Los autorretratos o retratos de artista —así se denominaban antes del siglo XX—, como el que Goya se hizo en 1820 con el doctor Arrieta y que se puede ver en la muestra que la National Gallery dedica al pintor, pretenden transmitir la suma de una persona, su historia y su presente. En este caso vemos al paciente, tumbado en la cama, aferrándose a la manta mientras intenta cubrirse el cuerpo. Goya se retrata mostrando la crudeza de la enfermedad que casi acaba con su vida, el rostro pálido y el cabello gris, la boca entreabierta y la mirada perdida. El cuadro es también un agradecimiento a su médico que, en el lienzo, le ayuda a incorporarse mientras le acerca un vaso. Pasado y presente constituyen la materia vital de los autorretratos.
Xavier Bray, comisario de la muestra
Goya: The Portraits, ha dicho que si nadie había hecho hasta ahora una exposición centrada solamente en los retratos de Goya es debido a que se corre el riesgo de que la gente pueda aburrirse. “Goya es excéntrico como pintor. A veces las manos no aparecen bien representadas, a veces el cuerpo presenta un aspecto cómico y los ingleses son a menudo críticos con estas imperfecciones”, declaraba Bray en
The Nation hace unas semanas. Pero puede que esta apreciación sobre el pintor de Fuendetodos no sea tan propia de nuestra época, ni consecuencia de las nuevas formas de idealización que ha traído consigo el
selfie, Photoshop y la sobrerrepresentación de la imagen propia. Si se busca en los archivos de las bibliotecas inglesas se descubre que esta percepción de la faceta retratística de Goya no es algo exclusivo de hoy.
Goya e Inglaterra en el XIX
A finales del siglo XIX, en un momento en el que los pintores, poetas y escritores franceses expresaban su admiración por la fantasía de Goya, sus tonos oscuros y sus voluptuosos desnudos, en Inglaterra Philip Gilbert Hamerton ponía en cuestión los estándares críticos de sus admiradores franceses, mientras que el crítico John Ruskin quemaba un ejemplar de los
Caprichos.
No todos los victorianos fueron igual de intolerantes con la obra del artista español, tanto en el plano moral como en el estético. Los ingleses que a finales del siglo XIX apreciaron su obra fueron inicialmente minoritarios y por lo general conscientes de ello. De hecho, incluso los primeros hispanófilos, menos rígidos en sus formas y apreciaciones, se mostraron displicentes en su reconocimiento del artista.
La falta de belleza de los retratos de Goya hizo que el pintor y el Duque de Wellington casi llegasen a las manos
Mientras que el poeta, novelista y crítico Théophile Gautier invitaba a los viajeros franceses que visitaban España a entusiasmarse con Goya, el hispanista Richard Ford, escribiendo para la equivalente audiencia británica, le elogiaba sin mucho entusiasmo. Al tiempo que el artista sir David Wilkie subía montañas en busca de Murillos y los lienzos de Velázquez alcanzaban altos precios en las casas de subasta inglesas, las pinturas de Goya se vendían por cinco o seis libras en Londres.
Este olvido relativo también se ve reflejado en las galerías y publicaciones británicas. Hacia 1830 las colecciones francesas ya tenían unos cuantos cuadros suyos expuestos. La National Gallery no adquirió ninguna obra del pintor hasta 1896 y los fondos del British Museum no integraron ningún dibujo suyo hasta mediados de siglo.
A finales del siglo XIX no existía un público inglés que demandase un libro de Goya o ningún autor dispuesto a escribirlo. Los pocos artículos y referencias que aparecieron no son comparables al flujo constante vertido desde la prensa francesa. El único trabajo traducido al inglés que mencionaba a Goya fue
Las maravillas del grabado, de Georges Duplessis. Elogiaba la faceta de Goya como grabador, pero afirmaba que “los méritos de muchos de sus retratos han sido muy exagerados”, considerando que el pintor español no valoraba la belleza lo suficiente.
Fue precisamente la falta de belleza de los retratos de Goya la que hizo que el pintor y el Duque de Wellington casi llegasen a las manos. En una sesión en la que el duque hizo comentarios despectivos en inglés y francés sobre el retrato que Goya le estaba haciendo. Los amigos del artista se interpusieron entre los dos hombres y solo así se evitó la pelea.
La anécdota parece haber adquirido una mayor magnitud con cada nueva narración. Cuando esta fue finalmente publicada en el
Semanario Pintoresco Español de 1838 ya era una historia propia del imaginario romántico. La leyenda ganó nueva relevancia hacia finales de siglo, cuando Mesonero Romanos la incluyó en sus
Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid, de 1880. Mesonero afirmaba haber oído esta historia de un testigo presencial y Ricardo Madrazo mantenía que había sido su padre el que había evitado la pelea. Todo parece indicar que la historia es apócrifa, pero refleja la opinión de muchos de sus contemporáneos.
A finales del siglo XIX se hablaba de Goya como “el cronista de la pequeña cerveza del viejo Madrid” y muchos condenaban su técnica, describiendo particularmente los retratos como “difíciles y mal dibujados”. Incluso aquellos comentarios provenientes de personajes interesados en el arte de Goya inciden en esta apreciación. Así, el escritor Samuel Levy Bensusan veía en Goya al continuador del Greco y de Velázquez, una tradición que según el crítico cobraba más fuerza en sus retratos “grises”.
La exposición
Francisco de Goya y Lucientes ha pasado a la historia del arte como el padre de la modernidad y de la iconografía de la España negra.
