Mujeres y libros no es un volumen de memorias escrito por un bibliófilo erotómano. Es un paseo entretenido por la historia de las relaciones femeninas con la letra impresa desde el siglo XVIII hasta nuestros días. ¿Es esa historia diferente de la masculina? Formular la pregunta supone entrar en el campo minado de los debates de género. Bollmann avanza con prudencia, en capítulos dedicados a casos particulares, casi sin echar mano de tesis generales.
Arranca en 1750, con “la fiebre lectora de poesía”, fomentada por el poeta Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803). El siguiente capítulo está dedicado a dos novelas epistolares inglesas que, de manera indirecta, siguen resonando hoy en día. De
Clarisa y
Pamela, ambas de
Samuel Richardson, Bollmann tira acertadamente un hilo que llega hasta
Cincuenta sombras de Grey: en cada caso, la lectura conlleva una forma de sublimar un tabú social, pero también un experimento sentimental.
La relación entre lectura y sentimientos es obligada en los capítulos dedicados al siglo XVIII, cuando hace su aparición, entre otros, el fenómeno romántico de
Werther. Pero no solo para que se acelere el corazón lee el hombre o, en este caso, la mujer. Si miramos a grandes lectoras como
Caroline Schelling y
Mary Wollstonecraft, despunta también la política. Al filo de la Revolución francesa —apunta Bollmann— muchas mujeres encuentran en los libros un camino posible hacia la emancipación. Sin ser novedosa, la idea tiene la inmensa ventaja de ser cierta. La cuestión no está tratada de manera sociológica, sino a través de retratos biográficos.
Es especialmente interesante el estudio de Wollstonecraft como crítica literaria, pues se vincula su actividad de reseñista con los postulados de su libro más famoso:
Vindicación de los derechos de la mujer. Bollmann demuestra que Wollstonecraft juzgaba duramente las novelitas sensibleras que leían por entonces algunas mujeres porque creía en la preeminencia de la razón y veía en el sentimentalismo una clave de la opresión masculina, por más que no lo expresara con esas palabras. Es una lástima que no se cite, en esta línea, el famoso ensayo de
George Eliot “Tontas novelas de damas novelistas”, una crítica magnífica que pone en evidencia dos cosas: la bobería de los libros que hoy llamaríamos
best sellers y la feroz inteligencia crítica de la mayor novelista inglesa del siglo XIX.
Pero está
Jane Austen. El retrato de la autora es ameno, pero le saca poco jugo a los aspectos satíricos de su obra y no se analiza el bovarismo presente en
La abadía de Northanger. Se estudia la historia de
Madame Bovary, “la enamorada de todas las novelas”, a quien Bollmann resume en un diagnóstico harto benevolente: “Los libros […] le sirven para dotar de fantasía la propia vida, que considera aburrida y monótona. Por desgracia, esta huida a la ficción únicamente parece reforzar la sensación de vacío y abatimiento”. A partir de esa esforzada interpretación empieza a detectarse una de las deficiencias claves de Bollmann: en sus anécdotas todas las lectoras son igualmente competentes, todos sus esfuerzos igualmente admirables.
Con variable agudeza crítica, el libro ofrece en su última parte perfiles de lectoras famosas: Virginia Woolf,
Susan Sontag,
Sylvia Beach y Marilyn Monroe. Bollmann cierra el libro con dos capítulos periodísticos sobre fenómenos de dudoso pelaje intelectual. Es probable que se empiece a leer por romanticismo, pero meter en el mismo saco la lectura ligera con la libertad intelectual es desacreditar los logros de aquellas lectoras para las que la emancipación consistía en derrotar la ligereza. Ante los libros no puede faltar una idea de valor. Mary Wollstonecraft o George Eliot, que lo sabían, se hubieran comido a E. L. James. Esa voracidad es la parte más fascinante de la historia.