Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart. Camino de Afganistán
A finales de los años 30 estas dos mujeres suizas emprendieron un viaje en busca de la cara opuesta de Occidente. Las dos recogieron por escrito las impresiones de esa aventura
Schwarzenbach, hija de una aristocrática familia suiza emparentada con el canciller alemán Bismarck, utilizó la abultada fortuna familiar para contravenir las normas sociales imperantes y vivir abiertamente su homosexualidad en el Berlín decadente de la República de Weimar mientras intentaba abrirse paso como escritora. Para entonces, ya había viajado por Rusia con Klaus Mann —con el que comenzó a inyectarse morfina—; por Estados Unidos, haciendo reportajes de contenido social; por la España de 1933, junto a la fotógrafa Marianne Breslauer, y por Persia, donde había contraído matrimonio de “mutuo socorro” [en palabras de su biógrafa, Melania Mazzucco, en Ella, tan amada, (Anagrama, 2006)] con Claude Clarac, secretario de la embajada francesa en Teherán, que, aunque también homosexual, sucumbió como tantos otros y otras a su irresistible magnetismo. En La muerte en Persia (1936) Annemarie Schwarzenbach relató sus primeras experiencias en ese país.
De familia menos acaudalada, pero también instruida, Ella Maillart destacó desde muy joven como deportista. Practicó el hockey, el esquí y la vela, deporte en el que compitió en 1924 en las Olimpiadas de París. En 1939, con 36 años, ya había recorrido medio mundo como reportera y fotógrafa: en 1932 viajó por el Turquestán soviético, en 1934 cubrió para Le Petit Parisien la ocupación japonesa de Manchuria y en 1935 cruzó durante seis meses Asia Central junto a Peter Fleming, corresponsal del Times. En Oasis prohibidos (Península, 1999) contó ese viaje.
Schwarzenbach utilizó la abultada fortuna familiar para contravenir las normas sociales imperantes
Por distintos motivos, entre otros para dejar atrás una “Europa temblorosa y febril” en busca de “los que aún saben vivir en paz”, Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart aceptaron viajar juntas, pero sus personalidades eran muy dispares y el viaje las fue distanciando cada vez más. Maillart era una mujer metódica y llena de energía, muy interesada en la etnografía, las religiones orientales y la búsqueda espiritual (en 1942 escribió en su libro autobiográfico Cruises and Caravans que había iniciado “un nuevo viaje […] por el territorio inexplorado de mi propia mente”). Schwarzenbach era un ser vulnerable que no lograba superar ni la pasión no correspondida por Erika Mann (hija de Thomas Mann y hermana de Klaus Mann) ni la pesadumbre que le producía el ascenso del nazismo. El 6 de junio de 1939 ambas se subieron en Ginebra al Ford Roadster de 18 caballos, regalo del padre de Schwarzenbach. Cargadas con el voluminoso material fotográfico de la época, se pusieron en camino a través de los Balcanes, Turquía y Persia hacia un Afganistán idealizado (“durante el viaje actuábamos según nos dictaba la conciencia y preferíamos el romanticismo”, escribe Schwarzenbach).
Idealización y nomadismo
Afganistán, escenario durante el siglo XIX del gran juego que, por razones estratégicas, libraron los imperios británico y ruso en Asia Central (a los primeros les acabó costando en 1841 una de sus más humillantes derrotas militares) y que, desde la invasión soviética de 1979, ha quedado unido en el imaginario colectivo con la guerra, el oscurantismo y el terrorismo, representó para ellas la ansiada cara opuesta de Occidente y de la trágica realidad europea en vísperas del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Schwarzenbach pensaba que podía “devolverle a la infancia, la tierra prometida” y Maillart buscaba allí una “tribu edénica”. Durante la década de los 70 el director teatral Peter Brook también viajó a ese país en busca de “lo sagrado […] de tradiciones antiguas olvidadas” y de “miradas profundas” que ya no encontraba en los espacios públicos occidentales, según cuenta en Hilos de tiempo (Siruela, 2000) y en Conversations with Peter Brook, de Margaret Croyden (Theatre Communications, 2009).
