El 13 de octubre en Kiryat Ata, un barrio de Haifa, el puerto del norte de Israel, un judío apuñaló a un árabe. Ojo por ojo. O al menos creía que se trataba de un árabe. En realidad la víctima, un joven de 23 años, era judía. En Israel nada se parece tanto a un árabe como un judío, y viceversa. Pero diente por diente: en la atmósfera que se ha adueñado del país se ha abierto, literalmente, una “caza de árabes” en respuesta a las repetidas agresiones con arma blanca perpetradas por palestinos de Jerusalén y de otros lugares de Cisjordania contra los colonos israelíes en los territorios palestinos ocupados.
En la opinión pública judía la venganza está al orden del día, alimentada cotidianamente por determinados medios y por las propuestas de políticos que incitan a sus ciudadanos a “tomar las riendas”. El propio ministro de Defensa,
Moshé Yaalon, llamó a los judíos poseedores de un arma a salir de sus casas con ella. En esas circunstancias, era casi inevitable que se produjera un error como el de Kiryat Ata. Por cierto, era la segunda vez en cuatro días que un judío apuñalaba a otro por equivocación en Israel.
¿Es necesario que el conflicto entre Israel y Palestina llegue al fondo del callejón sin salida para que los jóvenes palestinos alcancen este grado de “terrorismo” sin ningún otro objetivo político identificable que el de hacer daño a los israelíes, y actúen sabiendo que habrá muy pocas posibilidades de salir vivos? Golpear por golpear, solo para recordarles a los de enfrente que existen y que la vida que llevan es intolerable.
El ministro israelí de Educación pide que a cada ataque palestino le siga la creación de una nueva colonia
Los servicios de seguridad israelíes están de acuerdo en eso: la ola de ataques con cuchillo, cúter o incluso con destornillador cometidos por palestinos no está coordinada. Es el resultado de una indignación general fuertemente alimentada por un sentimiento de impotencia. “Los jóvenes palestinos no van a asesinar a judíos por ser judíos, sino porque somos los ocupantes, los torturadores, los carceleros, los ladrones de su tierra y de su agua, los que los expulsan, los demoledores de sus casas, los que oscurecen su horizonte”, escribió el 7 de octubre
Amira Hass, corresponsal del periódico israelí
Haaretz en los territorios ocupados. La inmensa mayoría de los israelíes no puede oír esto. Tienen que ser sordos y ciegos a los motivos que generan los crímenes gratuitos de los palestinos para así seguir imaginando que la única respuesta posible consiste en la imposición de su fuerza hasta que los palestinos “comprendan” y renuncien a toda reivindicación de vivir una vida decente y libre.
Después de la muerte de los Acuerdos de Oslo, certificada por el fracaso de la conferencia de paz entre palestinos, israelíes y estadounidenses en Camp David en julio de 2000 —que llevó al estallido de la segunda Intifada—, la sociedad y la clase política israelíes han experimentado una fuerte derechización, pero sobre todo una evolución de las mentalidades hacia una concepción colonial asumida en la relación con los palestinos. Un colonialismo alimentado por la progresión constante en Israel de una corriente ultranacionalista, a veces acompañada de fuertes cimientos místicos. Esa corriente está en el origen de los enfrentamientos actuales. Estos, en un primer momento, se circunscribieron a los alrededores de la mezquita Al Aqsa, tercer lugar santo del islam que se sitúa sobre la explanada que domina el Muro de las Lamentaciones, vestigio del segundo Templo de Jerusalén.
Desde siempre el Waqf, un organismo jordano, ha gestionado la explanada y la mezquita. A partir de la conquista de la parte oriental (árabe) de la ciudad en junio de 1967, apareció el problema del reparto del control de los lugares santos. El célebre general tuerto Moshé Dayán, ministro de Defensa en la época, había contestado a los que en Israel exigían que se hicieran completamente con el control: “Pero ¿quién necesita un Vaticano judío?”. Era una manera de decir que entre judíos y árabes, en esta tierra, el conflicto tiene un carácter nacional. Una forma de velar por no transformarlo en un conflicto entre judaísmo e islam.
