Repitamos la banalidad: en contra de las esperanzas de hace un cuarto de siglo, nuestro mundo se ha vuelto caótico. Como decía hace años un humanista polaco, la historia se ha desencadenado otra vez en muchos lugares del mundo. Pero lo que me preocupa ahora es mi mundo: Polonia y Europa. Barbara Wlodarczyk (autora de
No existe una sola Rusia) describió en 2001 una escena memorable en una calle moscovita. Un chico joven con la cabeza rapada le pegó en la frente a un flaco uzbeko una pegatina que ponía “Rusia para los rusos”, y luego le dijo a la periodista polaca: “¡Pero si no es un hombre, es una mierda!”. Aquel chico pertenecía a uno de los numerosos grupos fascistas rusos. La autora cita su canción de culto: “Fuerza rusa, poder ruso / pueden echar a los judíos fuera / introducir el orden, matar a los sucios / y obligar a los enemigos a que tiemblen de miedo”. Así cantan y repiten “Rusia para los rusos”, mientras su retórica y simbología hacen clara referencia al hitlerismo.
Lo explica uno de los líderes de estos jóvenes: “Hitler entró en Rusia como libertador. Creemos que debía haber entrado hasta Kamchatka y, con sus manos, solucionar el llamado problema judío en este país”. Y repite: “¡Gloria a Rusia!”. En Budapest los activistas del partido fascista Jobbik corean a favor de una gran Hungría para los húngaros. Este es el partido contra el que el primer ministro
Viktor Orbán lucha por el electorado.
Polonia no es un país tan extenso como Rusia, por lo que las tendencias cercanas al fascismo, las llamadas marchas de la independencia, las protestas contra la acogida de los refugiados, parecen más pequeñas, liliputienses, como ocurre en Hungría. De ahí que debamos recordar el contexto ruso. Putin pregona ideas antifascistas, pero es un antifascismo particular. El presidente ruso y su equipo ven fascistas en el Gobierno ucraniano, pero se empeñan en no querer verlos en las calles de las ciudades rusas. En cambio, ellos mismos organizan juventudes obedientes y agresivas llamadas por los demócratas moscovitas
Putinjugend.
Putin empezó con declaraciones democráticas y llamamientos a los valores liberales. Hoy se define como conservador y defensor de los valores tradicionales, pregona la importancia de la familia y de la Iglesia ortodoxa, extermina la homosexualidad y el feminismo y apoya a diferentes agrupaciones nacionalistas en Europa (como el Frente Nacional en Francia). Secunda también todas las tendencias que debilitan a la Unión Europea. Ahí radica su particular simpatía por el primer ministro húngaro Orbán, conocido en el pasado por sus fobias antirrusas.
“Polonia para los polacos”
Los sondeos sugieren un posible éxito electoral de Ley y Justicia, el ultraderechista partido de
Jaroslaw Kaczynski y Antoni Macierewicz, en las elecciones del 25 de octubre. Eso seguramente significará un gran giro en la política interior, como vimos entre 2005 y 2007, en la época de la llamada IV República. ¿Irá acompañada de un giro en la política exterior? ¿Empezará Kaczynski una cruzada antieuropea siguiendo el modelo de Orbán, a cambio de gestos insignificantes por parte de Putin como la devolución del casco del avión de la catástrofe de Smolensk donde murieron Lech Kaczynski y su equipo?
La repugnante campaña contra los refugiados recuerda a los pogromos contra caucásicos en Moscú
Mirando a Rusia y a Hungría se puede intuir de alguna forma lo que podría esperarle a Polonia bajo el gobierno de Kaczynski y Macierewicz. Putin no es el único político que justifica el nacionalismo e imperialismo a través de la preocupación por los compatriotas repartidos por el mundo. Si para él la caída de la URSS fue “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, para Orbán la mayor tragedia fue sin duda el Tratado de Trianon después de la I Guerra Mundial, por el que Hungría perdió una parte importante de su territorio y numerosos grupos de húngaros se quedaron en Rumanía, Checoslovaquia o Yugoslavia.
Cuando Orbán declaraba que quería ser primer ministro de todos los húngaros se refería directamente a los resentimientos patrióticos. Obviamente la pequeña Hungría —como Polonia bajo el gobierno de Kaczynski y Macierewicz— no puede aspirar al papel de superpotencia. Pero el virus del chovinismo es analógico en cada uno de estos países.
