Alexander Calder. El escultor que dibujaba en el aire
Una muestra en la Tate Modern de Londres recupera las obras del estadounidense que salvó este arte del aburrimiento
Charles Baudelaire, poeta y gran protagonista de la crítica de arte, se preguntaba por qué la escultura es aburrida en el mordaz ensayo publicado en 1846 y dedicado al salón de ese año, Salón de 1846. La pregunta titula uno de los capítulos del libro. Baudelaire estaba menos interesado por el estado de la escultura francesa del momento que por las limitaciones del género como forma de arte. Contemplaba la creación de una escultura moderna como algo imposible. Sobrecargada por una tradición secular errónea, ahogada en referencias ideológicas y narrativas, esta disciplina moría de aburrimiento en las escuelas y academias que solo buscaban la exaltación de ciertas virtudes canónicas. El que había sido durante siglos paradigma del canon artístico del clasicismo se había convertido en un género tedioso y academicista, olvidando en ese derrumbe su verdadero fin: dar forma a la materia, moldear, crear, transformar con las manos.
Un arte antimoderno
En el texto Baudelaire arremetía contra las propiedades que habían definido históricamente a estos “fantasma de piedra”, con sus proporciones serenas e ideales, su presumible anacronismo y su intemporalidad. Pero no era por nada de eso por lo que no era moderna. Para Baudelaire era su condición de “arte de caribes”, de género indomable cuyo origen se perdía “en la noche de los tiempos”, lo que hacía de la escultura un arte esencialmente antimoderno. Mientras que el pintor tiene la entidad de la creación, el escultor nunca logra controlar la visión que el espectador tiene de su obra.
Sujeta a accidentes de contemplación, puntos de vista desventajosos, trucos de iluminación imprevistos y otros caprichos del escenario y la exhibición, la escultura “es al mismo tiempo vaga e inasible”, porque muestra demasiadas caras a la vez. “El espectador, que gira alrededor de la figura, puede elegir cien puntos de vista diferentes”, pensaba Baudelaire, para el que no existía más que una visión “correcta” para una determinada escultura, siendo una cuestión de azar el que el observador la descubriese. Si le falta una cualidad tan valiosa —transmitir la visión subjetiva del mundo del autor—, se preguntaba Baudelaire, ¿para qué vale la escultura? ¿Cómo podía tener cabida dentro de las nuevas formas que estaban generando los artistas de la modernidad?
A mediados del siglo XIX, la escultura se había convertido en un género tedioso y academicista
Afortunadamente, ni ellos ni los mecenas tomaron al pie de la letra las palabras del poeta, aunque tuvieron que pasar varias décadas antes de que la escultura dejara de considerarse (y tratarse) como un monumento. Le correspondió este gesto de reinvención de la estatua a figuras como Rodin, Picasso, Giacometti y Naum Gabo. Esta revolucionaria transformación quedaría perfectamente plasmada en la definición que Alexander Calder hizo de su propia escultura: “Del mismo modo en que se pueden componer colores o formas, se pueden componer movimientos”. Hubo que esperar a la irrupción del artista estadounidense para que los escultores no solo se deshiciesen de la estatua, sino que se atreviesen a dibujar en el aire y a esculpir con el movimiento.
Así se hizo escultor
Alexander Calder nació en 1898 en Lawnton, Pensilvania, en una familia de artistas. Siendo un niño, sus padres, el escultor Alexander Stirling y la pintora Nanette Lederer, le proporcionaron un pequeño taller en el que pasaba horas creando piezas de lo más heterogéneas. Dibujos, juguetes, marionetas y disfraces fueron generando el imaginario del que sería uno de los grandes escultores estadounidenses del siglo XX.
Educados en la apreciación de las artes, sus padres alentaron a su hijo a independizarse y explorar diferentes profesiones. Calder estudió ingeniería mecánica después de graduarse en la escuela secundaria. Tras una serie de empleos insatisfactorios, empezó a trabajar en la sala de calderas de un buque, el H. F. Alexander, que iba de Nueva York a San Francisco a través del Canal de Panamá. Calder despertó una mañana frente a las costas de Guatemala para ver simultáneamente, en horizontes opuestos, un luminoso amanecer y una luna llena dibujarse. La experiencia lo conmovió de tal modo que a su vuelta retomó sus estudios artísticos en la Art Students League, con el fin de replicar su nueva apreciación del universo.