Israel está hoy lejos de esta actitud. Para la corriente místico-nacionalista judía, la ambición es reconquistar la totalidad del lugar. Entre las organizaciones de extrema derecha activas en la “rejudeización de Israel” (cuyo corolario sería la evacuación del pueblo árabe) está el
Instituto del Templo, que propone abiertamente la destrucción de la explanada y de los monumentos musulmanes históricos que arbitra (la mezquita Al Aqsa y la Cúpula de la Roca) para erigir inmediatamente el Tercer Templo. Otros grupos como
Elad, muy activo en lo arqueológico en ese lugar y que disfruta de una gran proyección gubernamental, no esconden que persiguen el mismo objetivo. Desde hace años esos grupos han empujado a sus partidarios, cada vez más numerosos, a acudir a la Explanada de las Mezquitas para afirmar el derecho de los judíos a rezar allí.
El objetivo de la extrema derecha es la rejudeización del país y la evacuación del pueblo árabe
Este año el número de judíos llegados a la explanada en el momento de las fiestas de otoño (el Año Nuevo y el Gran Patrón) ha sido más numeroso que nunca, suscitando en los palestinos los peores temores de abolición del
statu quo. Los jóvenes reaccionaron tirando piedras a los israelíes. Intervinieron la Policía y el Ejército y entraron hasta el interior de la mezquita. La juventud palestina comenzó a movilizarse. El 2 de octubre dos colonos israelíes fueron asesinados. La provocación de la extrema derecha religiosa había alcanzado su objetivo. Desde entonces, los ataques con arma blanca son casi cotidianos. Y las reacciones israelíes son las que esperan el bando de los colonos y los “reconstructores del Templo”: el Gobierno y también la oposición laborista en Israel han insistido en que hay que actuar con mano de hierro contra los palestinos.
Ataques con cuchillos
Hasta el 14 de octubre, en dos semanas se contaron una veintena de ataques con arma blanca por parte de palestinos, que acabaron con ocho muertos israelíes. Casi en cada ocasión, los asaltantes fueron abatidos por las fuerzas del orden. Y el número de víctimas palestinas ligadas a estas agresiones o durante las manifestaciones superaba las 40 personas. Pero los ataques con arma blanca no habían disminuido. Ese mismo día el Gobierno decidió cerrar Jerusalén Este, la parte palestina de la ciudad santa anexionada unilateralmente por Israel. Antes, el Gobierno había decidido reactivar la política de destrucción de las casas de los “terroristas”, un método en uso desde 1967 que deja, cada vez que se practica, a familias enteras en la calle.
El ministro de Educación,
Naftali Bennett, un ultranacionalista religioso del partido La Casa Judía, ha pedido que a cada ataque de un palestino le siga la creación de una nueva colonia. Y la mayoría del país se hunde en la retórica de la venganza. En casi todas las ocasiones los agresores de los israelíes han sido controlados y desarmados por la Policía o el Ejército, y en muchas de ellas la multitud que había alrededor ha animado a los soldados y policías a “matar al terrorista”, cosa que hicieron para después ser aclamados como “héroes de la nación”.
En la edición del 13 de octubre de
Le Monde, el historiador israelí
Zeev Sternhell se lamentaba: “Mientras la sociedad judía no reconozca la igualdad de derechos del otro pueblo residente en la tierra de Israel, continuará ensombreciendo una realidad abiertamente colonial y segregacionista como la que ya existe en los territorios ocupados”. En una entrevista radiofónica en el canal del Ejército realizada ese mismo día, Benjamin Netanyahu se vanaglorió de haber aumentado el número de colonos israelíes en los territorios palestinos en más de 120.000 desde su regreso al poder en 2009, “más que ningún otro primer ministro” israelí.