Aumenta la presión sobre Asia central
La región afronta la rivalidad chino-rusa y la creciente presencia del fundamentalismo islámico
La participación de Asia en el PIB mundial ha crecido mucho más deprisa que la de otros continentes: del 16,8% en 1962 pasó al 44,4% en 2014. A pesar de la lejanía geográfica y cultural, y después de haber impuesto durante siglos la relatividad de los conceptos (¿qué es Oriente y qué Occidente para un chino?), los europeos estamos cada vez más interesados en ella, Asia central incluida.
Con casi 70 millones de habitantes —la mayoría musulmanes— y cuatro millones de kilómetros cuadrados (la UE tiene 4.700.000), Asia central tiene una relevante posición geoestratégica. Colchón entre Rusia y China, es vecina de estados conflictivos como Afganistán o Irán. La propia región es turbulenta y a la vez objeto de conflictos y ambiciones a causa de sus recursos naturales, su potencialidad comercial, la inseguridad y permeabilidad de sus fronteras, la creciente presencia del fundamentalismo islámico, el tráfico de drogas y las dudas sobre su futuro después de la retirada occidental de Afganistán.
Limita al norte con Rusia, con China al este, con Afganistán, India y Pakistán al sur y se intuye Europa al oeste. Numerosas son las amenazas para la paz y la estabilidad dentro y entre los cinco estados que la componen: pobre gobernanza, muy débil (en algún caso inexistente) Estado de derecho, divisiones étnicas, considerable pobreza y recursos hidráulicos y territorios en disputa.
Hablamos de Kazajistán (el mayor de los cinco, tres veces el tamaño de España), 17.673.000 habitantes, el 70% de confesión islámica, rico en petróleo y gas. Uzbekistán, 31.516.000, 90% musulmanes, petróleo, gas, uranio, cobre, tierras fértiles. Tayikistán, 8.550.000, 98% musulmanes, sin petróleo ni gas pero con gran potencial hídrico. Kirguistán, 5.992.000, 80% musulmanes, mismas características que Tayikistán en cuanto a recursos naturales. Y Turkmenistán, 4.933.000, 89% musulmanes, cuarto país del mundo en reservas de gas natural, gran cultivador de algodón.
Divisiones étnicas y disputas territoriales amenazan la paz en una zona en la que Europa apenas tiene presencia
La región adquirió notoriedad en el siglo XIX cuando Rusia consideró la posibilidad de invadir la India británica a través de la misma. Desde el final de la guerra fría y la descomposición de la URSS a finales del siglo XX, la comunidad internacional ha considerado Asia central como una zona de alto riesgo y potencial inestabilidad a causa de la violencia crónica y la inseguridad en el vecino Afganistán. Los cinco estados que la integran tienen la común característica de ser antiguas repúblicas de la Unión Soviética, y la influencia de Moscú es notable. En la actualidad son diversos los estados con presencia y ambiciones en mayor o menor grado en el tablero centroasiático. Los más importantes son Rusia y China, pero también Turquía, Irán, India, Pakistán, Japón y Estados Unidos tienen intereses en la región. Europa apenas tiene presencia en la zona.
Actores en juego
Pekín y Moscú ofrecen a los cinco estados similares y atractivas posibilidades para su desarrollo económico a cambio de obvias ventajas para los ofertantes. Para evitar una excesiva dependencia, los países centroasiáticos buscan un mayor grado de diversificación de sus relaciones exteriores, algo que será difícil de lograr sin una genuina integración regional (de la cual aún están lejos) y sin solucionar importantes problemas, entre otros el reparto equitativo de los recursos hídricos. Un obstáculo adicional consiste en el daño que a la economía de la zona está causando la caída de los precios de las materias primas y la recesión en Rusia —asimismo causada por ese declive, pero también por las sanciones impuestas por la Unión Europea debido a su actuación en Ucrania—.
