Novelas sobre el negocio de hacer novelas
El editor Jonathan Galassi debuta como narrador con Musa, con la que se suma a la tradición de escribir libros desde dentro del sector editorial
Tiene gracia que se coloque en el papel de novelista novato —esta es su primera ficción— el presidente y editor de Farrar Strass & Giroux, exeditor de Random House (le echaron por ser poco comercial, o eso dice la leyenda que él lleva con orgullo), exeditor de poesía de The Paris Review, poeta y traductor. Desde el otro lado de la barrera, Galassi, que tiene un currículum de hombre blanco, anglosajón y protestante de manual (Exeter y Harvard, donde le dieron clase Elizabeth Bishop y Robert Lowell), ha sido responsable de publicar los libros de 20 premios Nobel y se ha especializado en encontrar ese elusivo Santo Grial: el libro que es a la vez comercial y respetado y además ocupa portadas de suplementos dominicales. Suyos son Las correcciones, de Jonathan Franzen, Middlesex, de Jeffrey Eugenides, y Gilead de Marilynne Robinson.
Hay muchos libros sobre escritores pero pocos sobre lo que pasa hasta que un manuscrito llega a las tiendas
En su debut narrativo, Galassi ha escrito a la vez un roman à clef y, en cierto modo, un relato de ciencia ficción. Lo primero porque junto a los nombres reales de autores y editoriales hay otros imaginarios pero fácilmente deducibles, lo que le da un toque de amable sátira a la novela. Todo indica, por ejemplo, que Homer Stern, el editor del pequeño pero prestigioso sello Purcell & Stern de la novela, está basado en el seductor y hedonista Roger Straus, uno de los fundadores de Farrar, Straus & Giroux. Y Pepita Erskine, una de las autoras estrella de P&S, se parece bastante a Susan Sontag; Elspeth Adams, a Elizabeth Bishop; y el crítico Elliott Blosson, a Harold Bloom. También hay nombres reales. Ahí están, de pasada, Stephen King, Danielle Steel, John Updike, William Styron y los editores europeos que Galassi cita por su nombre de pila, en un guiño amistoso: “Mathias, Beatriz, Jorge y Lali, Héloïse, Gianni, Teresa”.
Lo de la ciencia ficción, porque el autor, que ya anuncia desde el arrebatado prefacio que su novela es “una historia de amor” de cuando “los libros eran libros”, se da el capricho de inventar a una criatura, Ida Perkins, que difícilmente podría darse en la realidad. Es una mezcla imposible entre Walt Whitman y Marilyn Monroe, una poeta que ocupa a lo largo de seis décadas un lugar de máxima visibilidad en la cultura occidental, conjurando éxito, respeto y admiración. Es una escritora tan buena como “Walt y Emily y Herman y Tom y Wallace y Hilda y Gertrude todos en uno” y tan famosa que Jackie Kennedy tiene que vetarla en la Casa Blanca después de que le robe el protagonismo en la cena de Estado con André Malraux. Tan potente que fue la única mujer en ocupar la misma semana las portadas de Interview, Tel Quel y Rolling Stone. Y que, además, con su último libro (Mnemósine, un clásico instantáneo que va directo al panteón de la literatura) consigue no solo un estratosférico éxito de ventas sino además recolocar la poesía en el centro de la cultura y hasta de la vida diaria: “Gracias a la influencia de Ida, memorizar y recitar poesía había llegado milagrosamente a formar parte del programa de estudios de literatura inglesa en algunas escuelas. Los niños aprendían sus poemas de memoria”.
En su debut narrativo, Galassi ha escrito a la vez un roman à clef y, en cierto modo, un relato de ciencia ficción
Que el personaje de Perkins sea tan hiperbólico y hasta cierto punto inverosímil no mina en absoluto el interés del libro, que funciona como una elegía a un mundo que se está perdiendo. Resulta muy divertido leer el capítulo dedicado a la feria de Fráncfort, con sus rituales —“volvemos cada año a Fráncfort para comprobar que seguimos vivos”, dice uno de los veteranos—, con los agentes que inflan las expectativas, los que compran libros estando borrachos como cubas y se arrepienten a la mañana siguiente, y el peloteo a los suecos, por si cae un Nobel. Pero también se intuye que a ese mundo de editores literarios como “señores de la cultura, hábiles parásitos que presidían aquel estercolero multitudinario” le queda poco tiempo en su actual encarnación. Hacia el final de la novela entra en juego Medusa, un trasunto muy poco disimulado de Amazon. Los que trabajan para Medusa ya no hablan de galeradas, ni siquiera de crematísticos adelantos, sino de “macrodatos, escalabilidad, pivoting, crowdsourcing, convergencia virtual y geolocalización”. “Les importaba un comino —dice el protagonista, el editor Paul Dukach— que un escritor hubiera sudado sangre durante años para crear una poesía inmortal o que un editor de mesa se hubiese encorvado amorosamente sobre el manuscrito de una novela para entregársela al público en la forma y estado que merecían” y pretendían “vender su obra tan barata que prácticamente la estaban regalando”. Otro autor-editor, el francés Paul Fournel, hizo algo parecido hace un par de años en su novela en inglés Dear Reader, un alegato propapel y antiKindle.
