21/11/2024
Arte

Max Bill. Elogio de la forma al servicio de la función

La Fundación Juan March acoge la primera exposición retrospectiva en España de la obra del diseñador y arquitecto suizo que se formó en la Bauhaus

Raquel Pelta - 06/11/2015 - Número 8
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Max Bill. Elogio de la forma al servicio de la función
La primera exposición retrospectiva dedicada al diseñador suizo. Cortesía de la Fundación Juan March

Pintor, escultor, arquitecto, diseñador gráfico e industrial, profesor, ensayista y editor, Max
Bill (Winterthur, 1908 - Berlín, 1994) es uno de los artistas suizos más reconocidos del siglo XX y una figura de referencia en la historia de la arquitectura moderna. Sus aportaciones al mundo del diseño, aunque quizá menos conocidas, también fueron fundamentales. 

En 1924 Max Bill se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios de Zúrich para aprender orfebrería. Eran tiempos de grandes transformaciones en todos los ámbitos de la sociedad. Tras la Primera Guerra Mundial, una Europa maltrecha observaba cómo en el mundo del arte, la arquitectura y el diseño las vanguardias rompían límites, abrían caminos desconocidos y aportaban nuevas perspectivas a la relación entre arte e industria.

De París a Dessau

El destino profesional de Bill sufrió un giro trascendental en 1925: dos de sus trabajos fueron seleccionados para representar a su escuela en la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales Modernas de París.

El jovencísimo aprendiz de orfebre visitó la gran exhibición y contempló algunos de los mejores ejemplos de la vanguardia arquitectónica del momento: el Pabellón de L’Esprit Nouveau de Le Corbusier, la Raumstadt (Ciudad en el espacio) de Friedrich Kiesler y el pabellón soviético de Konstantín Mélnikov. Se quedó tan impresionado con lo que vio que empezó a interesarse por la arquitectura moderna. Tiempo después, en 1926, asistió a una conferencia de Le Corbusier en Zúrich y decidió que quería ser arquitecto. 

En abril de 1927 se matriculó en la Bauhaus, la escuela artística de pedagogía internacional fundada en Weimar en 1919 por Walter Gropius. Tras sufrir los ataques de los sectores sociales más conservadores de Alemania, la escuela se había visto obligada a trasladarse a la ciudad industrial de Dessau para iniciar una nueva etapa. 

Aunque le produjo cierta
desilusión al principio, como confesó estando todavía allí (en la revista Bauhaus 2/3), tuvo la oportunidad de formarse con Vasili Kandinsky, Paul Klee, László Moholy-
Nagy y Josef Albers. Con ellos aprendió a valorar el pensamiento lógico y el rigor científico, a buscar de manera sistemática las leyes de la estructura, a entender la importancia de la relación entre líneas y colores y a preocuparse por la economía de medios. También asimiló que la arquitectura y el diseño tenían valores sociales, económicos y funcionales. 

En un artículo publicado en 1952, Bill escribió a propósito de la escuela: “El verdadero fundamento de la enseñanza y del trabajo en la Bauhaus era la certeza de que el arte y la técnica tenían que constituir una unidad y que la persona con talento artístico tenía que aprovechar a fondo las condiciones técnicas y económicas existentes para conformar, en beneficio de la comunidad humana, desde artículos útiles, prácticos y además bellos, hasta la arquitectura en su conjunto”. Esa certeza estuvo siempre presente en su vida, especialmente cuando participó en otros proyectos educativos. 

Max Bill cursó solo tres semestres en la Bauhaus y la abandonó sin conseguir ninguna titulación. A pesar de eso, adquirió suficientes conocimientos como para que, al finalizar su estancia, pudiera empezar a abrirse camino como artista, arquitecto y diseñador. En el ambiente bauhasiano siempre se respiró la unidad entre los diferentes medios creativos, el espíritu de innovación y el sentido de responsabilidad que eran las bases de la institución. 