La sátira punzante de los
Caprichos y la pulsión de las
pinturas negras han acaparado la atención de artistas, público y comisarios. Pero en vida fueron los retratos, que componen un tercio de su producción, los que le proporcionaron mayor reputación. Más de 60 obras de este género conforman la exposición comisariada por Xavier Bray, curador de la Dulwich Picture Gallery, y que se integra en el nuevo programa elaborado por el recién nombrado director de la National Gallery, Gabriele Finaldi, antiguo director adjunto de Conservación e Investigación del Museo Nacional del Prado.
La muestra puede interpretarse como el mejor estudio del género retratístico protagonizado por uno de los más audaces pintores de la historia, en palabras de Finaldi. En su opinión, la relevancia de Goya como retratista radica en que su mirada penetra a través de la apariencia externa, revelando la fragilidad humana.
Se ha hablado mucho de la capacidad de capturar la verdad de los retratos de Goya. Por un lado existe la versión que afirma que el hecho de que muchos de los retratos de corte sean representaciones poco atractivas que rozan lo grotesco no refleja la falta de técnica del pintor, sino el uso de la misma con fines críticos y políticos. Otra visión defiende que el valor de la faceta retratística de Goya reside en la investigación de la vida interior de los retratados, revelando su profundidad psicológica.
Padre del retrato psicológico
Ambas versiones tienen parte de cliché. Del mismo modo, ambas encajan dentro de la imagen romántica de un Goya contestatario y marginal, que alimenta la obsesión moderna de la autorrevelación, la confesión y la verdad psicológica. Los organizadores de la exposición se adhieren a la segunda tendencia, al describir a Goya como el “padre del retrato psicológico”, una afirmación que es difícil de mantener, especialmente a la luz de la declaración del pintor: “He tenido tres maestros: la naturaleza, Velázquez y Rembrandt”.
Los historiadores estamos acostumbrados a estudiar la influencia de un artista atendiendo a sus aspectos técnicos y estilísticos y a sus motivos iconográficos. Ahora bien, en el caso del aragonés esta no parece una tarea fácil. No se trata de un pintor rococó, ni neoclásico. Tampoco se puede decir que Goya sea un pintor romántico, aunque el romanticismo forme parte de su obra. Posiblemente sea esa la razón por la que se ha preferido hablar de pintoresquismo, si bien nadie considerará el retrato de Jovellanos (1798) como tal, aunque sí transmita cierta debilidad del personaje, cierta falta de resolución en las obras de su tiempo, de la fragilidad del reformador en el país del cambio imposible.
El término tampoco agota la brillantez de retratos como el de la Duquesa de Alba (1797) o el de Bartolomé Sureda y Miserol (1804-1806), por citar solamente tres obras maestras que se pueden contemplar en la exposición.
La exposición es el mejor estudio del género retratístico de uno de los más audaces pintores de la historia
Cuando los comisarios insertan la exposición dentro del mito de lo goyesco y presentan al pintor como el padre del retrato psicológico, tan del agrado de las vanguardias de principios del siglo XX, demuestran lo diverso y poco convencional que fue el enfoque de Goya. La disposición cronológica de las pinturas revela tanto la inquietud creadora del artista como la innovación y el compromiso para crear imágenes únicas que fueran capaces de contener y poner en diálogo las tensiones entre la personalidad y el personaje público.
Como bien comenta Bray, muchas de las obras son peculiares, pero contempladas dentro del continuo de su carrera muestran en buena medida que la trascendencia de Goya en este género residió, por un lado, en su capacidad para superar los convencionalismos de la composición y la retórica pictórica que habían predominado desde el Renacimiento y, por otro, en su ejercicio constante de libertad para fragmentar la superficie pictórica, a la vez que desenmascaraba sutilmente al ser humano cuya imagen representaba.
Se puede entender que Wellington no apreciase su retrato, que se encuentra en la sala de la exposición dedicada a Liberales y Déspotas. A su lado está el boceto que, según Sánchez Catón, Goya utilizó para pintar los tres retratos que hizo del militar inglés. Teniendo en cuenta que este acababa de liberar Madrid del yugo de las tropas francesas, Goya presenta al héroe británico no de manera triunfante, sino como un veterano cansado. La cara de Wellington es un estudio de los efectos de la guerra. Se ha descrito su mirada como ejemplo de la mirada de las mil yardas, una expresión inventada durante la Segunda Guerra Mundial por los marines que luchaban en el Pacífico, con el fin de describir los ojos de aquellos que presentaban estados de disociación después del trauma del combate. Si bien la corrección de la postura, más erguida en la pintura final, así como la túnica militar y el protagonismo de las medallas le aportan un carácter heroico digno de su victoria, Goya muestra la vulnerabilidad humana que se esconde detrás del personaje que posa.
Los cuadros también dejan ver las afinidades personales del pintor con el retratado. En
La reina María Luisa con mantilla, Goya ha rellenado con amabilidad las mejillas de la reina, que por aquel entonces había perdido todos los dientes, a la vez que ha enfatizado los largos brazos, de los que ella estaba tan orgullosa.
Aunque siguió haciendo retratos después de la enfermedad que lo dejó sordo, a partir de ese momento empezó a seleccionar a quién quería pintar.
Los retratos de Goya no están exentos de las características correspondientes del género, pero introduce detalles personales con los que se apropia de él. Poco importa que la anatomía no esté bien trazada o que algunos rostros tengan irregularidades. Su belleza está en que capta la verdad del individuo que se oculta detrás de la máscara social, así como de los aspectos finitos del hombre.
El historiador del arte Valeriano Bozal ha señalado que es precisamente el equilibrio entre el verismo casi literal y la representación de la personalidad individual del retratado lo que hace de Goya el mayor retratista de su tiempo y uno de los más grandes de la historia del arte.