La dimensión global del problema del cambio climático es una de sus características fundamentales. Hasta 1988, cuando Naciones Unidas y la Organización Meteorológica Mundial crearon el Panel intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (
IPCC, en sus siglas en inglés), el calentamiento de la atmósfera producido como consecuencia del aumento de la concentración de gases de efecto invernadero era una cuestión que pocas veces había trascendido el escenario científico.
Desde el año 1985 el mundo debatía las posibles causas de la disminución del ozono estratosférico, especialmente en la atmósfera antártica, y desde 1987 se había acordado el
Protocolo de Montreal, herramienta jurídica desarrollada para gestionar el problema. El hecho de ver cómo un problema ambiental que tenía su origen en el hemisferio norte se mostraba con toda intensidad en el lugar más alejado de los focos de emisión simbólicamente representó el comienzo de una nueva era de los problemas ambientales: la del alcance planetario. El calentamiento de la atmósfera no parecía tener en aquellos años, a ojos de la opinión pública, una urgencia equivalente al problema del ozono, ni tan siquiera un consenso científico tan unánime y de ahí el acierto de Naciones Unidas y de la Organización Meteorológica Mundial al crear el IPCC.
Este ha elaborado cinco informes globales, el más reciente dado a conocer entre los años 2013 y 2014. Hasta ahora cada uno de estos ha dado lugar a acciones internacionales sobre la gestión del cambio climático. El primer informe, publicado el año 1990, aportó los fundamentos sobre los cuales se sustentaron las discusiones celebradas el año 1992 —en el contexto de la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro— que conllevaron la firma en Nueva York de la
Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.
Muchos de los problemas que ya se plantearon en Kioto siguen abiertos y han surgido otros nuevos
Se trata de la herramienta jurídica de rango más alto que en estos momento existe para gestionar el problema ambiental del cambio climático. Esta convención entró en vigor el 21 de marzo de 1994, ratificado por la mayor parte de los estados representados en las Naciones Unidas. La convención es una declaración de buenas intenciones, más o menos ambiguas pero extraordinariamente importantes sobre el cambio climático. En su artículo segundo, probablemente el más relevante, se declara que los estados son responsables de “[...] la estabilización de las concentraciones de gases causantes del efecto invernadero en la atmósfera con una concentración que impida interferencias peligrosas en el sistema climático”.
No disponemos con seguridad de un diagnóstico científico que indique si hay una concentración segura de gases de efecto invernadero en la atmósfera y tampoco cuáles son las interferencias peligrosas con el sistema climático. Aunque no exento de discusión, se ha aceptado comúnmente que un objetivo razonable que puede garantizar que los efectos de los cambios del clima son mesurados es el de no sobrepasar los dos grados centígrados respecto a las temperaturas medias del período preindustrial.
Responsabilidad diferenciada
En la misma convención marco se explicita que los compromisos de los estados deben estar basados en el concepto de responsabilidades comunes pero diferenciadas. En resumen, se trata de asumir que todos los países del mundo tienen responsabilidad sobre la atmósfera, y por lo tanto, todas sus acciones contribuyen en mayor o menor medida al aumento de la concentración de gases de efecto invernadero, pero obviamente unos son más responsables que otros.
Los acuerdos internacionales se dotan de unas herramientas de vigilancia y de desarrollo de los convenios. En cuanto a la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, una de estas herramientas es la Conferencia de las Partes (COP, por sus siglas en inglés). Estas conferencias tienen el objetivo de avanzar en la materialización de acuerdos concretos de aquello que establece la convención marco.
La COP1 tuvo lugar el año 1995 y desde entonces cada año, durante las últimas semanas de noviembre o las primeras de diciembre, se reúnen los representantes políticos para avanzar en la concreción de medidas. La tercera de estas conferencias (COP3) tuvo lugar en la antigua capital imperial japonesa, el año 1997, donde se acordó el ampliamente conocido
Protocolo de Kioto. En él se diferenciaron dos grupos de países: al primero, integrado por 33 estados, se le pidió globalmente una reducción de sus emisiones de un 5%, mientras que a los otros países no se les exigió ninguna reducción. Otro avance importante fue la concreción de cómo se han de calcular y presentar los inventarios nacionales de emisiones. Las emisiones de CO
2 siempre se han basado en cálculos, no en medidas.