En 1926 Calder recorrió el camino que había resultado tantas veces irresistible para generaciones enteras de artistas estadounidenses: el viaje a Europa. En París se codeó con otros vanguardistas que como él se habían dirigido a la ciudad desde todas las esquinas del mundo. Calder, que había comenzado pintando cuadros, no tardó en dirigir su atención a la escultura. Retomando las prácticas de la infancia comenzó construyendo juguetes mecanizados, retratos con cable, esculturas de animales y su célebre Circo Calder, que se puede ver en la exposición que la Tate Modern dedica a la figura del escultor y que toma como punto de partida la idea de la escultura como performance. A través de una pequeña pantalla se ofrece una representación en la que figuras en miniatura hechas en metal, corcho, madera, tela, cuero y caucho realizan piruetas, saltos y otras acciones circenses.
El Circo Calder se convirtió en uno de los eventos favoritos de los vanguardistas. La audiencia se sentaba en una cama baja o en cajones, comiendo cacahuetes y acompañando la función con el sonido de las matracas mientras él coreografiaba y dirigía el circo acto por acto. Acompañado por la música y la iluminación, el espectáculo podía durar hasta dos horas: los trapecistas volaban por los aires y los acróbatas salían catapultados por el espacio. Había también accidentes impredecibles, con frecuencia “el perro no lograba saltar a través del aro de papel, el jinete caía del caballo, o el trapecista aterrizaba vergonzosamente en la red”, así lo describía una crítica publicada en Newsweek en 1943.
Este ejemplo temprano de lo que hoy se reconoce como arte performativo le granjeó a Calder fama y la amistad de artistas de la talla de Joan Miró, el músico Edgard Varèse y la bailarina Josephine Baker. Sus retratos, creados a través de los giros y torsiones del alambre, penden de las paredes de la Tate Gallery acompañando el imaginario del circo.
Visita al estudio de Mondrian
Cuando Calder llegó a París, la bailarina Josephine Baker había cautivado al público parisino, volviéndose en poco tiempo una celebridad internacional. La imagen de Baker acaparaba las revistas, la publicidad y la producción artística de los artistas de vanguardia. Calder no tardó en sentirse intrigado por la figura y los movimientos de la bailarina. Suspendidas en el espacio, sus Josephine se mueven suavemente con las corrientes de aire, mientras los contoneos de Baker son traídos a la vida por las oscilaciones propias de la escultura, anticipando la posterior creación de los mobiles.
Ann Coxon, comisaria de la exposición de la Tate Modern, explica que la capacidad de Calder de “pensar en cable”, junto con su fascinación por las relaciones espaciales y de movimiento, sentaron las bases para sus posteriores obras. Abrazado por la nueva escultura recién salida de las manos de Picasso y las herramientas de Julio González, Calder desarrolló su revolucionaria noción de “dibujar en el espacio”, un concepto que fue central en su trayectoria. Lineales y volumétricas al mismo tiempo, estas obras actúan como piezas tridimensionales, dibujos de línea continua. Pero fue su encuentro con Mondrian lo que transformó su arte en algo reconocible más allá del humor y su valor de entretenimiento.
En octubre de 1930 el pintor Piet Mondrian, uno de los pioneros de la abstracción geométrica, fue a ver el Circo Calder. Unos días más tarde el escultor estadounidense le devolvió la visita al artista holandés. Mondrian había incorporado los principios de la teoría estética en el diseño de su estudio y su apartamento. Al entrar, Calder se sumergió en el mundo de la abstracción. Se trataba de una habitación “muy emocionante”, de forma regular, y cada superficie estaba pintada de blanco.
El estudio no tenía adornos, el mobiliario era funcional, con un diseño minimalista. La luz entraba desde la izquierda y desde la derecha, y en la sólida pared que había entre las ventanas había rectángulos pintados de los tres colores primarios. Mondrian los iba reubicando con el fin de planificar nuevas composiciones. La maduración de la obra de Calder deriva de este evento único: el encuentro de dos artistas en un determinado lugar y tiempo. El escultor repitió varias veces a lo largo de su vida la importancia que tuvo el descubrimiento de este nuevo léxico artístico en su trabajo: “Esta visita me produjo un shock… Esta única visita me produjo un shock que inició cosas”.