Trasuntos del mundo real
El mundo gentil de los dos mentores del protagonista, los editores rivales Homer Stern y Sterling Wainwright, es el mismo que retrató, en segundo plano, James Salter en su última novela, Todo lo que hay (Salamandra), publicada en 2013, dos años antes de su muerte, y considerada una de sus mejores obras. Salter hizo de todo en su vida. Fue militar, pilotó aviones de combate, vendió aviones y piscinas y escribió guiones para Hollywood. Pero no trabajó de editor, así que carecía del conocimiento de Galassi en ese campo. Tampoco era su objetivo primordial en esa novela retratar la industria del libro. Sin embargo, sí que hizo de su protagonista, Philip Bowman, un editor de creciente éxito y también, como en Musa, se mezclan los personajes reales que tienen cameos (Susan Sontag) con otros camuflados. Sus personajes asisten a incontables fiestas literarias a ambos lados del Atlántico y la ironía de Salter respecto a esas situaciones siempre flota en el aire sin que la sangre llegue al río. Hay millonarios que editan por afición, “libros de gran formato sobre temas muy particulares, hoteles del Amazonas y cosas así”, y cotilleos sobre Ezra Pound, Hemingway o Saul Bellow. Y, en general, dada la intensa vida amorosa del protagonista, existe la sensación de que el mundo del libro es un lugar muy propicio a la actividad erótico-sentimental.
En 2011 Stella Rimington comparó al jurado que otorgaba el Man Booker Price con el KGB
Bastante más sangriento se mostró Edward St. Aubyn en Sin palabras, la sátira sobre el mundillo literario que publicó Literatura Random House hace unos meses. St. Aubyn quedó finalista del Man Booker Prize, quizá el premio comercial más importante de la narrativa anglosajona, en 2006 con La madre, la última de sus heladoras y muy autobiográficas novelas en torno a la monstruosa familia Melrose. No ganó —el galardón se lo llevó una autora india, Kiran Desai, que no ha vuelto a publicar nada desde entonces— y St. Aubyn dijo sentirse aliviado de no tener que formar parte de la ronda publicitaria que acompaña al Booker. Y tampoco es que a él, primo de la reina, le hagan falta las 50.000 libras del premio, ni mucho menos la publicidad. Pero unos años más tarde publicó esta farsa que satiriza un premio literario, el Elysian, sospechosamente parecido al Booker. Los miembros del jurado, entre otros una columnista famosa, un político escocés dispuesto a premiar cualquier cosa con sabor a las Highlands y una pobre académica a la que nadie hace mucho caso, discuten pero casi nunca llegan a leer las novelas de los finalistas.
Todo retrato de lo que se conoce desde dentro tiene algo de homenaje y algo de ajuste de cuentas
St. Aubyn también se divierte lo suyo con los trasuntos. No hay que ser muy listo para ver que la presidenta del jurado, Penny Feathers, que se dedica a escribir thrillers trillados tras haberse jubilado del Ministerio de Exteriores, está basada en Stella Rimington, la exjefa del MI5 que ahora firma novelas de misterio. En 2011, Rimington presidió el jurado del Booker y quiso reorientarlo, centrándose en libros “legibles”, cercanos al gusto popular. Los críticos y gran parte del mundo literario se le echaron encima y ella se despachó en la entrega de premios, comparándolos con el KGB. En su intento por abrirse y darse colorido, el Booker también invitó en 2012 a unirse al jurado a Dan Stevens, el actor de Downton Abbey, que también tiene su sombra en Sin palabras en forma de Tobias Benedict, un intérprete tan guapo como vacuo.
Una manera de lucirse
La buena novela desde dentro permite al autor, además de quedarse a gusto con las pullitas, lucirse con los heterónimos, adoptar el estilo de sus criaturas ficticias. Galassi escribe (y muy bien) los poemas de Ida Perkins y St. Aubyn incluye fragmentos de los novelistas que optan a su premio, entre ellos un “sub-Irvine Welsh” que escribe en dialecto de los bajos fondos de Glasgow y otro que firma una novela escrita desde la perspectiva de Shakespeare. La única miembro cuerda del jurado, la académica Vanessa Shaw, aboga por premiar un “bildungsroman de angustia impecable e indisimulado origen autobiográfico”, una descripción que, como anotó Anne Enright en su crítica de Sin palabras para The New York Times, sirve a la perfección para las novelas del ciclo Melrose del propio St. Aubyn. Todo retrato de lo que se conoce desde dentro tiene algo de homenaje y algo de ajuste de cuentas, pero no siempre en la misma proporción.
Jonathan Galassi
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama, Barcelona, 2016, 240 págs.
Edward St. Aubyn
Traducción de Cruz Rodríguez Juiz, Literatura Random House, Barcelona, 2016, 176 págs.
James Salter
Traducción de Eduardo Jordá
Salamandra, Barcelona, 2016,
384 págs.
El premio, de Vázquez Montalbán, cumple 20 años
Cuando Manuel Vázquez Montalbán ganó el premio Planeta en 1979 con Los mares del Sur, una crítica literaria le preguntó que “por cuánta pasta se había vendido”. Mucho más tarde, calzó la misma frase en El premio, su sátira sobre el mundillo literario español que cumple 20 años. En el libro, el hiperprolífico autor llevó a su detective Carvalho a Madrid (porque allí suceden los crímenes importantes, decía) y lo metió en un hotel de lujo en el que un poderoso financiero entregaba un premio literario, pensado para ayudarle a lavar su imagen y algo de dinero.
Por el libro desfilaban personajes reales como Carmen Alborch, Joaquín Leguina o el entonces duque de Alba y exeditor de Taurus, Jesús Aguirre, un personaje que se ha revelado de lo más inspirador. Manuel Vicent le dedicó en 2011 Aguirre, el Magnífico y Gregorio Morán lo colocó en el centro del polémico ensayo que Planeta no quiso publicar, El cura y los mandarines.
Como es inevitable, hay otros personajes que se repiten en estos tres títulos, con o sin sus nombres reales. Por ejemplo: un premio Nobel estentóreo y avejentado que cobra por asistir a eventos.