Schwarzenbach y Maillart, que para sufragarse el viaje habían firmado un contrato con la agencia de prensa Wehrle de Zúrich, fueron dejando constancia de una singladura llena de descubrimientos y penalidades. Maillart estaba fascinada, quizá enamorada, con Annemarie Schwarzenbach, pero le pedía cosas que no podía darle: que renunciara por completo a su adicción y que, como ella, se distanciara de la situación política de Europa. Maillart escribe: “Es pueril censurar a un dictador o a un gobierno, achacándole el caos en que estamos metidos”. Llegó a escribir que “los nazis no habrían rechazado las ideas de libertad y amor cristiano […] si estas ideas no se hubiesen aplicado con tanta mezquindad”. Tampoco rechistó cuando los alemanes que las agasajaron en el consulado germano de Teherán compararon a Hitler con un “santo”. Pero Annemarie Schwarzenbach, que ya había sufrido la censura de sus artículos en la Austria del Anschluss, replicó que “jamás un santo adoptaría procedimientos propios de gánsteres”.
De la comparación entre los textos que escribieron Maillart y Schwarzenbach sobre su común periplo surgen experiencias sorprendentemente dispares. Maillart describe con atención las ruinas, los paisajes y el trasfondo mítico de muchos lugares, como el monte armenio Ararat, donde supuestamente quedó varada el arca de Noé, y menciona de continuo a su esquiva compañera. Por su parte, Schwarzenbach, que en sus escritos alude mucho menos a la presencia de Maillart, como si viajara sola, percibe el viaje como una torturada travesía íntima, una “realidad inmisericorde”, y la belleza y la crudeza de los lugares que encuentra en la antigua ruta de la seda aparecen con frecuencia filtradas por el tamiz de un sentimiento de culpa: “¿Es lícito ir por alguna parte del valle de Hunza en pos de la felicidad humana cuando hay hermanos […] que sucumben a una muerte sin nombre?”, se pregunta.
Eran mujeres de una élite social y cultural que, a pesar del conocimiento acumulado en sus viajes y de la lucidez respecto a su propia condición (“teníamos tiempo sobrado para considerar lo privilegiado de nuestra situación”, dice Ella Maillart desde su camarote de primera), esperaban “vivir la singular experiencia de que tales leyes [las de la civilización occidental] no eran […] irrevocables, imprescindibles”. Imbuidas del orientalismo que tan bien definió Edward Said, buscaban lejos de Europa una “tierra bendita de campesinos” congelada en el tiempo, idealizando en cierto modo la pobreza y, como Wilfred Thesiger, T. E. Lawrence y Bruce Chatwin antes y después que ellas, el nomadismo. Por eso cuestionaban algunas de las reformas emprendidas por el sah en Persia y por los gobernantes afganos, que consideraron que “avasallarán” a los labradores “condenados a trabajar en las fábricas”, aunque acabaron alabando el fallido empeño modernizador del rey Amanulá, monarca de Afganistán entre 1919 y 1929, al que, según apostilla Schwarzenbach, “lo que más se le reprochó fue la emancipación de la mujer”.
Contra todo pronóstico
No menos contradictorias son las impresiones que se encuentran en sus libros sobre la situación de la mujer o la homosexualidad. Las más chocantes son las de Ella Maillart, que, contra todo pronóstico, esperaba encontrar “un modo de vida patriarcal, sencillo y armonioso” al cruzar la frontera afgana y se alegraba de que en Persia no se viera “a ninguna mujerzuela […] con vestido demasiado corto”. Hacia el final de su libro, sin embargo, Maillart sorprende defendiendo la educación femenina al exclamar “¡Cómo deseaba yo hacer algo por ellas […] que las enseñasen a pensar, sentir y vivir justamente!”, no sin dejar de apuntar que “las escuelas no desarrollan las facultades tanto como las ahogan”.
Con 36 años, Ella Maillart ya había recorrido medio mundo como reportera y fotógrafa
Cuando ve a mujeres cubiertas por el velo integral, Annemarie Schwarzenbach se plantea la conveniencia de educarlas: “¿Acaso esas mujeres eran especialmente desgraciadas […] Era correcto […] darles educación […] clavarles el aguijón de la insatisfacción?”. Pero esta mujer, que durante gran parte del viaje se vistió de hombre y pasó por hombre, reconocía que ellas “trabajan como esclavas” y que “se hallan impotentes; ignoran que la vida puede ser diferente”. No carece de lógica que tanto Maillart como Schwarzenbach, que hacían cosas que en su época solo hacían los hombres, idealizaran una concepción tópica de la masculinidad. Así, la primera se imaginaba cómo habría transcurrido su vida de haber sido “varón en algún pueblo” de Afganistán, “feliz por pertenecer al mundo de los hombres”. Mientras, la segunda elogia al pueblo afgano “masculino, alegre e incorrupto”. Más irónica a este respecto se mostró años después Doris Lessing, premio Nobel de Literatura y autora del clásico feminista El cuaderno dorado, cuando visitó Afganistán en la década de los 80 para llamar la atención sobre la situación del país durante la devastadora invasión soviética. En El viento se llevará nuestras palabras: un testimonio comprometido sobre la destrucción de Afganistán (Ediciones B, 2002) Lessing dejó patente la contrariedad que a algunas mujeres “emancipadas” como ella les causaba llegar a “soñar con […] un marido de verdad, un marido a la antigua usanza”, como los que tenían las afganas, pero no dejaba de rechazar esa “reducida y ardiente cárcel”.
