P
ara los brasileños, 2016 estaba llamado a ser un año de alegría, lucimiento y exaltación del orgullo nacional. Sin embargo, al margen de un moderado entusiasmo preolímpico en Río de Janeiro, el ambiente entre la gran mayoría de los ciudadanos no podría ser más sombrío. Porque, salvo que la situación dé un improbable giro de 180 grados de aquí a la ceremonia de apertura en Maracaná, los primeros Juegos Olímpicos en suelo sudamericano no tendrán lugar en el contexto de prosperidad que se disfrutaba cuando Río ganó a Madrid en 2009, sino que coincidirán paradójicamente con la coyuntura más desfavorable que ha atravesado Brasil en el último cuarto de siglo.
“Estamos viviendo una crisis política agravada por una crisis económica, y al mismo tiempo esa crisis política no ayuda al país a responder adecuadamente a la crisis económica”, admitía con resignación el ministro de Comunicación Social, Edinho Silva, en un reciente encuentro con corresponsales extranjeros en Río.
Por la parte económica, el panorama es desolador. El PIB se desplomó casi un 4% en 2015 y se prevé que vuelva a caer otro 3% en 2016, de modo que ni los más optimistas esperan que el gigante salga de la recesión antes de 2017. “El Gobierno afronta las difíciles tareas de mantener el empleo y controlar la inflación en medio de una desaceleración económica interna y con unos precios bajos para sus exportaciones de materias primas”, advierte Stratfor, consultora estadounidense de inteligencia geopolítica, en su informe de perspectivas para este año.
“Estamos viviendo una crisis política agravada por una crisis económica”, admite el ministro Edinho Silva
El liberal Joaquim Levy, a quien Dilma Rousseff nombró ministro de Hacienda para poner en orden las cuentas que se habían descontrolado durante su primer mandato, se despidió antes de Navidad quejándose de que el actual Ejecutivo “tiene miedo de hacer reformas”. Si la misión de Levy era dar confianza a los mercados y evitar la rebaja de la nota de crédito de Brasil, no puede decirse que saliera bien parado: dos de las tres principales agencias de calificación ya han retirado al país el grado de inversión y la tercera, Moody’s, amaga con seguir el mismo camino en breve.
“Es innegable que el Gobierno afronta un momento de extrema dificultad”, reconoce el ministro Edinho Silva. “Y esas dificultades se han agravado por una petición de
impeachment que no tiene ningún amparo en la legalidad.” Se refiere así al proceso abierto por el presidente de la Cámara de los Diputados para intentar impugnar el mandato de Dilma Rousseff, reelegida con el 51% de los votos en 2014, pero arrinconada con solo un 12% de aprobación en la actualidad.
Una acusación recurrente
La amenaza del
impeachment llevaba tiempo planeando sobre la cabeza de la gobernante brasileña. Desde el inicio de su segundo mandato en enero de 2015, la oposición presentó nada menos que 34 solicitudes para apartarla del poder; es decir, Dilma fue objeto de tantas peticiones de impugnación en un solo año como su padrino Lula en ocho. Ni siquiera Fernando Collor, el presidente derribado en otro proceso de
impeachment en 1992, había alcanzado un número tan alto: en su caso fueron 29 denuncias en dos años y medio.
Pero Eduardo Cunha, presidente de la Cámara y el único con potestad para aceptar o desestimar esas peticiones, se tomó su tiempo antes de dar luz verde al proceso. Al verse él mismo acorralado por graves acusaciones de corrupción, chantajeó a Gobierno y oposición al mismo tiempo para ver quién le prometía la salvación. Solo que el 2 de diciembre, tras meses de regateo con unos y otros, las negociaciones saltaron por los aires cuando el Partido de los Trabajadores (PT) resolvió votar a favor de iniciar un juicio político contra Cunha por mentir al Parlamento sobre sus cuentas millonarias en Suiza.
Aunque supere el juicio político, es difícil que Rousseff reúna apoyos suficientes para sacar al país del agujero
La decisión del partido de Dilma se conoció poco antes de las 14:00 horas, y hacia las 18:30 Cunha ya estaba compareciendo ante los medios para proclamar la apertura del proceso de
impeachment y cumplir así su venganza. Entre las 34 denuncias, escogió una presentada en octubre por un grupo de juristas —incluido un fundador del PT— que acusa a la presidenta de incumplir las leyes presupuestarias y de responsabilidad fiscal.
