A tres años de la investidura de
Enrique Peña Nieto como presidente de México, el balance de hechos y perspectivas resulta desfavorable. Si por una parte su
Gobierno puede presumir de que logró tres reformas sustanciales al inicio de su gestión que modifican el funcionamiento del Estado y la sociedad mexicanos hacia el futuro, pues se transformaron las reglas para el funcionamiento de las telecomunicaciones, la inversión privada en el sector energético y las condiciones laborales en el ámbito magisterial, el resultado de cada una de estas reformas demorará en ser patente, sobre todo porque su consolidación depende de la puesta en práctica adecuada y eficaz de las propuestas legislativas.
El proceso reformista fue posible por un acuerdo entre las cúpulas de los partidos más importantes que en la actualidad está roto. El éxito reformista de la primera hora permitió a Peña Nieto obtener un amplio reconocimiento internacional, cuyo impacto terminaría por revertirse cuando, desde la capital estadounidense que tanto aplaudió aquellas reformas, se comenzó a fomentar a través de los diarios y cadenas televisivas más importantes un develamiento de las contradicciones internas de aquel régimen en lo que atañe al tema de la corrupción institucional, la falta de respeto a los derechos humanos y la ingobernabilidad ante el crimen organizado, que tuvo su clímax en la segunda
fuga de Joaquín El Chapo Guzmán Loera de un penal de alta seguridad en 2015.
El proceso reformista fue posible por un pacto entre las cúpulas de los partidos que en la actualidad está roto
De la noche a la mañana, el
Tigre Azteca, como se llegó a denominar a Peña Nieto, se convirtió en un gobernante exhibido por su impericia política y su repliegue a lo mediático.
El punto de quiebre del Gobierno de Peña Nieto ha sido tan histórico como lo fue el estallido de la insurrección neoindigenista en Chiapas para el gobierno de Carlos Salinas de Gortari en 1994, su predecesor reformista: la
noche atroz en Iguala, en el estado de Guerrero, el 26 de septiembre de 2014, cuando 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa fueron atacados y desaparecidos.
Aspiraciones y realidades
La convergencia de ambos episodios está lejos de ser anecdótica. Si bien transcurrieron 20 años entre uno y otro, ambos refieren a la confrontación entre el México de las aspiraciones y el México de las realidades. Desde la firma del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México (
TLCAN) realizado con vistas a crear una región de máximo poder económico en el norte del continente americano, abierta a su vez al dinamismo que en el siglo XXI se vinculará con Asia a través del océano Pacífico, México ha tenido un papel difícil: se han incumplido las expectativas de alcanzar el rango de un país desarrollado, de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, de atenuar la pobreza, la desigualdad y la marginación, de mejorar las instituciones dedicadas a la defensa de la ley y la procuración de la justicia, de alcanzar eficacia, productividad y transparencia de su aparato gubernativo.
El Gobierno gastó más de 3.500 millones de dólares en comprar armas y equipo militar a EE.UU. en el último año
En cambio, México puede afirmar que si bien las exportaciones de bienes y las inversiones extranjeras aumentaron como nunca antes, el TLC arrojó un flujo de personas a través de la frontera: más de 10 millones de mexicanos migraron a EE.UU., porque, a pesar de tal productividad, la economía mexicana ha tenido un crecimiento mediocre y sus cuentas se hallan entre las peores a nivel continental.
Ahora, por ejemplo, hay más pobreza en México que cuando se firmó el TLC en 1994.
Frente al auge del norte continental, México ha ofrecido la mano de obra más barata del planeta, las condiciones laborales menos protectoras del trabajo, las facilidades fiscales y patrimoniales para la inversión extranjera y la sumisión de sus clases dirigentes ante el modelo económico-político que conviene a Estados Unidos y Canadá más que al propio país. La insurrección en Chiapas y la barbarie en Iguala comparten el malestar profundo de las personas ante su situación material.
Mientras tanto, en el poder público y privado de México se observa una mayor concentración de la riqueza, de los beneficios e incluso de los privilegios, que crecen como una afrenta a la mayoría de una sociedad que se ve estragada por la violencia, el crimen, la falta de empleo, la reducción de poder adquisitivo y, sobre todo, la carencia de expectativas para los jóvenes de cara al futuro, justo en un país de jóvenes. Hay más escolaridad pero baja calidad educativa; elecciones más o menos libres pero mayor ineficacia gubernativa a pesar de la alternancia partidaria. Los cambios burocrático-legislativos solo reafirman las asimetrías existentes.
