21/11/2024
Internacional

Irán y Arabia Saudí: la pantomima sectaria

El repunte actual del enfrentamiento entre chiíes y suníes disfraza la creciente debilidad del régimen saudita

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Irán y Arabia Saudí: la pantomima sectaria
Manifestantes bareiníes sostienen pancartas con el retrato del clérigo chií Nimr al Nimr (ejecutado por las autoridades saudíes)MOHAMMED AL-SHAIKH / AFP / Getty

A finales de agosto de 2015, días antes de que el Congreso estadounidense ratificara el histórico acuerdo nuclear con Irán, la prensa oficial saudí difundió una noticia que sonaba extraña. Tras casi 20 años de persecución, y pese a que su paradero era conocido, los servicios secretos saudíes habían logrado capturar a Ahmed Ibrahim al Mughassil, un activista chií acusado de planear el atentado que el 25 de junio de 1996 segó la vida de 19 soldados estadounidenses en la base militar de Al Khobar, situada en el este de Arabia Saudí. De acuerdo con su relato, agentes del reino atraparon a Al Mughassil en el sur de Beirut, una zona que está bajo estricto control del grupo chiita libanés Hezbolá. Casi desapercibida en la prensa europea, la noticia de la captura portaba una velada intención: facilitar la influencia en los legisladores estadounidenses. Buscado igualmente por la CIA, los lobistas de Riad aprovecharon la publicación para deslizar en los pasillos de Washington que el opositor chii- ta-saudí era la pieza que demostraba la implicación del líder supremo de Irán, Alí Jamenei, en un atentado perpetrado contra los intereses estadounidenses en la provincia chií donde se concentra la riqueza petrolera de la autocracia wahabí.

La estratagema no dio resultado. Días después el Congreso certificaba un pacto que finiquitaba el aislamiento de Irán y permitía a la dictadura de los ayatolá retornar al concierto de las naciones. En los albos palacios de Riad y La Meca la palabra más repetida era traición. Acuciada por el abrupto descenso de los precios del petróleo —que al contrario que en ocasiones precedentes no es eventual, sino que responde al imparable cambio en la política energética mundial—, zarandeada por las primaveras árabes —que ha contribuido a hacer fracasar tanto en su propio territorio como en los estados vecinos, en particular Baréin, Siria, Egipto y Libia— y retada en el liderazgo mundial del Islam suní por uno de sus hijos bastardos, la organización yihadista Estado Islámico, la satrapía wahabí ha decidido destapar el comodín del impostado enfrentamiento sectario para tratar de revertir su creciente posición de debilidad en el siempre trágico tablero de Oriente Medio.

Baréin y la furia chií

Baréin aprovecha el repunte del conflicto regional para reactivarla represión de los  grupos opositores

Escasos días después de que Riad agudizara aún más las tensiones regionales con la ejecución del clérigo chií Nimr al Nimr, el vecino Baréin anunció el arresto de los miembros de una célula terrorista, supuestamente vinculada a Hezbolá y a su principal mentor, la Guardia Revolucionaria, cuerpo de élite de las Fuerzas Armadas iraníes. Un anuncio que, al igual que el arresto de Al Mughassil, generó gran escepticismo por el momento elegido para hacerlo —al tiempo que cientos de jóvenes chiíes volvían a las calles para protestar, esta vez, contra la ejecución de Al Nimri— y por las intenciones que podría ocultar: expertos y analistas en la zona denuncian que el Gobierno de Manama habría aprovechado el repunte del conflicto regional para proseguir con la represión de los grupos opositores, de miembros de la sociedad civil y de los defensores de los derechos humanos que en 2011 prendieron la mecha de la mayor primavera del Pérsico.