Dilma, indignada, contraatacó esa misma noche en un discurso televisado: “Las razones son inconsistentes e improcedentes. No hay ningún acto ilícito practicado por mí. No pesa sobre mí ninguna sospecha de desvío de dinero público. No tengo cuentas en el extranjero. Mi pasado y mi presente dan fe de mi idoneidad y mi compromiso incuestionable con las leyes y la cosa pública”.
Su estrategia se hizo evidente desde el primer instante. Más allá de la discusión técnica sobre si había cometido o no irregularidades en la gestión de las cuentas públicas, Dilma buscaba plantear el
impeachment como una batalla entre su honradez y la presunta corrupción de Cunha; entre una presidenta (de la República) que aún no se ha visto directamente implicada en escándalos y un presidente (de la Cámara de los Diputados) que es sospechoso de recibir sobornos a cambio de modificar leyes para favorecer a constructoras y bancos.
Desde la perspectiva del Gobierno, aunque Cunha no sea el autor de la denuncia contra Dilma sino apenas el encargado de admitirla a trámite, su presencia como actor principal del
impeachment acaba restando legitimidad a todo el proceso y desvía la atención sobre la cuestión central que interesa a la oposición, es decir, si la presidenta cometió o no un crimen de responsabilidad fiscal.
Por ahora, la estrategia parece estar dando resultado. “El clima pro-
impeachment se ha enfriado desde que, con habilidad inusual, Dilma puso en el proceso el sello con la figura de Eduardo Cunha”, analiza
Rogério Gentile, columnista y secretario de redacción de
Folha de S. Paulo. “En la batalla de la comunicación, el
impeachment ha dejado de ser una petición formulada por el fundador del PT y militante de los derechos humanos Hélio Bicudo para figurar como un ‘golpe’ perpetrado por el ‘dragón de la maldad’ del PMDB [Partido del Movimiento Democrático Brasileño, formalmente aliado del Gobierno a pesar de que Cunha, uno de sus líderes, sea adversario declarado de la presidenta].”
Calma antes de la tempestad
La escasa participación en las primeras manifestaciones tras el inicio del proceso muestran una cierta apatía de los brasileños, que, como dice el bloguero Josias de Souza, ya empiezan a “bostezar” después de tantos meses de discusiones. El movimiento pro-
impeachment alcanzó su auge en marzo, cuando dos millones de personas se echaron a las calles en todo el país para exigir la caída de Dilma, y desde entonces la campaña ha ido perdiendo empuje en sucesivas convocatorias.
Nada de ello significa que Dilma esté a salvo. En las encuestas, dos de cada tres afirman querer su destitución. Y la oposición confía en que el viento vuelva a soplar a su favor después de carnaval, una vez que los brasileños regresen de las vacaciones de enero (verano austral) y comiencen a sentir los efectos del agravamiento de la crisis. “La calma es circunstancial”, alerta el columnista de
Folha. “Eduardo Cunha no se sostendrá mucho tiempo en el cargo. Y sin el chivo expiatorio, el proceso de
impeachment retomará su curso normal a no ser que la presidenta consiga reconstruir su base política en el Congreso, tarea que intenta sin éxito desde su segunda toma de posesión.”
Por eso la mandataria intenta zanjar el asunto lo más pronto posible, aunque nadie espera que se vote en el Congreso antes de marzo o abril. “No nos interesa un proceso lento, porque cuanto más prorroguemos la crisis política, más difícil será responder a la crisis económica”, explica el ministro de Comunicación Social. “Y de la misma forma, cuanto más rápido salgamos de la crisis política, más rápido saldremos de la crisis económica.”
Para desactivar el
impeachment, a Dilma le basta con un tercio de los diputados. Y si no los logra, todavía tendrá una segunda oportunidad para frenar el proceso en el Senado. Otra cosa es que, si finalmente supera ese juicio político, vaya a conseguir gobernar con suficientes apoyos para sacar al país del agujero. Con las elecciones municipales de octubre a la vista y las presidenciales de 2018 asomando en el horizonte, parece poco probable que los parlamentarios vayan a respaldar los impopulares recortes y los aumentos de impuestos que pretende aprobar el Gobierno.
Así que, en lo político, tampoco se espera que la crisis vaya a superarse en este 2016. Más bien está “destinada a continuar, independientemente del resultado del intento de la oposición por impugnar a una presidenta desacreditada”, opina Paulo Sotero, director del
Brazil Institute del Wilson Center en Washington D. C. “La batalla política que paralizó la agenda parlamentaria en 2015 se intensificará —predice—, minando los esfuerzos por abordar los crecientes problemas fiscales y estructurales que han transformado a una prometedora economía emergente en un desastre económico.” Menos motivos para celebrar, imposible.