A finales de 1928, abrió su propio estudio en Zúrich y comenzó a ganarse la vida como diseñador gráfico. A partir de los años 40 se dedicó también al diseño industrial. A él se deben productos tan conocidos como la máquina de escribir Patria (1944), la lámpara Novelectric (1951), la colección de relojes para la marca Junghans (1957-1962) y el taburete Ulmer-Hocker (1954). 

Interés por la tipografía

Considerado uno de los padres del diseño gráfico suizo moderno (de la escuela suiza), Bill sintió especial interés por la tipografía, como demuestran los artículos que le dedicó y la controversia, breve pero apasionada, que sostuvo, hacia 1946, con el diseñador alemán Jan Tschichold. 

Defendió que la tipografía tenía que ser funcional y cumplir con los requerimientos del lenguaje

Bill defendió que la tipografía tenía que ser funcional y que los diseñadores tenían que cumplir con los requerimientos del lenguaje y con la legibilidad antes de prestar atención a las cuestiones estéticas. De manera algo contradictoria con este principio, fue un ardiente defensor del uso de las minúsculas en el cuerpo del texto —como se había preconizado en la Bauhaus— pese a la dificultad de los lectores para identificar las frases. 

Asimismo, diseñó dos tipografías, una para la urbanización Neubühl y otra para la empresa de mobiliario Wohnbedarf. Además, a comienzos de los años 60 trabajó en torno al concepto de palabra-imagen, investigó sobre la relación entre fonética y tipografía y trató de desarrollar un alfabeto en el que la forma de los caracteres facilitara una lectura más rápida gracias al reconocimiento de las palabras como bloques de imágenes. Tras numerosos experimentos, no llegó a aplicarlo por los problemas de legibilidad que planteaban las vocales que había diseñado.  

Estas incursiones en el mundo del diseño respondían a necesidades económicas, pero también eran consecuencia de la inquietud por alcanzar la obra de arte total, compartida con los artistas de vanguardia. Como ellos, pensaba que el artista no podía permanecer aislado de la sociedad y que tenía que implicarse en la creación de los objetos utilitarios o, dicho de otro modo, colaborar “en facilitar la existencia material”. Frente a buena parte de esos artistas, sin embargo, no creía que para lograr la obra de arte total fuera suficiente con aplicar los principios del arte al entorno cotidiano. Consideraba que los criterios apropiados para una escultura, por ejemplo, no podían ser transferidos sin más al diseño de un producto y que cada tarea tenía que resolverse según la naturaleza del medio y de la función a cumplir

Para Bill, el diseño —“la estructuración del entorno”, como él mismo decía— no solo tenía que proporcionar confort material, sino también permitir la vida intelectual. Por eso, el diseñador industrial debía recibir una educación teórica y práctica. 

El proyecto educativo

Este convencimiento le llevó a la docencia y a participar en diversos proyectos educativos. En 1929, a su regreso de la Bauhaus, propuso a la Escuela de Artes y Oficios de Zúrich la creación de un curso preliminar similar al que se impartía en Dessau. Hasta 1950 no tuvo la oportunidad de trasladar a la realidad sus concepciones pedagógicas, gracias a la fundación de la
Hochschule für Gestaltung de Ulm (HfG Ulm, Escuela Superior de Diseño de Ulm). 

Con la Escuela de Ulm quería crear un centro docente capaz de integrar lo social, lo individual y el diseño

Bill se encargó de diseñar el edificio y de elaborar, junto a Inge Scholl y Otl Aicher —promotores de la escuela—, el programa de estudios. Querían crear un centro docente capaz de integrar lo social, lo individual y el diseño bajo unos ideales muy claros: “El punto de partida es el hombre y la comprensión de su entorno. Junto a la base de su formación práctica, el alumno tiene que recibir una perfecta formación artística, técnica y espiritual. El diseñador de productos industriales también debería ser un verdadero artista”.

