El deporte moderno ha actuado, desde sus inicios, como vehículo de las aspiraciones nacionales. Nacido en Inglaterra a mediados del siglo XVIII como un asunto privado entre individuos privados, al adquirir su forma institucionalizada y competitiva (creación de federaciones nacionales e internacionales, organización de competiciones internacionales entre equipos nacionales representativos, renovación de los Juegos Olímpicos), los hombres de estado se interesaron por él y pasó a ser, muy pronto, un vehículo de los nacionalismos. Su enorme impacto en la opinión pública lo convirtió en uno de los instrumentos de las políticas internacionales y en una herramienta de propaganda que se identifica con la vitalidad de un pueblo y, en última instancia, con un régimen político.
Contrariamente a lo que se cree actualmente, fueron los estados liberales, especialmente Gran Bretaña, Francia y Bélgica —y no la Italia fascista o la Alemania nazi— los que primero politizaron explícitamente los contactos deportivos internacionales. Tras la Primera Guerra Mundial, el Estado francés trató de utilizar sus éxitos en el deporte para demostrar el triunfo
Se abre una incógnita: ¿los deportistas son representantes de un régimen político oficial o de un pueblo?
de Francia en la guerra. Sus héroes deportivos, tales como Carpentier o los hermanos Pelissier, en ciclismo, tuvieron que soportar el peso de las expectativas nacionales de gloria puesto que, por primera vez, el gobierno demostró una clara comprensión del valor de la propaganda deportiva. No solo los franceses se sintieron invadidos por esta intensa politización del deporte: los británicos, para quienes el
fair play y la no interferencia eran, supuestamente, artículos de fe, fueron los primeros en prohibir a los alemanes y a sus aliados la participación en las competiciones internacionales.
Así, los Juegos Olímpicos, a pesar de sus pretensiones de lograr la armonía universal, se convirtieron, desde sus inicios, en un foco de rivalidades internacionales y resentimientos. Si ya en Londres 1908 los británicos interpretaron la escasez de medallas obtenidas como un signo de decadencia nacional y los franceses juraron demostrar su fuerza nacional ante los alemanes en los Juegos de Berlín 1916, cuando estalló la Primera Guerra Mundial el chauvinismo se vio incrementado. Los aliados se negaron a invitar a participar, tanto en Amberes 1920 como en París 1924, a los alemanes —por considerarlos responsables del inicio de la guerra— y a la nueva Unión Soviética. Esta última, por su parte, después de la Revolución de Octubre de 1917 dio la espalda al mundo del deporte, JJ.OO. incluidos, y trató de crear un nuevo modelo de relaciones deportivas basado en el “deporte obrero”: el deporte pasó a ser considerado una institución política que jugaba un papel importante en la lucha de clases entre los trabajadores y la burguesía, entre el nuevo estado socialista y el mundo capitalista.
Por otro lado, Alemania, que debía haber organizado los Juegos de 1916, llegó a debatir en el Parlamento el tema de los deportes a nivel internacional, decidiéndose que el gobierno federal del Reich no solamente era responsable de asumir los gastos económicos de la organización de los Juegos, sino también de seleccionar y preparar a los atletas en los años previos a la competición internacional. Pero una vez excluida del movimiento olímpico oficial, organizó la primera Olimpiada de los Trabajadores en 1925, en Fráncfort del Meno, encaminada a demostrar la solidaridad internacional entre los trabajadores. En 1936 la sede de la Olimpiada Obrera debía ser Barcelona, pero su inauguración, programada para el 19 de julio, no fue posible por razones obvias, a pesar de la presencia en la ciudad de una importante representación de deportistas, muchos de los cuales se quedaron en España para luchar en el bando republicano.
Las conmociones geopolíticas que siguieron a la Primera Guerra Mundial parecen, por lo tanto, pesar sobre la organización de las competiciones internacionales: no se enfrentan todos los equipos nacionales, y ciertas ausencias tienen un significado evidente. Se puede plantear la hipótesis de que la Gran Guerra exacerbó los nacionalismos deportivos y que el estadio se convirtió en un terreno de “revancha”. La cuestión alemana dominaba los debates de la política internacional y los aliados utilizaron a los deportistas como instrumento para mantener viva la guerra contra los vencidos al cuestionar, e incluso impedir, determinados encuentros bajo la excusa de que se habían enfrentado hacía poco en las trincheras, por lo que no podía pedirse a los deportistas que compitiesen sin rencores contra esos que hacía poco habían sido sus enemigos a muerte.
Los gobiernos de los países vencedores se unieron para adoptar una posición dura, según la cual la reanudación de encuentros internacionales con los países vencidos y neutrales solo podría llevarse a cabo si dichos estados estaban adheridos a la Sociedad de las Naciones, y los dirigentes de las federaciones deportivas británicas no escatimaron esfuerzos, a partir de 1918, para tratar de provocar una escisión entre vencedores, vencidos y neutrales.
Las tensiones entre los estados y sus gobiernos están en el origen del uso del deporte como propaganda
Pero el ascenso de los regímenes autoritarios (comunismo, fascismo, franquismo) situó al movimiento deportivo internacional, tanto a las federaciones deportivas como al COI, ante una difícil situación. El nuevo panorama internacional hizo que tanto los regímenes democráticos como los autoritarios utilizasen la fuerza del deporte como sistema de propaganda y de exclusión. La relación entre acontecimientos deportivos y acontecimientos geopolíticos puso de manifiesto el problema de la autonomía del movimiento deportivo nacional e internacional y su capacidad para superar rencores e ideologías. En tales circunstancias, los grandes encuentros se convirtieron, en parte, en rehenes de la política internacional, y los atletas vieron desdibujada su imagen, pasando a ser representantes oficiales o embajadores de un régimen político, tal y como lo reconocía el ministro-secretario del Movimiento, José Solís, al dirigirse al Real Madrid: “Vosotros habéis hecho mucho más que muchas embajadas desperdigadas por esos pueblos de Dios. Gente que nos odiaba ahora nos comprende, gracias a vosotros, porque rompisteis muchas murallas... Vuestras victorias constituyen un legítimo orgullo para todos los españoles, dentro y fuera de nuestra patria. Cuando os retiráis a los vestuarios, al final de cada encuentro, sabed que todos los españoles están con vosotros y os acompañan, orgullosos de vuestros triunfos, que tan alto dejan el pabellón español” (Boletín del Real Madrid C.F., núm. 112, noviembre de 1959).
En esta situación hay algo que queda en el aire. Se nos abre una nueva incógnita y cabe que nos preguntemos dónde queda el deportista. ¿Los deportistas son representantes de un Estado que los adiestra para representar a su régimen político de modo oficial o son representantes de una nación y existe una especie de solidaridad entre un pueblo y su representante? En cualquier caso, a pesar de la pretensión del deporte de estar por encima de los partidos políticos, de ser independiente, son las tensiones entre los estados y sus gobiernos las que están en el origen, casi en general, de la utilización del deporte con fines de propaganda, exclusión o represalia. Y los deportistas, actores, espectadores o simples testigos son también ciudadanos que no siempre tienen conciencia de las contradicciones de este doble estatus.