Cuesta imaginarse a Dorothy Parker, que cada mañana se cepillaba los dientes y afilaba la lengua, sentada al lado del teléfono esperando a que suene, como la protagonista del cuento “Una llamada telefónica”, que abre la selección
Colgando de un hilo, ilustrada de manera exquisita por Simone Massoni. Sin embargo, teniendo en cuenta que ella misma era uno de los principales objetivos de sus dardos, podría estar basado en hechos reales. El denominador común de las historias es la figura de una mujer cuyos sentimientos están a merced de un hombre invariablemente insensible, infiel e inaccesible, al menos desde su punto de vista, que la hace incapaz de entender por qué la trata así cuando ella ha hecho todo lo posible por su bienestar y su estabilidad emocional.
Las protagonistas de estos relatos viven en un Nueva York acomodado y, aparentemente, exento de problemas graves. Se emborrachan durante la vigencia de la ley seca, tienen una criada que mantiene frescas las flores de sus apartamentos y levantan rumores cuando pasan más de una semana sin aparecer por el club de golf. Solo se preocupan por los hombres, responsables de sus dolores de cabeza, su insomnio y sus nervios de punta.
Esa es la conclusión que se extrae de una lectura somera de las narraciones de Parker, pero sería injusta, porque tras su aparente frivolidad se agazapa una crítica mordaz de la sociedad en la que le tocó vivir. En el libro no solo se puede apreciar el estilo directo y sin artificios de su escritura, sino que también se demuestra el inmovilismo de los problemas de las relaciones humanas. Sus personajes penden ansiosos del cable telefónico esperando que entre la llamada.
“Los animales son mejores que las personas”, dice la protagonista de “Solo un cortito”, publicado originalmente en
The New Yorker en 1928. La escritora nunca ocultó ese pensamiento ni la afición por el alcohol que comparte con la mujer a la que hace pronunciar esa frase.
Parker se casó tres veces (dos de ellas con el mismo hombre), abortó, fue una de las fundadoras de la mesa redonda literaria del Hotel Algonquin, escribió poemas, trabajó en revistas femeninas, amó Nueva York, siempre prefirió vivir en hoteles e intentó suicidarse dos veces. Por supuesto, ironizó acerca de su falta de pericia para quitarse la vida porque nada escapaba a los latigazos de su inteligencia.
Fue una feminista que militó usando su herramienta más eficaz: la palabra. La reivindicación, apreciable en toda su obra, se hace evidente en los relatos recopilados en este volumen. Las protagonistas no pueden dejarse llevar por sus sentimientos bajo ningún concepto, porque cuando lo hacen reciben su castigo. Están condenadas a vivir esperando, como Penélope a Odiseo, a que su hombre se digne a dirigirles la palabra tanto en persona como por teléfono o por carta. “Nunca jamás hagas que se sienta culpable, haga lo que haga. Aunque no te llame cuando ha dicho que lo haría, aunque llegue tarde a una cita: ni siquiera lo menciones. Hazle pensar que todo va bien. Sé dulce y alegre y mantén siempre, siempre, la calma”, aconseja la señorita Marion a la joven Peyton, consciente de que ella misma no conseguirá mantener la serenidad que recomienda. “Y confía en él, Sylvie. No te está haciendo daño deliberadamente. No lo hará nunca, a menos que tú se lo sugieras.”
Dorothy Parker atendió sus últimas llamadas en el Hotel Volney de Nueva York. Allí murió en 1967 a los 73 años, acompañada por su perro. Sus adicciones y su lengua viperina acabaron con su salud y su vida social de manera progresiva e implacable. Sus cenizas, que ahora descansan en la Asociación Nacional para el Desarrollo de las Personas de Raza Negra (NAACP), estuvieron dos décadas olvidadas esperando a que alguien las reclamase para hacer famoso su epitafio: “Perdonen por el polvo”.