“Rusia para los rusos” o “Hungría para los húngaros” no son diferentes del familiar grito “Polonia para los polacos”. Estos eslóganes amenazan el pluralismo cultural y la democracia, y son también el camino directo a la aniquilación de los medios independientes y de la Constitución, que dice que Polonia es la patria de todos sus ciudadanos. Además, están acompañados por la tesis antieuropea y antiliberal. Putin y Orbán declaran abiertamente que su modelo de Estado debería ser diferente de las clásicas democracias occidentales, que no permitirán que estos modelos les sean impuestos.
No sé si esta retórica será acogida por el gobierno de Kaczynski y Macierewicz tras su supuesta victoria electoral, pero estoy seguro de que eso significaría un desperdicio de muchos años de trabajo —duro y fructífero— de los gobiernos anteriores. Es evidente que el color de las ideologías tradicionales no importa. Da igual si sus seguidores se declaran como derecha o izquierda, como socialistas, liberales o conservadores. El objetivo es tratar de dominar las instituciones del Estado, que a su vez se convertirían en una maqueta, una decoración, un instrumento de poder autoritario sobre la sociedad.
En los países del putinismo vencedor la oposición fue aplastada y pacificada, y la ley electoral modificada para garantizar el éxito rotundo del grupo gobernante. Los servicios secretos pasaron a ser un instrumento de la pacificación de la oposición y de la sociedad civil. Putin y Orbán repiten: si no somos nosotros, vendrán los fascistas. No se puede excluir que son ellos mismos los que están abriendo el camino al fascismo de nuevo cuño. Por eso no dicen cuánto esfuerzo han dedicado a que el lenguaje y la mentalidad fascistas renazcan en sus sociedades.
La xenofobia inunda los medios y foros de internet. La democracia liberal es tratada como un engaño, como una expresión de debilidad e ineficacia. El respeto pertenece a los líderes fuertes como Putin, Orbán o Erdogan. No hace mucho cualquiera sumaría a esta lista a Mubarak, Gadafi y hasta Yanukóvich, ya que —piensa Putin— solamente líderes así podrían organizar un estado cristiano (o islámico) lleno de patriotismo y apegado a la tradición.
Su visión de la democracia es distinta. “La democracia rusa se basa en la supremacía de la nación rusa con sus propias tradiciones del autogobierno del pueblo, y no queremos introducir en ella ningún estándar impuesto desde fuera”, dice Putin. Le ofende el uso del “vocabulario democrático para presionar nuestra política interior y exterior”.
Esto significa que hacia sus ciudadanos el régimen puede obrar como quiera, puede discriminarles, represarles, humillarles y aprisionarles. Hasta matarles. Y ni en Bruselas ni en Estrasburgo pueden interferir en ello alegando razones de derechos humanos. La propaganda putiniana habla claro: Occidente está en guerra con nosotros y quiere destruirnos. Es malo, cínico y depravado. Pero Occidente se está muriendo. Al contrario que Rusia. “El ruso cree en el destino humano moralmente superior, piensa no solamente en sí mismo, en enriquecerse, sino también en los demás. Somos menos pragmáticos, pero tenemos un alma sincera. Nos apoyamos en nuestros valores, que nunca nos han defraudado”, insiste Putin.
¿Empezará Kaczynski una cruzada antieuropea a lo Orbán a cambio de pequeños gestos de Putin?
El alma rusa, el alma de Putin... No puedo sentir devoción por el alma de un hombre que juega con mentiras, agresividad, anexión y violencia para mantenerse en el poder. Estoy convencido de que lo que marca la política de Putin —desastrosa para Rusia-— es la imagen de Mubarak en el juicio, la de Yanukóvich huyendo a escondidas hacia Rostov del Don y la del Maidán de Kiev en una plaza de Moscú.
El objetivo de esta política es sobrevivir y lucrarse. Un elemento particular de este sistema de poder es la política histórica: “Nuestro país (Rusia o Hungría) está rodeado por una muralla de enemigos. Todos están dispuestos a hacernos daño a nosotros, que siempre fuimos las inocentes víctimas de otros. Culparnos de cualquier cosa es un acto enemigo, un elemento íntegro de la campaña (estadounidense, judía, masónica o alemana) contra nosotros, siempre justos e inocentes”, parecen decir.
