Éric Rohmer de vacaciones
El cineasta francés sublimó el periodo veraniego como ninguno de sus compañeros de la nouvelle vague. Pauline en la playa y Cuento de verano son la síntesis de sus películas estivales
Rohmer encontró en los meses de calor el mejor telón de fondo para sus relatos sentimentales más profundos
François Truffaut contaba que si él no hubiera descubierto el cine cuando era un chaval habría acabado en prisión, mientras que en el caso de su colega Éric Rohmer, decía a continuación el cineasta, es muy probable que se hubiese dedicado al turismo. De todos los miembros de la Nouvelle Vague y del círculo André Bazin de la revista Cahiers du cinéma, ninguno como Rohmer ha sabido representar tan bien el verano y las vacaciones, “lo que la gente hace o más bien lo que deja de hacer en ese tiempo”, en palabras del crítico británico John Wrathall. En torno al período estival, Rohmer (Tulle, 1920 - París, 2010), cuyo nombre real era Jean-Marie Maurice Schérer, realizó algunas de sus películas más conocidas y más queridas por sus seguidores, de La coleccionista (1967) a La rodilla de Clara (1970), El rayo verde (1986), Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (1987) o El amigo de mi amiga (1987), sin olvidar Pauline en la playa (1983) y Cuento de verano (1996). Algunas son historias de iniciación. Otras, relatos sobre el deseo y todas encarnaciones fílmicas de vaivenes sentimentales alimentados por charlas ociosas y tribulaciones silenciadas. Tal vez porque en verano se presta más atención a las cuestiones de la seducción o tal vez porque esa estación supone un lánguido paréntesis de las cargas del resto del año, Rohmer encontró en los meses de calor el mejor telón de fondo desde el que presentar sus relatos sentimentales más profundos, las reflexiones más agudas sobre lo mucho que llegamos a contradecirnos en las cuestiones del corazón. Nada es demasiado grave en estas películas y sin embargo todo lo que sucede y todo lo que se habla en ellas cambia las vidas de los personajes que las habitan.
Nada es demasiado grave en estas películas, pero lo que sucede y lo que se habla cambia las vidas de los personajes
Hay quien ve el cine de Rohmer como dialogado y literario en extremo —imposible no hacerse eco aquí de la famosa definición de su cine puesta en boca de Gene Hackman en La noche se mueve (Arthur Penn, 1975): “Una vez vi una película de Rohmer. Era como ver crecer la hierba” (ver secar la pintura en su idioma original)—. Pocos se han preocupado tanto en enseñar que lo que se dice y lo que se calla también tiene consecuencias como el director galo. “Quien habla demasiado, cava su propia tumba”, reza la cita del trovador Chrétien de Troyes con la que arranca Pauline en la playa, junto a El rayo verde quizá su película de la serie Comedias y proverbios más conocida para el público general; una advertencia moral que subraya la desconfianza con la que el espectador debe enfrentarse a las conversaciones que mantienen los personajes de sus largometrajes. Para un cineasta que intenta acercarse de la manera más fiel, más natural o transparente a la realidad, se trata de una idea paradójica. Tanto Pauline en la playa como Cuento de verano, dos películas sobre el verano y las vacaciones que además comparten a la actriz Amanda Langlet como escrutiñadora del cúmulo de palabrería que va tejiendo el resto de personajes, demuestran que decir mucho no siempre significa decir bien.
El aprendizaje de Pauline
Ambientada durante los últimos días de un verano en la costa de Normandía, Rohmer presenta, en la que fue su última colaboración con el director de fotografía Néstor Almendros, al que probablemente sea uno de sus personajes más sagaces, porque Pauline (Amanda Langlet) es mucho más que una quinceañera irreverente y con una locuacidad poco habitual en las chicas de su edad: en la película que lleva su nombre ejerce el rol de voz moral que pone a cada uno de los adultos de su entorno en su sitio. Pauline viaja hasta la playa para dejar atrás la niñez, pero se da cuenta de que los mayores a menudo son más infantiles que quienes aún no han cumplido los 18. Señalaba Rohmer, en una entrevista de 1983 con Serge Daney y Louella Interim para Libération, que el personaje de Pauline “aparece como la mirada crítica del adolescente sobre el mundo de los adultos, que hablan demasiado. A la gente de su edad no les gusta demasiado hablar y más bien sospechan de quienes dicen mucho, prefieren ser algo reticentes”.