En el caso de Ella Maillart también resulta sorprendente su concepción de la homosexualidad, a medio camino entre el elitismo y la espiritualidad: “Para aquellos que se identifican del todo con su cuerpo, sería deplorable que se sintiesen atraídos por su propio sexo […].Para esos seres, excepcionales y raros, que se identifican con su facultad de pensar […] el problema tiene menos importancia. El ser mental no tiene sexo […] abarca los dos”, y añade que “tal vez era esto lo que le ocurría a” Annemarie Schwarzenbach.
Fin de viaje
Llegado el mes de octubre, los demonios interiores de la más joven de las viajeras volvieron pletóricos de ferocidad. Estaba harta de la tutela de Maillart, debilitada por la morfina y, además, se enamoró de Ria, esposa del arqueólogo francés Joseph Hackin, que trabajaba en las excavaciones afganas de Bagram. El libro de Schwarzenbach, escueto en referencias sentimentales, no menciona esta pasión, que tampoco aparece en Viaje a Kafiristán (Donatello y Fosco Rubini, 2001), la esteticista versión cinematográfica del viaje de las dos escritoras suizas, que, sin embargo, sí se detiene en la que sintió Schwarzenbach en Turquía por la hija de un diplomático.
Ella Maillart sentía que “había faltado al deber” de cuidar a Annemarie, que la propia madre de esta le había encomendado, pero “estaba cansada” de su compañera y ansiosa por emprender una nueva aventura en la India, donde se quedó varios años junto a dos maestros espirituales. Las dos aventureras decidieron poner fin a su viaje (aunque se reencontraran brevemente la noche de año nuevo de 1940 en la India) y Schwarzenbach se encaminó hacia Kunduz con los Hackin, mientras Maillart cruzaba el paso de Jaybar hacia la entonces India británica.
De los textos de ambas sobre su periplo común surgen experiencias sorprendentemente dispares
Esta fascinante aventura acabó con una cierta sensación de fracaso para las dos: Annemarie no logró abandonar su adicción y Maillart creyó que no había conseguido “salvar de sí misma a mi compañera”. La primera, que regresó en 1940 a Europa, le dijo a Maillart al despedirse: “Sé muchas cosas sobre el nazismo, y mis artículos tal vez consigan explicar por qué luchamos. No puedo seguir aquí mientras ellos sufren allí”. Le preguntaba si su permanencia en la India no obedecía sencillamente al deseo de “estar lejos de la guerra”. Su compañera, confesándose “desembarazada para siempre de mis ilusiones” y apelando a su mayor edad y al hecho de haber sufrido “indirectamente lo que mis amigos vieron” en la Primera Guerra Mundial, contestó que, para ella, el reto principal era permanecer “en un país que es la antítesis de lo que amo, estaré sola y obligada a vivir estrictamente con lo mínimo”.
Antes de morir a causa de un accidente de bicicleta en Suiza en 1942, Annemarie Schwarzenbach viajó a Estados Unidos y África. Maillart regresó a su país en 1945, aunque posteriormente siguió viajando por Asia en calidad de guía cultural. Maillart no publicó su crónica de este fascinante viaje hasta 1947, después de la muerte de Schwarzenbach, cuando consiguió que la dominante madre de esta, reticente a ver reflejada la orientación sexual de su hija en un libro, le remitiera la documentación pertinente. Las impresiones de Schwarzenbach, una colección de artículos enviados a revistas y otros textos, no se publicaron en su momento porque no encajaban en lo que se consideraba un libro de viajes.
Ella Maillart
Traducción de Francesc Payarols i Casas
La Línea del Horizonte,
Madrid, 2015,
321 págs.
Annemarie Schwarzenbach
Traducción de María
Esperanza Romero
Minúscula,
Barcelona, 2008,
182 págs.