Con el Protocolo de Kioto se establece una metodología comúnmente aceptada para la elaboración de los inventarios nacionales de emisiones.
La gestión del cambio climático comporta transformaciones
muy radicales en nuestra sociedad
Hubo que esperar más de siete años hasta su entrada en vigor, el 16 febrero de 2005, después de la ratificación de Rusia, y su periodo de cumplimiento fue del 2008 al 2012. Posteriormente se planteó una prórroga hasta 2020, que no entró en vigor puesto que no la ratificó un número suficiente de países. Se ha acusado al Protocolo de Kioto de plantear medidas muy tímidas. La reducción de las emisiones ha quedado enmascarada, en la atmósfera, por el incremento de las emisiones de los países que no ratificaron el protocolo, como Estados Unidos, o que no estaban obligados a reducirlas.
El quinto informe del IPCC, dado a conocer hace poco más de un año, constata con toda certeza que la temperatura superficial aumenta en todas partes, que los patrones de las precipitaciones están cambiando, que los glaciares están en recesión, que el nivel del mar asciende, que se constatan inequívocamente cambios fenológicos... Se acaba definitivamente la fase de tener que probar el origen antrópico de lo que está ocurriendo: la constatación de que hay un cambio de las condiciones ambientales debido al aumento de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera es inequívoca.
De Kioto a París
En estas condiciones, la
COP21 se celebra en París con el objetivo de establecer una senda que, a partir de 2020, conduzca a evitar cambios ambientales severos asociados al contenido atmosférico de gases de efecto invernadero. Sin embargo, muchos de los problemas que ya se plantearon en aquel lejano 1997 en Kioto siguen abiertos. Además, han aparecido otros nuevos.
El mundo en 2015 es distinto del que acordó el Protocolo de Kioto. Hay nuevos países emisores como China, Brasil o India que, si bien tienen emisiones per cápita inferiores a las de los países occidentales, globalmente su emisión de gases a la atmósfera es significativa. Esto lleva a reflexionar sobre el carácter vinculante o no del eventual acuerdo: respetando el concepto de responsabilidades comunes pero diferenciadas, es imprescindible no repetir el esquema de Kioto y lo que se acuerde en París debe vincular a todos.
Viendo que esta alineación universal sería difícil de conseguir, se propuso que los estados elaboraran planes de reducción de emisiones de forma voluntaria y que los comunicaran públicamente, algo que prácticamente todos los países han hecho. Sin embargo, cuando se contabilizan rebasan el objetivo de los 2 grados. Es decir, suponiendo que estos planes de reducción se cumplan completamente, el aumento de la temperatura será superior a los 2 grados. Para resolver este problema el acuerdo de París, a diferencia del de Kioto, podría incluir cláusulas de revisión periódicas de los objetivos de reducción.
Otro escollo es el económico. Para que los objetivos de reducción se puedan llevar a cabo hace falta disponer de recursos económicos para los países que no los tienen. Se ha fijado que este fondo climático verde debería estar dotado de 100.000 millones de dólares anuales a partir del año 2020. Cuáles son las aportaciones de los países donantes y bajo qué condiciones deben distribuirse estos fondos entre los países receptores será algo que también habrá que acordar.
La gestión del cambio climático comporta y comportará transformaciones muy radicales en nuestra sociedad. Para evitar que se produzcan impactos muy graves hay que tener en cuenta que el carbono que se puede añadir a la atmósfera no es ilimitado y, en cualquier caso, es inferior a las reservas de combustible que el planeta tienen en su subsuelo. Renunciar al uso de una parte de estos recursos energéticos es necesario climáticamente, pero va en sentido opuesto a lo que se ha venido haciendo y todavía se hace: invertir en encontrar nuevos recursos energéticos fósiles.
Estos cambios radicales, sin embargo, si se hacen consensuados y programados desde ahora, han de conducir a una sociedad futura menos vulnerable y más justa, más sostenible, que es el objetivo de todos. París no es el punto final, sino solo un punto de inflexión en el diseño de la senda para alcanzar la futura neutralidad climática.