La dinámica de reorganizar los rectángulos en la pared de acuerdo a su voluntad debió de haber abierto los ojos de Calder al potencial de formas sólidas de color movibles. El escultor sugirió a Mondrian que sería divertido hacer oscilar los rectángulos, introduciendo movimiento en las piezas, a lo que el pintor holandés respondió muy serio: “No, no es necesario, mi pintura ya es muy rápida”. Su sensibilidad escultórica y su habilidad para ver y pensar en tres dimensiones llevaron a Calder a criticar esta decisión por las limitaciones que, a su jucio, suponían el uso de formas estáticas en una pared plana. Aunque no sabía todavía cómo iba a proporcionar movimiento a los rectángulos coloreados e ir más allá de una simple lectura bidimensional, la idea de relaciones de Mondrian, de armonía, unidad y equilibrio, apeló a su sensibilidad artística.
‘Stabiles’ y ‘mobiles’
Un año más tarde Calder construyó sus primeros stabiles (estables) y sus primeras esculturas cinéticas, llamadas mobiles. El término stabile fue acuñado por Jean Arp para diferenciar los primeros trabajos inmóviles de aquellos que tenían movimiento. En consonancia con su amor por los juegos de lenguaje y los dobles significados, otro buen amigo del escultor, Marcel Duchamp, usó la palabra mobile —que en francés hace referencia a “movimiento” y “motivo”— para denominar sus obras oscilantes. La definición que le dio Duchamp hacía referencia a las primeras esculturas alimentadas por motores y por manivelas manuales, pero Calder pronto descubrió que sus formas suspendidas y contrabalanceadas podían moverse a través de corrientes de aire. Estas obras revolucionarias no solamente liberaron a la escultura de la masa sino que incorporaron el movimiento como un material más de la pieza.
Su encuentro con Mondrian fue lo que transformó su arte en algo reconocible más allá del humor
Al contemplar la genealogía que traza la exposición de la Tate, desde sus primeras piezas en alambre, pasando por sus mobiles hasta llegar a las grandes esculturas públicas más recientes, no se puede sino volver a las palabras que Baudelaire utilizó para denostar el valor de la escultura. Las piezas de Calder no intentan corregir la falibilidad de la escultura, sino que suponen una incitación a ella. Los “cien puntos de vista” del espectador de los que hablaba Baudelaire son todos igualmente incorrectos, pues gracias a la dinámica de olas y giros ninguno prevalece. Cuando Baudelaire decía que la contemplación de la escultura está sujeta y comprometida por cambios en la luz y en la posición, se refería a las estatuas figurativas de un modelo clásico o realista. Por el contrario, en las constelaciones y universos de Calder el trabajo está hecho para resistir la coherencia naturalista a través de rupturas formales que abordan específicamente las variaciones de la contemplación. Es decir, en el caso de las obras del estadounidense, la supuesta debilidad inherente del objeto se vuelve la fuerza de la obra. Los términos se invierten y los elementos que representan la elusividad de la escultura se enfatizan con el fin de activar un cambio en la experiencia del objeto escultórico: no solo se puede caminar a su alrededor, sino que incorpora también la rotación de la escultura.
En 1951, cuando estaba desarrollando sus Constelaciones —obras móviles colgantes, hechas en madera y alambre y cuyo nombre también proviene del ingenio de Marcel Duchamp— Calder comentó acerca de su trabajo: “El sentido de la forma que subyace en mi obra ha sido el sistema del universo… la idea de cuerpos sueltos flotando en el espacio, de distintos tamaños y densidades, tal vez de diferentes colores y temperaturas… me parece la fuente ideal de formas”. No es de extrañar que fuese Albert Einstein el que entendió de manera más brillante cómo mirar el universo artístico de Calder. Se cuenta que cuando la escultura Un universo fue exhibida por primera vez en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el científico se quedó impresionado delante de este pequeño cosmos, viéndolo transitar a lo largo de sus 90 ciclos de 40 minutos. Einstein quedó fascinado, como todos los que se adentran en el mundo de Calder, por el movimiento del Sol, la Luna y los planetas y por la emocionante levedad de la escultura.