Scott Fitzgerald, cuando una vida no alcanza
Se publica un volumen con la correspondencia del escritor estadounidense que lo tuvo casi todo y casi todo lo perdió
Palabras y dólares
“En fin, no tiene sentido ser artista si uno no puede dar lo mejor de sí”, escribió a su editor Maxwell Perkins el 24 de abril de 1925. Para entonces, Fitzgerald ya gozaba de un cierto reconocimiento en el ámbito literario estadounidense. Un aplauso que fue creciendo al mismo ritmo que sus problemas económicos. Buena parte de estas misivas está repleta de cifras elevadas y porcentajes intrincados: “Ayer te mandé un telegrama para pedirte 100 dólares, con lo que mi deuda asciende a 3.171,66 dólares de nuevo. ¡Qué deprimente! ¿Alguna vez quedará saldada? Es probable que los cuentos no vendan ni 5.000 ejemplares”, volvió a escribir a Perkins.
Si a cualquier individuo le resulta complicado hablar de dinero sin parecer vulgar, Fitzgerald lo conseguía sin apenas esfuerzo. La correspondencia relativa a la economía del autor remite directamente a Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año y Cómo sobrevivir prácticamente con nada, dos breves ensayos publicados en España en la editorial Gallo Nero. Ambos relatos contribuían a poner en contexto las cantidades de dinero que el escritor recibía (alrededor de 3.500 dólares por cuento). También sirven para entender el poder salvífico que sus relatos poseían, pues gracias a ellos el autor no solo sobrevivía, sino que gozaba de todo tipo de caprichos. Las cartas que diseccionan la fiscalidad de la familia Fitzgerald dibujan a un autor que medía cada dólar en palabras. También de la correspondencia con sus editores se desprende la personalidad de un neurótico obsesivo que intentaba controlar cada coma, la cubierta de sus libros o las estrategias de promoción.
Fitzgerald, junto a Hemingway, es considerado uno de los adalides del escritor-estrella que trasciende al hecho literario. Si el autor de Fiesta (1926) asociaba su figura a la de un tipo expeditivo y aventurero que vivía en primera persona lo que narraba, el narrador de Suave es la noche (1934) se cobijaba en un aura de lujo y frenesí que después heredarían autores con fama de ligeros —Truman Capote o Dorothy Parker, entre otros— pero con una pluma tan exacta como la del mejor bisturí quirúrgico.
No es casual que el libro que Círculo de Tiza ahora publica sea completamente verde, pues de este mismo color era la luz que Jay Gatsby —el personaje más conocido de la narrativa fitzgeraldiana— veía al otro lado del río (“Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros”). Esa luz fijaba su destino en Daisy —un trasunto del gran amor del escritor, Zelda Sayre— pero que simbolizaba también una conquista de mayor envergadura: la del gran sueño americano. Verde como la envidia que corroe a los coetáneos de Fitzgerald que no soportan en él tanto brillo. Y verde, finalmente, como el color de los dólares que amasó y dilapidó a partes iguales.
Zelda Sayre y la destrucción
Fitzgerald supo calcular como pocos en su generación la distancia irónica. Si en su imagen pública destilaba un cierto aire frívolo, en sus cartas apenas se percibe esta liviandad. Scott aparece como un chico vulnerable, sufridor de múltiples complejos y leves temores. Fue la llegada de la escritora Zelda Sayre (Montgomery, 1900 – Asheville, 1948) a su vida la que convirtió a Scott Fitzgerald en un chico dorado, casi arcádico.
Ella era una especide de it girl del momento, la primera flapper de Estados Unidos. Era una beldad ricachona que abominaba del corsé, bebía, fumaba, conducía a gran velocidad y escuchaba jazz frenéticamente. Zelda —como Daisy Buchanan, el amor de Gatsby— era encantadora, pero terriblemente infeliz y fútil. En 1930 ingresó por primera vez en el Sheppard Pratt Sanatorium de Towson, diagnosticada de esquizofrenia.
Zelda exigía a su marido los mismos lujos que ella había disfrutado en su infancia. Así pues, él hizo de su talento no solo un negocio, sino fundamentalmente un método de conquista.
Un final de cine
La misma conmiseración que el lector siente por Gatsby, derrumbado al final de la novela, puede experimentarse con Fitzgerald que insiste en el gesto de dandi eterno: “La decadencia del Fitzgerald novelista comenzó con la publicación de El Gran Gatsby (1925), la misma novela que, desde su muerte, ha vendido millones de ejemplares y lo ha situado en el panteón de grandes novelistas americanos. Es para llorar”, sostiene Schifino en la introducción. Y ese ocaso tiene también una localización precisa: Hollywood. En una carta fechada en 1925, el autor advierte a su editor: “Si puedo ganarme la vida seguiré como novelista. Si no, voy a renunciar, volver a casa, marcharme a Hollywood y aprender el negocio del cine”.
Cinco días antes de su muerte tras un fulminante ataque al corazón, Fitzgerald redactó su última carta, dirigida a su hija Scottie —la editorial Alpha Decay recopiló la correspondencia que el escritor envió a su hija en el volumen Cartas a mi hija (2013)—. “Por lo demás, sigo en cama. Esta vez, el resultado de 25 años de cigarrillos. Tienes dos hermosos malos ejemplos por padres. Limítate a hacer todo lo que no hicimos y estarás perfectamente a salvo”, escribe un desolado —y fracasado— Scott Fitzgerald que nunca olvidó a Zelda, cuyo funesto destino se escribiría ocho años más tarde, calcinada en el hospital de Highland donde pasó recluida los últimos 10 años de su vida.
F. Scott Fitzgerald
Traducción de Martín Schifino Círculo de Tiza,
Madrid, 2016,
400 págs.