En 1953, la escuela abrió sus puertas. Bill era el rector y encarnaba la tradición de la Bauhaus. Pero pronto tuvo que enfrentarse a otras maneras de entender la enseñanza del diseño: las del grupo formado por Aicher, Gugelot, Maldonado, Zeischegg y Vordemberge-Gildewart, que proponían una orientación más radical hacia la ciencia y las tecnologías de producción seriada. 

Maldonado resumió la posición del grupo al afirmar que “el diseño industrial no es un arte y el diseñador no es necesariamente un artista […] las consideraciones estéticas han dejado de ser una base conceptual sólida del diseño industrial”, una postura que se apartaba de la búsqueda de la belleza que Bill había emprendido ya hacía tiempo. 

Las discrepancias intelectuales, pero también una serie de
desavenencias personales y su carácter autoritario, le condujeron a presentar su dimisión en 1956 y a abandonar la escuela en 1957. Pese a todo, dejó una huella indeleble en ella. Una de sus aportaciones fue la necesidad de racionalidad y objetividad en el diseño.

A lo largo de su vida, creyó en la responsabilidad cultural de los diseñadores porque, como escribió en 1964, “el entorno moldea al ser humano sin que este sea consciente de ello; el orden exterior fomenta también un orden en el interior del ser humano. No se trata aquí de una cuestión de estética sino, en definitiva, de una cuestión existencial, de la digna supervivencia del ser humano”.

max bill
Fundación Juan
March, Madrid.
Hasta el 17 de
enero de 2016.

Belleza y buena forma

Raquel Pelta

Los textos de Max Bill forman parte de su obra y son una consecuencia de sus ideas sobre la ética y la responsabilidad social de los diseñadores, artistas y arquitectos. 

A lo largo de su carrera aportó su punto de vista sobre algunas cuestiones fundamentales para el diseño del siglo XX. Una de ellas fue la de cómo conciliar la belleza con la practicidad de los objetos. Le preocupaba “armonizar la idea de forma y las tareas prácticas”, como escribió en un artículo publicado en 1949. Pero su ideal de belleza no era absoluto, creía que algo era bello si satisfacía las necesidades espirituales o materiales para las que había sido creado. La belleza integraba la totalidad de la obra y tenía que ser satisfecha como el resto de las funciones. Por eso uno de sus máximos empeños fue el de imbricar lo bello en la vida cotidiana, ya fuera a través del arte, la arquitectura o el diseño. 

Según Bill, la funcionalidad era el requisito más evidente y fácil de conseguir, mientras que la belleza era el más difícil de lograr por su indeterminación. Quizá por eso buscó razones objetivas para valorarla y esa búsqueda le condujo a aproximarse a la matemática.

A partir de sus ideas sobre la belleza, expuestas en la conferencia “Belleza de la función, belleza como función” (1948), Max Bill desembocó en una de sus propuestas teóricas más importantes: Die Gute Form (La buena forma), que fue primero el título de una exposición
inaugurada en Basilea en 1949 y, después, el nombre de un concurso anual. En ambos eventos se reconocían los diseños más sobresalientes, de acuerdo a los criterios definidos por Max Bill: el material empleado, su practicidad real, si respondía de modo completo a su propósito y si el coste correspondía al valor. El autor proponía criterios racionales, relativos a la funcionalidad y al uso, y criterios estéticos. Para responder a la buena forma los objetos tenían que ser funcionales y bellos. En ellos debían estar presentes la sencillez, la economía, la racionalidad, la armonía, la elegancia, la ausencia de ornamento, la optimización del material, la claridad de formas y el rigor estético.

La exposición y el concurso ejercieron una gran influencia en el diseño industrial de los años 50 y 60. También despertaron críticas entre quienes consideraban que el concepto de buena forma se alejaba de la realidad social y que solo era un conjunto de pautas, principalmente formales, aplicadas a los objetos más diversos. Puede que estuvieran en lo cierto, pero eso no invalida la aportación de Bill a la historia de las ideas del diseño.