Como buena parte de los filmes de Rohmer, Pauline en la playa es una pieza de cámara que gira alrededor de los amoríos de sus protagonistas, tres adultos, una mujer y dos hombres, Marion, Henry y Pierre, y dos adolescentes, Pauline y Sylvain. Cinco personajes y un vodevil de deseos y mentiras: Marion (Arielle Dombasie) se acaba de divorciar y en esa escapada estival parece ir en busca de la persona que era antes de casarse y antes de sentir la decepción de un amor fracasado: “No hay amor si no creemos que será eterno”, dice durante una de esas conversaciones en una sentencia que define muy bien su postura sobre los sentimientos; Pierre (Pascal Greggory), el antiguo novio de Marion, sigue enamorado de la joven y le atormenta no sentirse correspondido; Henry (Féodor Atkine), por su parte, es un seductor veterano que huye del compromiso sentimental y solo quiere encuentros sexuales fugaces; y en medio, Pauline y su primera conquista estival, víctimas de los egoísmos y engaños de ese triángulo amoroso. “Yo podría criticaros a todos. Henry es un falso y tú también. No sois sinceros”, le espeta la audaz protagonista a Pierre en un momento en el que desencuentro entre los personajes es más que plausible.
Para una película que habla del gran artificio del amor, de las ficciones de los sentimientos y de los circunloquios emocionales, Rohmer se sirvió de los mínimos artificios posibles durante el rodaje: los actores no van maquillados —algo habitual en las películas del francés con Almendros—, la luz está modulada sin apenas alteraciones, las referencias a Matisse son también casuales, ya que, cuenta el director, se incluyeron tras ver ese mismo cuadro que aparece en el filme dando un paseo, y las interpretaciones, en palabras del cineasta a Danet e Interim, también poseen la fuerza de la mínima impostura, pues “los actores se impregnaron del texto, lo hicieron suyo y yo apenas tuve que ver con su proceso creativo”. Es el naturalismo fílmico en su máxima expresión. Sea como fuere, al final de Pauline en la playa, los personajes terminan su estancia en ese escenario veraniego igual de solos que como iniciaron sus vacaciones: la puerta de la villa en la que se alojan Marion y Pauline se cierra en un plano inverso al que da comienzo la película, regresando casi al mismo punto de partida del relato. “Es un sentimiento algo amargo, desencantado, irónico”, diría Rohmer sobre el filme en otra entrevista de 1986 para Positif. Acaba el verano, todo parece quedar igual, pero Pauline ha madurado tras conocer de primera mano lo absurdo del teatro de las relaciones sentimentales adultas.
La indecisión de Gaspard
En Cuento de verano, perteneciente al ciclo cinematográfico de los Cuentos de las cuatro estaciones, reaparece Amanda Langlet casi 14 años después de Pauline en la playa. Ella es Margot, etnóloga que trabaja en verano de camarera en una crepería y una de las tres jóvenes a las que se ve confrontado Gaspard (Melvil Poupaud), músico amateur y estudiante de matemáticas, cuando pasa tres semanas de vacaciones en la localidad bretona de Dinard. Las otras dos chicas se llaman Léna (Aurelia Nolin), la novia a la que secretamente espera día tras día, y Solene (Gwenaëlle Simon), conquista inesperada tan sensual como arisca. Son tres distintos arquetipos de mujeres en torno a los que gira y gira el protagonista sin lograr quedarse con ninguna a causa de su pasividad y vacilación. Todo parece que está a favor de Gaspard, pero sus oportunidades amorosas se convierten en fracasos. O en movimientos en falso.
