Poeta célebre en todo el mundo, propuesto una y otra vez para el Premio Nobel de Literatura, Adam Zagajewski (Leópolis, 1945) vive en Cracovia. En esta entrevista, realizada en Varsovia, el autor de poemarios como
Mano invisible,
Antenas,
Deseo y
Tierra del fuego y de maravillosos libros de ensayos como
En defensa del fervor,
Solidaridad y soledad y
Dos ciudades (todos ellos en Acantilado) habla del tormentoso momento político que está atravesando su país, Polonia, un importante y muy potente miembro de la Unión Europea, tanto por su población y su enorme protagonismo cultural dentro del espectro europeo como por su floreciente economía, que ha despegado en los últimos años, coincidiendo con gobiernos moderados y de centro. La inestabilidad tras las últimas elecciones y la mayoría absoluta obtenida por el partido ultraconservador Ley y Justicia (PiS) desconcierta y preocupa.
¿Qué siente alguien como usted, de su generación y con su trayectoria, al tener que volver a bajar a la calle para manifestarse en defensa de la democracia?
Es una mezcla de emociones. En primer lugar, contento, porque se está en medio de gente como uno mismo, gente que ha conservado, a pesar de todo, el buen humor. Estas manifestaciones constantes que se están produciendo en nuestro país demuestran precisamente esto: que no se ha perdido el humor. Bajas a la calle, te encuentras con un montón de amigos, es agradable. Pero, por otro lado, no deja de estar presente también la enorme tristeza de que después de 25 años de una sociedad libre, democrática, te topas de repente frente a este muro no democrático. Otra emoción es que te vuelves a sentir joven de nuevo. ¡Cuando voy a una de estas manifestaciones me siento como cuando tenía 25 años y me manifestaba contra el poder comunista! Lo cual, entonces, era peligroso. Por lo tanto, experimento una mezcla de emociones contradictorias: por un lado, el placer de estar con gente a la que se quiere; por otro lado, la rabia contra un Gobierno que viola ley. Y por último, ese sentimiento extraño que provoca todo ello junto: vuelvo a ser joven, he rejuvenecido de repente, estoy otra vez en la calle como hace 40 años…
En nuestros días el populismo se ha extendido, cambiando sus formas, discursos y sus diversas formaciones políticas en muchos países. ¿Cómo defender la idea de la democracia? ¿El arte, la escritura, los intelectuales se tienen que implicar en momentos excepcionales?
“Cuando se está demasiado ocupado con la política se olvida lo principal: que el hombre es mortal”
El compromiso o no, la toma de conciencia o no, es algo muy complicado siempre. El arte es un edificio muy grande, que tiene muchas y muy diversas posibilidades. Pero, en general, el arte no debe ignorar totalmente la situación política. Dentro de ello, hay dos peligros: uno es ignorar totalmente una política nefasta, otro es que el arte se dedique solo a eso. Hay que guardar un cierto “objetivismo”. Hay que pensar en el arte como algo serio, inmutable, que habla de la situación del hombre en el mundo, de una dimensión existencial. Cuando se está demasiado ocupado con la política, uno se olvida de lo principal: que el hombre es mortal. Porque la política ofrece eso: una ilusión, pensar solo en lo inmediato. Sin embargo, una función fundamental del arte es recordarnos que somos mortales. Pero, al mismo tiempo, el arte tampoco puede pasar olímpicamente de todo, permanecer indiferente, sobre todo si los problemas han descendido a la calle. Hay que darles voz. Los artistas en la Unión Soviética no tenían ninguna oportunidad, porque el terror era tal que inmovilizaba a la gente. Ni siquiera podían protestar. En la Alemania nazi, Thomas Mann decía cosas formidables en los años 30. Y continuó haciéndolo. Escribió una bellísima novela,
Carlota en Weimar (1939), que me fascina, donde recuperó de lleno a Goethe y la gran tradición alemana. Pues bien, el intelectual ideal, el que se podría poner de ejemplo para tratar estas cuestiones, es precisamente Mann. Siempre guardó un equilibro entre los dos polos: el polo político y luego ese otro lado “inmemorial”, por así llamarlo, clásico, tradicional. Mann es realmente el modelo del tipo de intelectual que mantiene viva la implicación con su tiempo y al mismo tiempo su desarrollo paralelo como artista.
Usted nació en Leópolis, hoy Ucrania, y su familia se trasladó tras la guerra, en un enorme éxodo, a la ciudad industrial de Gliwice, antes alemana y ahora en el sur de Polonia. Lo ceunta en ‘Dos ciudades’ (Acantilado, 2006) y también en ‘En la belleza ajena ‘ (Pre-Textos, 2011). ¿Fue muy traumático para los suyos?