La vía aspiracional de ser cosmopolitas a través del acceso al consumo y a la conectividad de las telecomunicaciones, el hedonismo o la toxicomanía obligatorias o, peor aún, el ingreso en la economía subterránea del tráfico de drogas y sus industrias conexas (explotación de personas, prostitución, delito común, etcétera) parecen ser el único destino posible para esos jóvenes, quienes carecen de un horizonte laboral.
Por lo normal, los analistas de la política mexicana tienden a ofrecer una visión estrecha: si el Ejecutivo ostenta problemas, se dice que se trata del estilo personal del presidente, quien favorece la lealtad de sus colaboradores por encima de su eficacia o rendición de cuentas, de allí las fallas de su Gobierno, en lugar de examinar los factores políticos en su amplio rango y la injerencia geopolítica cada vez más fuerte de Estados Unidos en México.
O bien, al atender un hecho como la masacre de los 43 en Iguala, buscan reducir el problema a una pugna entre grupos criminales, con lo que se intenta soslayar el nudo de intereses que confluyen en el estado de Guerrero y que ensamblan el tráfico de drogas destinado al mercado supremo de consumo en el planeta y el mercado de armas de tipo legal (para fuerzas armadas y policías) e ilegal (para los criminales), ambos afincados en Estados Unidos.
Violencia incentiva violencia
En el último año el Gobierno de Peña Nieto ha invertido más de 3.500 millones de dólares en la compra de armas y equipo militar a Estados Unidos. Asimismo, se estima que hay 25 millones de armas ilegales en México. Estas cifras contrastan con la ineficacia del Gobierno mexicano: desde 2007, se han realizado 27 operativos en el estado de Guerrero para solucionar la inseguridad pública, que no solo fueron incapaces ante el problema, sino que lo agravaron: como se sabe, la violencia suele incentivar la violencia.
El Gobierno mexicano se niega a reconocer su propia adversidad al confiar en el modelo político que prefiere gestionar (manipular) los efectos en la realidad antes que enfrentar las causas que impiden una verdadera mejoría, a la vez que acepta la disfuncionalidad del Estado como una suerte de fatalidad redituable por su opacidad intrínseca. Esto se refleja en un entendimiento formalista de la vida pública que desdeña los avances sustanciales y elige la propaganda, la generación de percepciones positivas en la gente (en sus dos primeros años, el Gobierno mexicano gastó cerca de 860 millones de dólares en propaganda), las prácticas de Estado de excepción cada vez que se desea (como aconteció en el estado de Michoacán en 2014 sin que cambiara la tensión social ni la violencia allá).
Ejercicio de simulación
Más que una democracia “joven”, como se repite aquí y allá, la mexicana es una democracia pirata, condenada a simular lo que no es: una democracia auténtica. Dentro del país se hacen impracticables las normas constitucionales, ya sea por incumplimiento o mediante la trama burocrático-procedimental, y hacia fuera se dice cumplir el derecho convencional internacional al mismo tiempo que se vulneran sus principios básicos, por ejemplo el ataque a los derechos humanos por parte de fuerzas armadas y policías o mediante el ejercicio cotidiano de la tortura por los mismos. A la fecha, el Gobierno mexicano ha minimizado la posibilidad del delito de desaparición forzada en el caso de los 43 de Iguala.
En términos electorales, el país está más polarizado y fragmentado que nunca. Y el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que llevó a la presidencia a Peña Nieto, tiene un escenario complicado que depende de sus alianzas y acuerdos con otros partidos, de ahí que lo mismo en México que en Estados Unidos muchos piensen en la posibilidad de las candidaturas independientes para 2018, entre quienes se menciona a Juan Ramón de La Fuente (exrector de la Universidad Nacional) o a Margarita Zavala (esposa del expresidente Felipe Calderón Hinojosa) si no obtiene el aval de su Partido Acción Nacional.
Por el PRI, encabezan el perfil presidenciable José Antonio Meade (secretario de Desarrollo Social), Aurelio Nuño (secretario de Educación Pública) y Miguel Ángel Osorio Chong (secretario de Gobernación). De nuevo, mantiene sus aspiraciones Andrés Manuel López Obrador, del Movimiento de Regeneración Nacional.
Hoy en día, Peña Nieto cuenta con un porcentaje de aceptación pública del 34%, mientras contempla el desplome del precio del petróleo y la caída del peso respecto del dólar, a la vez que crece la deuda pública, un factor que puede acosar el crecimiento económico en el futuro. Todo esto es más que un tiempo nublado para México.