Impotencia democrática
Sin embargo, lo acontecido en estos meses de interinidad política podría servir a los ciudadanos como lección de cómo los representantes públicos afrontan dilemas políticos en un contexto donde las opciones se encuentran enormemente restringidas. No resulta muy convincente plantear que la repetición de las elecciones sea el resultado de la estupidez o la irracionalidad de los agentes políticos, sino más bien todo lo contrario: es la salida casi inevitable de políticos racionales que han prestado mucha atención a lo que sus electores decían en las encuestas (no necesariamente a lo que les pedían, que es algo distinto). Por eso, en un contexto de intensa incertidumbre política (votantes volátiles, fragmentación parlamentaria elevada y fuertes costes para quien gobierne un ejecutivo con un margen muy reducido para cambiar las políticas económicas) ir de nuevo a elecciones ha sido uno de los escenarios más probables desde diciembre, quizá el más verosímil. Y el más racional desde el punto de vista de la competencia entre partidos para buscar el apoyo de sus ciudadanos.
La vuelta a las urnas desmiente a quienes presagiaban que el Ibex35 forzaría una gran coalición
De entrada, la repetición de elecciones desmiente aquellos oráculos que presagiaban la imposición de la lógica del poder económico sobre el político, y que daban por seguro que los agentes económicos (los del Ibex35) forzarían una Gran Coalición (así, en mayúsculas) entre los dos grandes partidos. Si bien el escenario de un entendimiento entre PP y PSOE (bajo formas diversas) no es descartable, por ser una de las mejores opciones para preservar la gobernabilidad y favorecer reformas de largo alcance, esta fórmula siempre ha encontrado enormes obstáculos de coste político. Y los seguirá teniendo.
La repetición de elecciones también desmiente a quienes apostaban por que el agotamiento del calendario impusiera, por él mismo, opciones indeseables electoralmente para los partidos. Es cierto que los acuerdos de gobierno que pueden cerrarse suelen hacerlo en el límite temporal. Pero allí donde no había suficientes incentivos de otro tipo, la imagen del reloj de arena agotándose no ha sido suficientemente persuasiva por sí misma para que los partidos llegaran a acuerdos.
Por el contrario, la racionalidad política de este desenlace tiene más bien que ver con los cálculos de costes y beneficios que los representantes políticos realizan (y actualizan) constantemente según los clivajes o líneas de competencia que delimitan el terreno de juego electoral, de acuerdo con las reglas institucionales que organizan esa competencia. El oportunismo político de las tácticas desplegadas por los partidos estos meses han puesto de manifiesto cómo está cambiando el panorama político en España, pero también cuáles son los límites de este cambio.
Por un lado, la cuestión catalana ha alterado los márgenes de alianzas en el Congreso a los que estábamos acostumbrados hasta ahora. La deriva soberanista del nacionalismo catalán no solo ha debilitado a CDC (en beneficio de ERC) sino que ha obstaculizado el potencial acuerdo entre socios tradicionales. De este modo, no solo parecen inviables acuerdos con CDC y ERC (a pesar de los pocos o nulos incentivos que estos tenían para dejar caer la legislatura) sino que la cuestión del referéndum puede ser utilizada por otros partidos (PP, pero también Podemos) para abortar posibles alternativas de gobierno en el centroizquierda. En este sentido, considerar que la competencia entre partidos políticos en España solo se mueve de forma unidimensional, en términos izquierda/derecha, es un exceso de simplificación que puede despistar a los que desdeñan la importancia de la cuestión territorial en España. Y nada parece indicar que esto cambie en el inicio de la próxima legislatura, mientras los líderes políticos no agarren el toro autonómico por los cuernos.
Por otro lado, hay que tener en cuenta las reglas que organizan la investidura y el sostenimiento del gobierno en las Cortes. Como algunos han argumentado, estas normas condicionan el proceso de negociación entre los actores. Está menos claro que lo determinen. En países donde no es necesario un apoyo explícito (una investidura) para que el gobierno comience a funcionar (como Suecia o Reino Unido), no es necesario plantearse una disolución anticipada por falta de gobierno. Pero si los acuerdos estables no llegan pronto, la legislatura fracasa en poco tiempo. De igual forma, allí donde no hay límite para formar gobierno (Bélgica) las negociaciones pueden dilatarse interesadamente, hasta que tarde o temprano los partidos se cansen.
Si no cambia la relación de fuerzas el 26-J, no podemos dar por seguro que cambie su predisposición a pactar
Estos son los parámetros que los dirigentes políticos han tenido en mente al realizar sus cálculos sobre posibles pactos de gobierno. Y quizá no hayan estado tan desacertados. Si la gran mayoría de electores mantiene el mismo voto en las elecciones de junio, podremos deducir que, en realidad, los partidos no se habrán apartado mucho de lo que esperaban sus votantes. A los ciudadanos no les ha gustado que se repitan las elecciones, pero a los representantes políticos tampoco.
En último extremo, esta racionalidad política oculta una situación más inquietante, como ya nos ilustra el caso griego mencionado al inicio. Quizá las altísimas restricciones que deberá afrontar cualquier gobierno en los próximos años, en un contexto de intervención económica de facto, y que dan lugar a esa situación de impotencia democrática que ha explicado Ignacio Sánchez Cuenca, van a erosionar los incentivos de los partidos políticos, especialmente de los que apuestan más por cambiar la política económica, para llegar a acuerdos y sostener la gobernabilidad. Si no cambia la relación de fuerzas entre los partidos tras las próximas elecciones, no podemos dar por seguro que cambie su predisposición para acuerdos estables de gobierno que transformen nuestro escenario político.