Hay que observarlo todo dependiendo de las generaciones. Para mis abuelos, que entonces ya eran mayores, significó una catástrofe. Llegaban a un lugar nuevo para morir. Sabían que era el fin. Aunque a pesar de todo mi abuelo conservó siempre su buen humor. Yo lo admiraba mucho. Era un estoico, alguien sumamente culto, educado, que sabía mucho de literatura. Leía
L’Humanité de Francia, el periódico del órgano del PCF, que era el único que se podía encontrar en la Polonia comunista, como si estuviera leyendo los periódicos occidentales. Por otro lado, la generación de mis padres era joven aún. Tenían 30, 32 años y para ellos también era una catástrofe, aunque al mismo tiempo un alivio porque la guerra había terminado. Para la generación de mis padres la ocupación nazi fue peor que la ocupación soviética. Porque, a pesar de todo, con la segunda existía la ilusión de una cierta independencia: había una escuela polaca, también un arte polaco. Los nazis solo permitían la educación hasta la enseñanza media. Consideraban a los polacos esclavos. Es admirable el papel que tuvo la resistencia polaca. Con el dinero enviado por el gobierno polaco en el exilio de Londres organizaron todo un sistema clandestino, subterráneo, para seguir dando clases. Miles de polacos se educaron de ese modo. Fue algo extraordinario. Szymborska hizo su bachillerato así. Pero volviendo a la generación de mis padres, todos ellos tenían carreras profesionales. Mi padre, que era un ingeniero y un reputado profesor en la Escuela Técnica, nunca fue un hombre amargo. Tenía su trabajo, su pasión por la enseñanza, sus alumnos lo adoraban. Aun así, esa generación polaca siempre rehusó volver a Leópolis, incluso por unos días, lo cual entonces era posible. Para ellos significaba un desastre tan descomunal haber perdido esa ciudad bellísima que tenían un agujero en la memoria. Aunque fueran plenamente conscientes de todo lo que había pasado, se negaron a incorporarlo al recorrido de sus vidas. He ido bastantes veces, para mí ya no supone ningún problema. Y mucho menos para los jóvenes de hoy, que pasan totalmente de estas historias. El tiempo actúa así. Ese agujero iría llenándose, poco a poco, a través de la literatura.
Llama la atención la virulencia empleada en la demolición de grandes genios polacos cuando no se ajustan a los cánones deseados por el poder. La agria discusión que se produjo, por ejemplo, cuando hubo que enterrar a Czeslaw Milosz, premio Nobel de Literatura de 1980, solo por la cuestión de que había nacido en Lituania, no en tierra polaca estrictamente hablando. O las críticas feroces que nunca dejaron de perseguir en vida a la poeta y premio Nobel de Literatura Wislawa Szymborska.
Es un tema fascinante. La fuerza de la cultura polaca es que es un país católico. Muy católico. A veces se trata de un catolicismo popular, primitivo, pero muy fuerte que, a fin de cuentas, ha permitido al país sobrevivir a las grandes catástrofes de su historia. Las luchas intelectuales no son lo mismo. Existe una tensión muy saludable para Polonia. Por un lado, está esta Polonia profunda, católica, que no lee muchos libros, es patriótica y honesta a su manera. Y por otro lado hay una élite que se rebela contra esta mayoría: Milosz, Gombrowicz. Se rebelan no de un modo “temático”, por así decirlo. Se sienten atraídos por los valores europeos, universales, a menudo laicos. Esta tensión está muy bien. La fuerza viene siempre de una contradicción. Vivimos permanentemente en ella, es algo creativo, estimulante. Y quienes ocupan el poder ahora en Polonia no lo pueden entender. Quieren liquidar esta tensión que siempre ha existido y que todo el mundo sea patriótico, católico. De momento no hay censura, pero se pueden dirigir las cosas de otra forma, a través de las subvenciones o de otros medios. Los polacos tienen una identidad muy fuerte. Ucrania, por ejemplo, es un Estado nuevo, y en ocasiones los ucranianos no saben bien quiénes son. Los polacos saben perfectamente quiénes son. Se dicen a sí mismos: “Soy polaco, soy católico, teníamos un papa”. En lo que respecta al antisemitismo, el Gobierno que hay actualmente en Polonia no es especialmente antisemita. Al contrario, el fallecido hermano Kaczynski, Lech, estaba fascinado por la historia judía, fue varias veces a Israel, promovió siempre iniciativas de amistad judío-polacas. Y su hermano, ahora, no puede negar esta herencia.
Le unió una gran amistad con la poeta Wislawa Szymborska (1923 - 2012), que ganó el Nobel en 1996. En la biografía ‘Trastos, recuerdos’, de Anna Bikont y Joanna Szczesna (Pre-Textos, 2015) se habla de las numerosas críticas, de género no estrictamente literario sino político y personal, que sufrió en vida, lo mismo que el otro gran poeta de Cracovia, Czeslaw Milosz (1911 - 2004).