Así las cosas, la región tiene que hacer frente a dos serias circunstancias. Por un lado, la rivalidad geoestratégica y comercial chino-rusa y, por otro, la creciente presencia del fundamentalismo islámico en los cinco países, que también, si bien por ahora en menor grado, se halla presente en Rusia y China. En Rusia el 11% de la población (16,5 millones) es de confesión islámica. Hay más de cuatro millones de inmigrantes, procedentes la mayoría del Cáucaso y de Asia central, que comparten idéntica fe. Las autoridades moscovitas estiman que medio millón de ellos simpatizan con Estado Islámico y que unos 5.000 están combatiendo en Siria. Una encuesta de noviembre realizada en Daguestán —república autónoma norcaucásica con la mayor heterogeneidad étnica de toda la Federación Rusa— constató que más de la mitad de los jóvenes desean vivir en un estado islámico (el 83% de los daguestaníes son musulmanes). Lo anterior, además de otros factores, da como resultado el aumento de la islamofobia y de las tensiones interétnicas. Un temor adicional de Moscú es el retorno de los combatientes de Siria al Cáucaso norte, donde la insurgencia es activa.
Combatir el caos
Rusia y China comparten una misma y creciente inquietud: la extensión del caos afgano a sus respectivos territorios o áreas de influencia, concretado en el avance de los talibanes en Afganistán y de Estado Islámico en la zona. Ambas han reaccionado en consecuencia. El pasado octubre, en una cumbre en Kazajistán de la Comunidad de Estados Independientes (Rusia y 10 de las 15 antiguas repúblicas constituyentes de la URSS), Putin las exhortó a que se unieran a Moscú en una fuerza militar conjunta para asegurar las extensas fronteras frente al yihadismo. Afganistán limita con Uzbekistán, Turkmenistán y Tayikistán. Este último comparte una muy prolongada frontera con el territorio afgano, a lo largo de la cual patrullan 7.000 efectivos rusos (la mayor presencia militar del Kremlin en el exterior, que además dispone de la base aérea de Kant, en las afueras de Bishkek, la capital de Kirguistán).
La estrategia de China es diferente. Ha decidido que su penetración sea económico-comercial y que sea Moscú quien se encargue de la vía militar. Pekín ha logrado protección incluso de actores distintos de los rusos para alguna de sus grandes inversiones. Por ejemplo, en 2007 destinó más de 3.000 millones de dólares a la mayor mina de cobre del mundo, en Aynak, provincia afgana de Logar, que tiene dos peculiaridades: está sobre uno de los más importantes yacimientos arqueológicos de Asia y la protegen tropas estadounidenses. Otro caso: China financia una carretera, una vía férrea y varios ductos desde el puerto de Gwadar —construido por ella en el sur pakistaní— a la problemática región china de Xinjiang, un recorrido de casi 3.000 km. Se trata de que el petróleo y el gas que Pekín importa del golfo arábigo-pérsico desembarque en Gwadar, sustituyendo al trayecto actual de 16.000 km. hasta Shanghái que atraviesa el estrecho de Malaca, peligroso por su denso tráfico, por la piratería y por ser zona de influencia estadounidense. Diez mil soldados pakistaníes protegen el proyecto. Por su parte, el Kremlin estima que su presencia militar garantizará la continuación de las repúblicas centroasiáticas en su círculo de influencia.
Si bien es difícil evaluar cómo se comportará a medio plazo Pekín en el tema militar, por ahora estima que la seguridad y la estabilidad no son requisitos indispensables para lograr el desarrollo y que a este se puede acceder mediante inversiones en infraestructuras y obras de distinto porte y función capaces de pacificar los conflictos locales. También considera que el desarrollo económico y social contendrá la llamada del fundamentalismo islámico en Asia central, Afganistán, Pakistán, India (donde comienza) y en la propia China... y, de paso, permitirá el tranquilo flujo a su territorio de gas natural centroasiático, que cubre ya el 50% de sus necesidades.
