos los demás fotógrafos”. En cualquier caso, hay fotos más logradamente desenfocadas que otras. En Mapfre se pueden comparar retratos de la misma persona de los que uno es claramente superior: la famosa foto de 1865 de Tennyson envuelto en una capa oscura, a la que el poeta bautizó como El monje sucio, tiene una presencia más fuerte que otra de 1864, en la que se lo ve en primerísimo plano, con la cara borrosa y, de manera incongruente, la ropa en perfecto foco. O compárense dos fotos de la criada Mary Hillier en el papel de Safo: en una, su cara ovalada se difumina contra un fondo de plantas genéricas; en la otra, el perfil se recorta iluminado contra un fondo negro, lo que resalta el enigma de su belleza.
El primer plano, la iluminación fuerte y el uso del claroscuro acabaron siendo rasgos de estilo. Por desgracia, en Mapfre no puede verse el fabuloso retrato del historiador Thomas Carlyle, cuyas facciones emergen de la oscuridad con la mirada severa, el pelo cano brillante y un lado de la cara en sombras, perfecto para un escritor dado a los contrastes. Hay un gran retrato de Herschel y otro de Darwin con la calva perfectamente iluminada y una impresionante barba de profeta. Cameron tenía las ideas muy claras en cuanto a los retratos de esas eminencias: “Cuando he tenido a tales hombres delante de mi cámara mi alma entera se esforzaba por hacerles justicia capturando fielmente la grandeza del interior así como los rasgos del hombre exterior”.
Es significativo lo que Cameron escribe a continuación: “La fotografía tomada de ese modo era casi la encarnación de una plegaria”. Virginia Woolf señalaba que su tía abuela sentía “gran aprecio —casi se diría devoción— por la belleza”. A menudo, su cámara parece rendir culto a aquello que se enfoca. Y nunca tanto como en las fotografías de la madre de Woolf, a la que Cameron llegó a retratar en 50 ocasiones, desde la época en que Julia Jackson era una adolescente de rasgos redondeados hasta sus duros años de viudez, después de convertirse en Julia Duckworth. En Mapfre pueden verse tres de esas imágenes. Una de ellas, en la que la modelo aparece de frente, iluminada de lado, recuerda el claroscuro de Carlyle; la otra, con la cabeza vuelta de perfil, es aún más impresionante, dada la luz dividida por el tenso tendón del cuello. Aunque Jackson por entonces tenía 17 años, en esa pose aparenta muchos más. El retrato no solo captura el interior de una mujer que sería famosa por su tesón, se diría que captura su porvenir.
El futuro de Cameron le deparaba una última aventura. En 1875, en parte por aprietos económicos y en parte por nostalgia, el matrimonio decidió retirarse a vivir sus últimos años en Ceilán, donde tenían dos plantaciones de café. La semblanza de Woolf presenta esa época como una suerte de estampa orientalista, con “un hermoso ciervo manso” y “pájaros que entraban y salían revoloteando por la puerta abierta”. Exagerando en el sentido contrario, Cameron le escribió a un amigo: “Imagínanos en una choza con muros de barro”. Pero era obvio que la situación le gustaba, y el presunto barro no le impidió tomar unas cuantas fotografías de la población local. Un último testimonio, de la pintora Marianne North, la muestra tan encariñada con uno de sus modelos tamiles que lo contrató “como jardinero, pese a que no tenía jardín, y el muchacho ni siquiera conocía el significado de la palabra”. ¿Y qué más daba? Cameron no era de las que tienen los pies en la tierra, pero sabía imaginar un edén.
Comisariada por Marta Weiss
Fundación Mapfre,
Madrid
Hasta el 15 de mayo de 2016