Miembro del Consejo de Cooperación del Golfo —entidad regional dominada por Riad—, Baréin también se sumó a la doctrina exterior de Arabia Saudí y cercenó los lazos diplomáticos con Teherán. Una decisión que la casa de Al Saud adoptó escasas horas después de que radicales iraníes incendiaran la embajada del país árabe en respuesta al ajusticiamiento de Al Nimri, condenado tras un juicio que, según Amnistía Internacional, careció de las garantías necesarias. Emparentada con la dinastía saudí, la casa real bareiní acusa a Irán de ser el instigador de aquel movimiento popular que salió a las calles de la pequeña isla para exigir reformas, derechos y justicia social. Un movimiento indignado —similar a los que después surgirían en Europa— que nada tenía ver con la cuestión confesional y que fue reprimido a sangre y fuego gracias a la ayuda militar del vecino saudí y a la anuencia cómplice de Washington y el resto de potencias planetarias. Los puertos de Baréin, en aguas por las que transita una quinta parte del comercio de crudo mundial, acogen desde hace décadas la sede de la V Flota de EE.UU., desplegada en el golfo Pérsico. El reciente ataque contra la embajada saudí en Teherán se enmarca “en un peligroso modelo de políticas sectarias que deben ser combatidas... para preservar la seguridad y la estabilidad en la región”, argumentaron responsables en Manama al romper lazos con Irán. Un asalto que moderados y pragmáticos en el seno del heterogéneo liderazgo iraní admiten que podría haber sido evitado y que ha permitido a Riad mover sus peones. En los días siguientes, otros países bajo la esfera saudí, como Sudán, Qatar, Kuwait o Emiratos Árabes Unidos también impusieron medidas punitivas.

En Baréin las protestas contra la ejecución de Al Nimri no han cesado aún. Concentradas en las áreas urbanas chiíes y las aldeas vecinas a la capital, han propiciado un resurgir del movimiento social de 2011. La pregunta ahora es si volverán a arraigar o si serán reprimidas con la misma voracidad y contundencia que hace cuatro años. Muchos en el pequeño reino apuestan por apretar de nuevo el acelerador en busca de libertades. Máxime cuando consideran que ha sido la monarquía saudí la que ha desatado las hostilidades con un juicio político manipulado. Al Nimri fue condenado y ejecutado junto a 43 suníes acusados igualmente de terrorismo. Extrañamente, entre ellos no estaba Al Mughassil, al que se responsabiliza del peor atentado sufrido por las tropas estadounidenses en la península arábiga. “Cuando se filtraron las noticias sobre la condena a muerte, pensamos que, como iban a ser ejecutados miembros de Al Qaeda y Estado Islámico, se había incluido el nombre del jeque Al Nimri para aplacar a la comunidad suní y proyectar una sensación de equilibrio”, explicó su hermano Mohamad a la prensa local. “Pero luego nos dimos cuentas de que la verdad estaba del revés. Todo había sido planeado para represaliar al jeque Al Nimr, y el nombre de los terroristas había sido añadido para disfrazarlo. La prueba es que 42 de los 47 reos ajusticiados llevaban en el corredor de la muerte entre 10 y 13 años, mientras que el jeque había sido sentenciado hace apenas un año”, argumentó.

El recurso de pervertir el conflicto religioso y utilizarlo para fines partidistas es un táctica a la que el wahabismo ha recurrido en diversas ocasiones a lo largo de la historia, para desgracia de las poblaciones locales. En 1802 la monarquía saudí y la casta clerical suní-wahabí que la sostiene enarbolaron la bandera de la religión como excusa para penetrar en el sur de Irak y reproducir en Kerbala la matanza de chiíes que 12 siglos antes enconó el cisma del islam. Las acusaciones de apostasía también se utilizaron como estilete durante la conquista saudí de las provincias chiíes del noreste, lugar en el que se concentra la riqueza petrolera de la península arábiga. Igualmente sostuvieron el ataque saudí a la teocracia chií impuesta en 1979 por el ayatolá Jomeini en Irán, origen de la guerra por la supremacía regional que ambos estados libran desde entonces a través de socios interpuestos.

Remover el fanatismo

Una estrategia, la de agitar la ignorancia y el fanatismo religioso, a la que asimismo han recurrido otras ideologías surgidas y emparentadas con el wahabismo. Abu Musab al Zarqawi, criminal e histórico líder de Al Qaeda en Irak, la adoptó para su herética causa tras la ilegal invasión internacional de esa nación. Años después, la vuelve a explotar el autoproclamado califa, Abu Baqr al Bagdadi, para arengar a sus mesiánicas huestes.