El reto de Xinjiang
Pero el gran desafío de seguridad lo tiene Pekín dentro de su inmenso territorio, en la región autónoma de Xinjiang (en chino “nueva frontera”), en el extremo occidente. Posee el 22% de las reservas domésticas chinas de petróleo y el 40% de los yacimientos carboníferos en un territorio que es tres veces el tamaño de España, con 23 millones de habitantes, en su mayoría de etnia uigur. Con la clara intención de diluir la identidad cultural y la religión islámica de los uigures, el Gobierno central ha impulsado la emigración han (la etnia preponderante en el conjunto de China) a Xinjiang, que en 60 años ha pasado del 6% a más del 40% de la población. A pesar de ello hay 15.000 mezquitas en la región y Estado Islámico acaba de hacer un llamamiento a los separatistas uigures para que se unan a la yihad. Hay importantes colectividades uigures al otro lado de la frontera, en Kazajistán, Uzbekistán y Kirguistán. Human Rights Watch afirma que “la guerra contra el terror que Pekín libra dentro de sus fronteras ha sido utilizada en Xinjiang para justificar una fuerte discriminación étnica, severa represión religiosa y creciente supresión cultural”. No parece que semejante política pacifique el conflicto, propicie el desarrollo o vaya a contener el fundamentalismo.
Los líderes locales buscan desarrollar sus economías manteniendo a raya la disidencia y la protesta social
Si bien Rusia y China son las dos grandes potencias con estrategias de peso en la región, falta por dilucidar si son convergentes o rivales. Para su actuación, además de sus acuerdos bilaterales, Rusia se vale de la Unión Económica Euroasiática (UEE), de la que forman parte Kazajistán, Kirguistán, Bielorrusia y Armenia. Pese a la apabullante presencia china, a corto y medio plazo es probable que Moscú siga siendo el actor dominante en los ámbitos político, militar, cultural e incluso económico-comercial.
La Nueva Ruta de la Seda
Pasarán décadas (y dando por hecho que Rusia se estanque, lo que está por ver) antes de que China pueda sustituir a Rusia. Téngase en cuenta que la ambición estrella de Pekín, la denominada Nueva Ruta de la Seda —que por tierra atraviesa Asia central y por vía marítima comprende el Índico, el Mar del Sur de China y el Mediterráneo—, necesitará más de 30 años y su apertura se hará coincidir con el centenario de la República Popular, en 2049. A día de hoy, ambas potencias hacen lo posible por aumentar su actuación económico-comercial en el área evitando cualquier confrontación. Incluso realizan gestos de cooperación. En julio de 2015 Moscú acogió simbólicamente en Ufa, cerca de la frontera kazaja, la cumbre de los BRICS y la reunión de la Organización de Cooperación de Shanghái (China, Rusia, Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán, Tayikistán), organismo inspirado por Pekín. Y en mayo de 2015 Putin y Xi acordaron coordinar la Nueva Ruta de la Seda y la UEE.
La otra gran potencia presente en el área, EE.UU., acaba de aprobar su nueva estrategia para la región y comparte puntos con la visión china, que considera la zona un corredor estratégico para acceder a Europa, compartiendo prosperidad y buscando su inclusión en un orden internacional en mutación —una posición diferente a la de Rusia, quien contemplaría a Asia central como su “patio trasero” a ser defendido de la expansión occidental—. La diferencia con la posición norteamericana consiste en que esta persigue la liberalización y el pluralismo político, lo que contraria la percepción de los actuales líderes de casi todos los países de Asia central que, manifiestamente, prefieren el modelo chino al estadounidense. Esto es, una combinación de fuerte autoridad estatal propiciadora de una economía capitalista de libre mercado. Esos dirigentes quieren desarrollar sus economías manteniendo a raya la disidencia y la protesta social. ¿Hasta cuándo?