Hipnótica de principio a fin,
Las efímeras, de
Pilar Adón (Madrid, 1971) es una novela rural que no hace concesión alguna al costumbrismo, lo pintoresco ni la identidad regional. ¿Dónde transcurre? La toponimia brilla por su ausencia y las marcas dialectales son inexistentes. Hasta los nombres de los personajes parecen elegidos para deslocalizar la historia: Dora, Violeta, Denis, Tom y Anita podrían hallarse en cualquier parte de Europa o América. Y no menos incierta es la época. En un momento se menciona el año de 1923 y en otros se da a entender que desde entonces han pasado dos o tres generaciones, pero los vestidos son genéricos, no aparecen artefactos tecnológicos y la gente se gana el pan, a la manera bíblica, con el sudor de su frente.
Real o imaginado, el paraíso ha quedado atrás, y solo hay una dispersa comunidad campestre con centro en la casa hexagonal que le da nombre: La Ruche. En ese contexto, los protagonistas lidian con “la violencia del exterior” y reproducen el “comportamiento de los seres de la Tierra. La búsqueda de lo básico. El dominio”.
El planteamiento puede sonar abstracto, pero la novela explora de manera muy concreta varias historias que se completan y se complementan. En la intersección de casi todas están Dora y Violeta, dos hermanas que mantienen una relación entre ambigua y obsesiva, no exenta de insinuaciones sexuales. La ambigüedad se aprecia ya en la primera escena en la que aparecen juntas, cuando Dora le lleva comida a Violeta al cobertizo donde, por motivos bastante oscuros, la tiene encerrada. Y la obsesión se adivina poco después, cuando Violeta escapa en compañía de Denis, un muchacho de pocas luces, y su hermana está a punto de enloquecer al salir en su busca. No mucho más puede apuntarse de esa intriga sin revelar su desenlace (que es
En el seno de los personajes aparece también la porosa frontera entre el instinto y la razón
fabuloso), pero el suspense es solo una de las virtudes del libro, que van de la cuidada descripción realista a la imaginación alegórica. Los demás personajes, cada uno con una propensión determinada (por momentos, de hecho, sobredeterminda), aportan conflictos y líneas narrativas adicionales. A través de Anita, la regenta inmovilista de la comunidad, se remonta a los inicios de La Ruche, cuando se estipularon reglas de convivencia que siguen sin estar muy claras. En la historia de Tom, el recién llegado que quiere cambiar las cosas (casi seguro para peor), se vislumbra la codicia personal que suele socavar las utopías. Y mediante la memoria familiar de Denis nos adentramos en un pasado místico que entronca con la muerte de una especie de niña santa y la intervención de un dudoso curandero. Muchas de estas subtramas relumbran de simbolismo, y quienes recuerden aquello de que cuando los padres son malvados, sus hijos sufren el castigo de un dios celoso hasta la tercera y cuarta generación, encontrarán aquí pasto de sobra para la interpretación.
Pacto fallido con la naturaleza
A la larga, lo que se revela en esta comunidad, que no por azar es una comunidad caída, es un pacto fallido con la naturaleza (incluida la naturaleza humana), a la que no se ha conseguido aceptar del todo ni menos aún dominar.
Pródiga en detalles sensoriales, la prosa de Adón, que además de narradora es poeta y tiene dos poemarios publicados, presta constante atención al mundo natural, que en
Las efímeras oculta tantos peligros como lo hace en las fábulas o los cuentos tradicionales. Que nadie espere un lobo feroz, pero se habla de lobos y zorros merodeadores, y los perros cimarrones que acompañan a Dora son un recordatorio permanente de que lo doméstico puede hallarse a un paso de lo salvaje.
Esa frontera porosa entre el instinto y la razón aparece también en el seno de los personajes. Cuando uno de ellos cae en un pozo en medio del campo, nota unos “latidos cada vez más salvajes en las sienes” y siente “la aspereza de la tierra que se apoyaba en su espalda”. De cara a la naturaleza, Adón saborea también la poesía adámica de los nombres, que por momentos
La prosa de Adón se prodiga en detalles sensoriales y presta constante atención al mundo natural
parecen ser un intento de contener las cosas. Al describirse una casa decorada con plantas, Anita se fija en “yucas, aspidistras, filodendros y ficus” y señala que unas plantas “suculentas y cactáceas se repartían por el suelo y sobre pequeños muebles auxiliares”. Si algún lector sabe distinguir una yuca de una aspidistra, que levante la mano; pero esas palabras crean un intrigante efecto de extrañamiento, que hace juego con una atmósfera de fábula.
Referentes
Como todo libro original, este no solo se parece a muy pocos, sino que remite a otros no necesariamente parecidos entre sí (he ahí la paradoja que enunció Borges en su famoso ensayo sobre Kafka). Ciertas páginas recuerdan al neogótico de
Cristina Sánchez-Andrade, o al gótico de
Flannery O’Connor. Uno piensa también en la seca belleza de las novelas de
Marilynne Robinson, en especial la primera,
Vida hogareña. El curandero que se ha mencionado antes se diría salido de un cuento de
V. S. Pritchett. Y no en vano Adón tradujo recientemente
El árbol, de John Fowles, un ensayo que habla de la difícil relación de los humanos con el mundo natural.
Las afinidades electivas apuntan claramente a la literatura moderna de habla inglesa, algo habitual en los escritores españoles contemporáneos, pero lo interesante es que Adón pone en foco una constelación que muy pocos de sus colegas parecen estar mirando hoy en día y de la que aún menos han percibido la fuerza. Si se le puede criticar algo, en ese sentido, son las mismas flaquezas que en ocasiones muestran sus precursores: diálogos más impostados que hablados, algún que otro tremendismo, la confusión ocasional de elipsis con abstracción. Pero esos deslices son escasos y hacen a la identidad de un libro que no deja de asombrar. En lo fundamental, Pilar Adón concibe un cautivador espacio-tiempo imaginario que refleja de manera inquietante los atavismos del real.