El lenguaje de estas acusaciones es cada vez más fuerte: en Kiev llegaron al poder los fascistas, Orbán demanda la autonomía para los húngaros en Úzhgorod, fueron los polacos los que provocaron la Segunda Guerra Mundial y no hubo ninguna agresión soviética el 17 de septiembre de 1939. Para ellos, está claro que el Ejército soviético llegó para salvar a los ucranianos. Y ahora en Ucrania luchan contra los EE.UU. y sus aliados porque es “una pequeña Rusia”, parte de la nación rusa. Y la nación ucraniana es solamente una invención de la propaganda austriaca y polaca.
Guerra por la memoria
Este tipo de argumentación la encontramos en todos los países poscomunistas. En todos existe una guerra por la memoria. Por supuesto, la verdad histórica, distorsionada durante los tiempos de la dictadura, demanda ser escuchada. Y por supuesto es ambigua, compleja y diversa. Pero esta guerra por la memoria puede resultar trágica, como ocurrió en Yugoslavia. La alianza de Putin con la extrema derecha de Europa occidental refuerza procesos similares. La defensa de la dignidad nacional —de suma importancia y escondida durante años— se convierte en propaganda de mentiras históricas.
No es solo la historia de Rusia o Hungría. Es la historia de todos nosotros. Es un modelo de poder centralizado que se deshace de la oposición y de las instituciones de la sociedad civil, construye su identidad en la mentira histórica y la megalomanía nacional y provoca la desaparición de la política en el Estado, sustituida por operaciones de servicios secretos —provocaciones, filtraciones, escuchas—.
Se podría decir que después de la época de las revoluciones de terciopelo llegó la época de las dictaduras de terciopelo. Digo de terciopelo porque, incluso en Moscú, en las librerías hay democracia y pluralismo, pero ya en los juzgados reina la justicia bolchevique.
Otra muestra de esto la encontramos en Polonia durante el gobierno de Ley y Justicia, de 2005 a 2007. Así que si alguien se pregunta cómo será Polonia si ganan Kaczynski y Macierewicz, que mire a la Rusia de Putin. La repugnante campaña contra los refugiados recuerda a los pogromos contra personas de rasgos caucásicos en las calles de Moscú. Kaczynski nos amenaza con que los refugiados son portadores de enfermedades. Durante la ocupación nazi en Polonia, los alemanes colgaban carteles que decían: “Judíos: piojos y tifus”. ¿Estará Lech Kaczynski revolviéndose en su tumba?
Vuelta a la ultraderecha
Los sondeos de las legislativas polacas que se celebran el 25 de octubre le dan la mayoría absoluta a la formación nacionalista Ley y Justicia (PiS) presidida por Jaroslaw Kaczynski, que ya fue primer ministro entre 2006 y 2007. El ultraderechista PiS, ahora el principal partido de la oposición en Polonia, obtendría un 36% de los votos según la última encuesta del Instituto TNS, situándose por delante de la formación liberal Plataforma Ciudadana, al frente del Gobierno polaco desde 2007 y que recibiría el 24% de los sufragios, acusando el cansancio del electorado tras ocho años en el poder en un país que, apenas golpeado por la crisis, se mueve entre el éxito económico tras su entrada en la Unión Europea y un retroceso ideológico. La tercera fuerza más votada, según los sondeos, sería el movimiento liderado por el exrockero Pawel Kukiz, con un 6% de los votos. Kukiz no ha desvelado todavía si prestará su apoyo a conservadores o liberales en caso de que sus escaños fuesen necesarios para alcanzar la mayoría absoluta.
Ningún otro partido conseguiría alcanzar el umbral del 5% de votos necesario para poder contar con representación parlamentaria, por lo que por primera vez en la historia democrática del país las elecciones podrían dejar una Cámara Baja compuesta solo por tres formaciones. Tanto la Coalición de Izquierdas como el Partido Campesino (socio de los liberales en las últimas dos legislaturas) quedarían fuera del Parlamento al obtener el 4% de los apoyos. El sondeo también refleja que el 19% de los electores todavía está indeciso.
Ley y Justicia presenta a Beata Szydlo como cabeza de lista. Hija de un minero, trabajó en el Museo de Historia de Cracovia y se ha curtido en la política local: fue alcaldesa de Brzeszcze, un pueblo de 11.000 habitantes. La posible mayoría absoluta del PiS preocupa en Europa por sus tintes ultranacionalistas y ultracatólicos, con posiciones muy conservadoras en cuestiones como los refugiados o el aborto.