Cuento de verano, de hecho, es una película en la que los protagonistas se mueven mucho, dan paseos por la playa mientras hablan (y la cámara en travelling los sigue sinuosa), cogen la bicicleta para ir de un pueblo a otro, de la crepería al barco. Van recorriendo una geografía costera que encadena a un personaje con el siguiente y que da forma al embrollo amoroso, como si dando vueltas por los distintos enclaves que recorren fueran capaces de encontrar aquello que buscan, un revelador encuentro o un gesto por el que dejarse de palabrería y pasar a una acción que parece no llegar nunca. Como afirma la crítica francesa Claude-Marie Tremois, “Dinard, Saint-Malo, Saint-Lunaire, Saint-Sulliac, Saint-Enogat, el golfo de La Fresnaye, la punta de Groin, Saint-Jacut: Gaspard no para de pasar de un lado del río Rance al otro, del mismo modo que pasa de una chica a la otra sin jamás pararse a analizar sus ‘no-elecciones’”. Según Rohmer, tal y como afirmó en una entrevista de 1996 en Cahiers du cinéma, “en esa película, las vacaciones son tristes, como ocurre a menudo. Tenía ganas de mostrar esas vacaciones que no conducen a nada. Unas vacaciones que son como agua estancada, un momento de ‘no-ser’, y el verano se corresponde bien con esa sensación”.
A pesar de tanto vaivén, la sensación de pasividad o incluso parálisis, esa falta de propósito que, por otra parte, suele irrumpir en mitad de las vacaciones, queda plasmada por el ritmo que Rohmer imprime al devenir en Dinard y alrededores del protagonista. Se ve al joven tocar la guitarra, coger la bici para ir a la playa o hacer una llamada telefónica, acciones livianas que no tienen un fin concreto, y los primeros días en la costa se suceden rápidamente, como si no hubiera mucho que contar. En Pauline en la playa Rohmer encadena las escenas según la tensión creciente entre los personajes a medida que se van intensificando sus encuentros. En cambio, en Cuento de verano plantea un relato lineal marcado por el paso literal del tiempo, que se encarga de enseñar con cartelas que anuncian cada una de las jornadas de Gaspard. Da igual que en el tercer y cuarto día de su estancia en Dinard nada significativo ocurra. El tiempo transcurre sin mucho que hacer, pero también porque Gaspard no quiere hacer demasiado, de vacaciones absolutas incluso de lo que se supone que debe ser un hombre casi adulto. Es un hombre vacante, libre de compromisos. Tal vez de ahí provenga su indecisión.
En el último tramo de la película Gaspard ofrece a las tres chicas ir a pasar unos días a Ouessant y será el azar, no obstante, lo que salve al protagonista de tener que escoger entre las tres. También aquí, como sucedía en Pauline en la playa, se regresa al punto de partida sin saber del todo si los protagonistas han aprendido la lección (amorosa). Menos Margot, que a pesar de sentirse “la sustituta de la sustituta”, confidente y a la vez víctima de los dilemas amorosos de su partenaire (en su compañía Gaspard pasa más de la mitad de la película), escucha con paciencia las palabras sobre la volatilidad amorosa que caracteriza al joven —“Solo quiero una chica para el verano. Estoy dispuesto a estar con la primera que venga”— y será la única de las tres la que comprenda, sin agravios, la autocomplacencia que parece ser el motor que mueve y paraliza a su amigo, en transición pero dubitativo. Para Gaspard, Margot será, en términos de romance, casi tan invisible como se percibe él a sí mismo —“Es más fácil ser uno mismo con una amiga que con una enamorada, no hay que disimular”—. No obstante, todo aquel o aquella que la conoce no alberga dudas: en caso de tener que escoger, se quedaría con ella.