En estados gobernados por suníes (todos los musulmanes, excepto Irán e Irak, y una parte del Líbano), los chiíes suelen ocupar los estratos más desfavorecidos de la sociedad. Habitualmente se consideran a sí mismos víctimas de la opresión y la discriminación. Razones en algunos casos no les faltan. Los grupos extremistas suníes suelen acusarlos de herejía, delito que la ley islámica condena a muerte. Mayoritarios también en Baréin y Azerbaiyán —aunque bajo gobiernos suníes—, su situación de riesgo varía según los países. Existen grandes e influyentes comunidades chíies en Pakistán, Afganistán, India y Turquía. Son numerosos, además, en Yemen, Kuwait, Qatar, Siria, Arabia Saudí, Omán y Emiratos Árabes Unidos —naciones donde el grado de amenaza es mayor—. Baréin es un ejemplo. Allí la solución del actual conflicto no es solo nacional. En un ambiente de creciente fractura social, la pésima coyuntura regional puede retrasarla o convertirla en el origen de una disputa de amplias dimensiones que implique al resto de estados de la zona. De continuar, la constante represión de la sociedad civil y de la oposición en la isla podría acelerar este proceso.

Ese casi innato sentimiento de frustración chií sufrió una mutación a finales de 1979. Meses antes, Jomeini había aprovechado la descoordinación en el mosaico de fuerzas y partidos que se levantaron contra la dictadura del último sah de Persia, Mohamad Reza Pahlevi, para apropiarse de la rebelión e imponer su propia tiranía. Envarado, el adusto ayatolá pretendió imponer su interpretación de los textos sobre el resto de las comunidades chiíes del orbe. Pero al igual que el sunismo, el chiísmo —que representa un 20% de la población musulmana mundial— es pródigo y heterogéneo. Escindido en tres corrientes principales (la doudecimana, mayoritaria  y establecida en Irán; la septimana, extendida en la India y otras regiones del este; y la quinquemana, minoritaria y extendida en Yemen), concede una autoridad casi reverencial a sus figuras religiosas. Y hoy en día no todas ellas comparten visiones, políticas y conceptos con Jomeini o con su sucesor, Alí Jamenei. Ni siquiera dentro de la propia República Islámica.

Jomeini y Jamenei sí lograron forjar en 1987 un eje político —con el régimen militar de Damasco y con Hezbolá— al que Arabia Saudí ha combatido desde entonces. La guerra en Siria, donde ambos estados dirimen sus desavenencias a través de sus socios, y el fin del aislamiento de Teherán han multiplicado exponencialmente las inquietudes saudíes. También las revueltas árabes, de cuyo espíritu transformador quiso apropiarse la teocracia iraní tras sofocar a sangre y fuego en 2009 su propia revolución social. Cuando dos años más tarde la mayoría chií salió a las calles de Baréin para exigir reformas al minoritario régimen suní de Manama, Irán aplaudió y Arabia Saudí envió un millar de tropas para ayudar a su monarquía hermana. Más allá de las preocupaciones de seguridad, fue un gesto altamente simbólico: advertir de que no estaba dispuesta a permitir el ascenso de un régimen chií que pudiera alterar el equilibrio de fuerzas en la región.

Un pacto más que improbable

Cuatro años después, ambos se aprestan a un pulso similar, esta vez en el caótico tablero sirio. Expertos en la zona apuntan a que Teherán ha ganado el primer asalto. Todos los contendientes parecen haber aceptado que el régimen dictatorial de la dinastía Al Asad debe formar parte de la solución y que su líder político, el actual presidente Bashar al Asad, ha de tener voz y quizá voto. Una tesis que tanto Irán como Rusia defendían desde el inicio.

Solo el fin de la guerra sucia entre Irán y Arabia Saudí podría frenar el avance de Estado Islámico en la región

Los analistas también sugieren que solo forzando un gran pacto —a estas alturas casi una quimera— entre Irán y Arabia Saudí se podría solventar el conflicto sirio. Y que únicamente el fin de la guerra sucia entre ambos países puede frenar el avance en la región de su enemigo común, Estado Islámico. En esencia, no son estados tan distintos, aunque se les trate de manera diferente. Dos regímenes que no respetan la libertad ni los derechos humanos. Obvian las leyes internacionales y maniobran en terceros países en pos de una supremacía regional ficticia, manchada de sangre. En sus patíbulos han sido asesinadas miles de personas en los últimos años. Y sus cárceles están igualmente repletas de intelectuales, activistas y opositores. Dos satrapías en competencia suicida sin entender —tampoco lo hace Occidente— que los conflictos que disfrazan de sectarios son en realidad el reflejo angustiado de unas sociedades chiitas sedientas de democracia y justicia.