Representantes intocables
El déficit de realidad en el sistema representativo viene de la ceguera y el conformismo de los tiempos de las vacas gordas
En el relato de los cambios que caracterizan los últimos años de la vida pública pocas referencias están más cargadas de significado que la conocida imagen de la Puerta del Sol de Madrid, repleta de gente que miraba en silencio a que se desplegara un gran cartel en el que, en letras rojas, podía leerse: “No nos representan”. Tras el silencio vino el aplauso, que luego dio paso a los coros. ¿Dónde estaba la novedad? ¿En la frase, en la imagen del cartel, en la espera emocionada? En ninguna de estas cosas y en todas a la vez.
Resulta todavía sorprendente la fuerza con la que salió a la luz el desencuentro latente entre los ciudadanos y los términos del discurso público, una falta de sintonía que difícilmente puede reducirse a discrepancias en los contenidos de los programas electorales o en los resultados de la acción de gobierno. Lo que estaba aflorando era la necesidad de someter a examen las condiciones del vínculo de representación que un sistema democrático establece entre gobernantes y gobernados.
En otras palabras, aquel “No nos representan” estaba poniendo sobre la mesa la disolución de una determinada manera de entender la idea que los ciudadanos se hacen de cómo funciona en el día a día el juego representativo. Y la más clara evidencia de que lo que se estaba cociendo en aquel momento sigue estando a la orden del día es la dificultad para encontrar caminos transitables para la regeneración del sistema de partidos. Una dificultad que, desde entonces, no ha hecho más que duplicarse. Pasa el tiempo y los partidos tradicionales siguen sin levantar cabeza. Los emergentes, por su parte, los que siguen sin emerger del todo, están ya echando las cuentas con sus miserias.
Los factores que precipitaron aquella fractura venían de lejos. Tienen que ver con la ceguera y el complaciente conformismo de los tiempos de vacas gordas, cuando a nadie se le pasaba por la cabeza la hipótesis de que las cosas no fueran a seguir avanzando, poco más o menos, por el mismo carril. Sería un error no reconocerlo. Como también lo sería cargar las tintas en responsabilidades más cercanas olvidando que en una cuestión de tanto calado como es la pérdida de la capacidad representativa de las instituciones políticas entran en juego transformaciones de largo alcance, que no se resuelven solo a escala doméstica. De hecho, una parte de ese mismo “No nos representan” está ventilándose también, en otros contextos, cuando Donald Trump consigue construir el relato de una América dividida y perdedora, enfrentada al recuerdo de la América de antes, segura y triunfante; o cuando la mitad de los británicos, con su voto sobre la Unión Europea, ponen en tela de juicio la inconsistencia de sus representantes.
Se dirá que los argumentos de quienes no se sienten representados no se apoyan en una visión certera de los problemas y las alternativas. El problema está en que no es tan fácil como parece hacer valer, y colocar en la agenda, representaciones mucho más sólidas que estas, que se reconozcan por su calidad argumentativa. Es como si a los profesionales de la fabricación de discursos públicos se les hubiera olvidado el arte de tocar las teclas adecuadas. Y cuando lo intentan, con el apremio de la próxima cita electoral, no se les ocurre nada mejor que echar mano de instrumentos argumentativos tan simplistas y sesgados como los que suelen despacharse en el bando contrario, el de los llamados populismos.
¿La única causa de nuestros males es la mediocridad de los líderes y la ignorancia del electorado?
Quien esté libre de esta culpa, que tire la primera piedra. Basta echar un vistazo a cómo andan la mayoría de las opiniones públicas y los electorados europeos —sin contar a Gran Bretaña, Hungría y Polonia, pensemos en Holanda, en Austria o en la civilísima Francia— para comprender que no corren buenos tiempos para la argumentación razonable. Por no mencionar las persistentes dificultades de legitimación del sistema de instituciones supranacionales, en un entorno en el que su intervención es, sencillamente, indispensable. ¿Acaso diríamos que el uso de representaciones de buena calidad está siempre en el mismo bando? ¿Y que los del otro bando se limitan a fabricar representaciones falsas? Si así fuera, ¿cómo se explica el contagio transversal y la creciente debilidad de los discursos basados en representaciones acertadas? ¿Estamos seguros de que la única causa de nuestros males está en la mediocridad de los líderes y en la ignorancia de los electorados?
La respuesta a estas preguntas depende, al menos en parte, del papel que queramos atribuir a los mecanismos de representación política en el proceso que lleva a la formación de una voluntad colectiva que pueda llamarse democrática. Y el problema, a este nivel de análisis, está en que las cosas no son tan sencillas como podría pensarse. No todos valoramos igual, ni por las mismas razones, los mecanismos de la representación. Es más, no es raro que el sofisticadísimo proceso de fabricación de representaciones compartidas que caracteriza a cualquier democracia despierte muchos recelos. Cuando menos lo esperamos, tanto en el debate culto como a pie de calle, y de reflejo en la arena mediática, nos sale al paso un poderosísimo prejuicio negativo por el que la representación (política) queda asociada a las duplicidades de la escena, como espacios de sombras y medias verdades sobre los que se proyectan las más bajas pasiones.