En la biografía privada de Wislawa, efectivamente, existe un periodo estalinista, cuando era muy joven. Era una persona profundamente honesta y jamás pensó en el dinero o en ningún tipo de beneficio. Pero se sentía sinceramente de izquierdas y en aquella época, acabada la guerra, aún pensaba que el ideal comunista era realizable. Y es verdad que escribió algún poema que más tarde quiso olvidar. Después de 1956, el año límite del estalinismo en Polonia, por así decirlo, Wislawa comprendió que había cometido una tontería terrible. A partir de entonces se convirtió en un modelo de honestidad intelectual. Pero la derecha de ahora la detesta profundamente y no deja de recordarlo a cada momento: “¡Era una estalinista!”. Habían pasado ya 50 o 60 años, y lo que ella hizo fue dedicarse a hacer su trabajo. Todos los poemas de después decían una y otra vez que había comprendido su error. No se trataba solo de un trabajo en el ámbito de la creación poética, sino un trabajo también “psicológico”, contra ella misma, muy sincero, admirable. Todo el mundo puede cometer tonterías, el problema es cómo se sale de la tontería. Eso engrandece a las personas. Y Wislawa Szymborska incorporaba plenamente los valores de la Ilustración. No era religiosa, no entendía nada de la religión, no quería ni siquiera comprenderla. Y estaba en su derecho. Pero era una gran humanista, en el sentido laico, inspirado, inteligente. Aunque quienes están hoy en Polonia en el poder no la aprecian en absoluto. Entre otras cosas porque ya antes de morir comenzó a criticar al partido ultraconservador Ley y Justicia.
“Los que tienen actualmente el poder en Polonia no comprenden ni aman las mezclas”
Y Czeslaw Milosz es lo mismo para ellos: lo detestan también. Milosz era un caso aún más complicado. Era un hombre religioso, un católico, de una fe muy profunda. Al comienzo fue comunista, pero al mismo tiempo católico, una mezcla. Y los que están hoy en el poder no comprenden ni aman las mezclas. Milosz es un gran modelo para todos nosotros: podía combinar perfectamente su fe católica con un gran liberalismo político. Y ellos no pueden entender esto. Para ellos, el mundo se divide en dos: aquí, los izquierdistas, los liberales, ateos; allí, los católicos, la derecha. Milosz era un católico, un místico y un liberal a un mismo tiempo. Y detestaba a esa gente.
Otra de las cosas que ha sorprendido a todos los medios internacionales es la campaña de demolición de Walesa, una figura mítica a lo largo y ancho de todo el mundo, tanto como Juan Pablo II. ¿Qué sucede realmente con él?
Es algo clásico también. Nadie sabe al cien por cien la verdad. Las acusaciones de colaborar con las autoridades comunistas que pesan sobre él se remontan a cuando era muy joven. Es precisamente esto lo que hace que su biografía sea fascinante. Es como san Pablo antes de caerse en el camino a Damasco. Con esto no quiero decir que sea un santo, por supuesto. No es un hombre especialmente simpático. Pero se trata de un héroe, sin duda, un héroe que en su juventud hizo tonterías. Un héroe es siempre una amalgama de cosas magníficas y también de debilidades. El problema con Walesa es que nunca lo quiso aceptar, nunca dijo “sí, he hecho esto, lo lamento y estoy arrepentido”. Su error fue no reconocerlo.
¿Cómo ve la prensa en nuestros días y en su país en especial? Los agoreros del fin de todo, del fin de los libros, del fin de la prensa en papel, casi de la lectura en su conjunto, vaticinaban el fin de cualquier cosa impresa. Pero al final la prensa en papel sigue teniendo una enorme importancia para descodificar la realidad y el gran número de falsedades que se extienden a diario al servicio de múltiples y diversos intereses.
Como en cualquier parte del mundo, tenemos muchos periódicos y existe una gran multiplicidad de voces. Cada mañana, cuando abro
Gazeta Wyborcza de Adam Michnik, me digo: “¡Uf, menos mal que existe!”. Ese periódico discute las ideas idiotas del Gobierno, muestra la verdad. Actúa realmente como el oxígeno para mí y para muchos otros. No es que esto sea el desierto, por supuesto. Hay siempre televisiones independientes. Por el momento seguimos bien, estamos bien protegidos contra el ansia de dominio de un determinado partido. Lo que es verdaderamente cómico es que se han instalado por completo en la televisión pública y hacen las cosas a la moda soviética. De momento, ya han perdido medio millón de espectadores. Es tan aburrido que, como hay otros canales, la gente cambia rápidamente. Mientras tanto, la tirada de
Gazeta Wyborcza no ha dejado de subir. El periódico es cada vez más fuerte, más leído. Sobre todo con la situación actual.