Para reconstruir los orígenes del nexo ideológico entre democracia y teatro, con sus ramificaciones en la metafísica y en la estética, habría que remontarse a un conocido pasaje en el que Platón describe la decadencia de la ciudad asimilándola a la anarquía que reina en el teatro cuando los comediantes abandonan las leyes universales del ritmo y la armonía y el público caprichoso suplanta la autoridad de los que saben (Leyes 700/1). Frente a la degeneración teatral de la ciudad, sugiere el antidemócrata Platón, la regeneración de la convivencia cívica solo puede estar basada en el conocimiento de la verdad política por parte de unos pocos y en el rechazo de las mediaciones escenográficas. La fuerza con la que estas asociaciones de ideas afloran una y otra vez en el debate público es absolutamente desconcertante. El prejuicio platónico sigue alimentando en nuestros días una visión empobrecida de la representación, de la que se derivan toda clase de malentendidos.
En efecto, el prejuicio platónico está en la base de dos dogmas profundamente arraigados en amplios sectores de la opinión pública y que son de una banalidad que aturde. El primero de ellos consiste en creer que el día en que finalmente los nuestros lleguen a tomar el poder, el engañoso sistema de la vieja representación burguesa, liberal, capitalista o, más modestamente, partidocrática, habrá quedado transfigurado y el pueblo empezará a hablar con voz propia. ¿Y cómo será eso? ¿Es que no hace ya algún tiempo que venimos intentando conseguir precisamente eso? Sí, pero no lo hemos logrado —dice la respuesta estándar— porque no nos han dejado. En cambio, el día en que los nuestros, los que están de este lado de la línea que nosotros mismos hemos establecido entre el pueblo y la casta opresora, consigan imponerse, entonces quedará claro que ellos, a diferencia de los demás, son y serán siempre, y por definición, diferentes.
El segundo dogma es el de quienes, con ademán autocomplaciente, se limitan a equiparar representación y votos, o peor aún, escaños, tomándolos en propiedad para echárselos en cara a cualquiera que intente sacar los pies del tiesto y se le ocurra cuestionar si realmente, a la salida de las urnas, los representantes representan algo parecido a lo que dicen que representan. Es la táctica de simplificar al máximo el entramado de representaciones, utilizando los votos como escudos con los que blindarse frente a razones incómodas, convirtiendo el juego democrático en una guerra de posición que resultaría presuntamente manejable.
En ambos casos, que en el fondo no están tan lejos uno del otro, la creencia en un dogma más que discutible da como resultado representaciones intocables, inamovibles, autorreferenciales, impermeables al principio de realidad. Por supuesto, a estas alturas del partido sabemos de sobra que es extraordinariamente difícil señalar referentes objetivos sobre los que anclar el proceso representativo. Los tradicionales puntos de agregación simbólica y política —la clase, el trabajo, el territorio— han dejado de ser lo que eran. Nadie dispone de una receta para saber quién y cómo podrá dar, en cada momento, una imagen fidedigna de tales objetos. Pero esa es precisamente la parte más interesante del juego.
Como en el teatro, también en la política las máscaras son necesarias para captar matices insospechados
El demócrata que no quiera conformarse con esquematizaciones preconfeccionadas y oportunistas de las necesidades y los intereses de sus conciudadanos se cuidará de no caer en la descalificación platónica del aspecto teatral de la vida pública. Entenderá que, cuando se presentan en público, los representantes actúan como actores que esconden su rostro —como enseña Hobbes, pero sobra la cita— detrás de máscaras, para que el espectáculo llegue a desplegar ante el público todo su significado. Como en el teatro, también en política las máscaras son instrumentos necesarios para capturar matices insospechados de la experiencia, aspectos de lo que somos y de lo que deseamos que, de otro modo, pasarían desapercibidos. Entenderá, en definitiva, que sin teatro no hay democracia, porque la democracia requiere la construcción de escenarios en los que los ciudadanos puedan proyectarse realmente y encontrar la imagen amplificada de sus propias demandas y preferencias.
Naturalmente, y este sería un último paso, no menor desde luego, todo esto vale solo a condición de que las cualidades teatrales de los actores que pisan las tablas estén a la altura de la función. Y eso implica cierta dosis de virtuosismo interpretativo, que no de virtud. Si quieren representar, tienen que ser buenos actores. Esto sí deberíamos empezar a pedírselo. Lo que no es de recibo es seguir reciclando, toscamente, el mismo prejuicio de siempre, y los consiguientes dogmas.