Virginia Woolf a tamaño natural
Una biografía monumental traza un retrato sin deformidades
Acerca de este género que amplía, reduce o representa un perfil humano en montones de páginas escritas según la intención de quien lo firma, Virginia Woolf ironizó: “Como todo el mundo sabe, la fascinación de leer biografías es irresistible. Aquí están el pasado y todos sus habitantes, milagrosamente sellados como en un tanque mágico; todo lo que tenemos que hacer es mirar y escuchar, y pronto las figuritas —porque no están a tamaño natural— comenzarán a moverse y hablar”.
El libro de Chikiar Bauer describe a lo largo de 800 páginas un trayecto histórico que parte de la época victoriana hasta la eclosión de la Segunda Guerra Mundial. Pero Virginia Woolf no es una figurita sin más: a menudo creemos verla, acompañarla, como si fuera de tamaño natural. En un orden cronológico justificado por la abundancia de materiales de primera mano, se lee la evolución de quien ha sido biografiada, interpretada y llevada a la ficción en tantas ocasiones que casi hay una Virginia Woolf para cada época así como para cada lector o lectora común. Quizá la Woolf más recurrente haya sido la del cromo que muestra inestabilidad emocional, nerviosismo con síntomas físicos, la enfermedad mental que —no siempre, pero a veces sí— implica cierta compasión peyorativa. O la del cromo de la lesbiana casi aristócrata que derivaría en el icono de transgresora queer.
Chikiar Bauer no reduce a Woolf a ninguna etiqueta que la defina por un rasgo novelesco o exótico
La argentina Chikiar Bauer no reduce a Woolf a ninguna etiqueta que la defina por un rasgo más o menos novelesco o exótico, ni al servicio de un discurso que buscaría omitir la fuerza de sus ideas, sobre todo las más feministas e inconformistas, que desplegó con mayor y menor tino e ironía en sus críticas y ensayos. Y sobre todo en los diarios y en la correspondencia que mantuvo con numerosos interlocutores, figuras culturales destacadas de la época, como una forma de comunicación aparentemente tan necesaria como al cabo de las décadas lo sería el teléfono fijo. La biógrafa disecciona lo que esta hija y hermana de hombres educados para la carrera académica y los laureles de Cambridge y de Oxford escribió a lo largo de miles de páginas de realismo vital repletas de observaciones, comentarios, informaciones pertenecientes al ámbito de lo más íntimo y de lo más público donde, según sus palabras, pretendía “rastrear el desarrollo de los estados de humor”. Los diarios fueron el campo de entrenamiento para las novelas.
Probablemente esta sea la primera biografía de la autora de La señora Dalloway en lengua castellana que aporta una visión normalizada —de nuevo, a tamaño natural— sin recortes ni deformidades de facetas, que sin centrarse en el ámbito exclusivo de lo literario tampoco cae en la recreación de sus crisis ni otras temáticas sensacionalistas. Vemos pasear a Virginia Woolf, calcular sus ingresos, recibir su primer talonario, convencer a la cocinera para que no se vaya, aprender a conducir, pedir a su hermana que le acompañe a comprar un vestido, enviar paquetes, reírse y fumar bastante durante conversaciones que se alargan, buscar casa en Londres.
“He sido todo cerebro, todo mente, no he gozado de mi cuerpo.” Niña victoriana en casa familiar concurrida, supo defender su puesto de joven chica pensante hasta el punto de que su padre, el prolífico ensayista Leslie Stephen, colega de Henry James y Thomas Hardy, realizó el primer acto transgresor o feminista que presenciaría Virginia al abrir para ella las puertas de su biblioteca, otorgarle libre acceso a la cultura griega, la historia universal, la literatura inglesa de antes y después de Chaucer.
En la adolescencia, Virginia perdió a su madre-torrente —calificativo certero que aporta la biógrafa— y ese duelo, en palabras de Woolf, “nos transformó en seres hipócritas, inmersos en los convencionalismos del dolor. Cobraron vida muchas ideas tontas y sentimentales”. Al poco, su hermanastro Gerald Duckworth la sometió a “abusivos tanteos exploratorios por debajo del vestido”, experiencia que relataría al cabo de cuatro décadas en el texto autobiográfico “Apuntes del pasado”.
Contra el destino victoriano
En su juventud Virginia puso a prueba su inteligencia enfrentándola a la de los hombres, a sus hermanos y a las amistades de los mismos, quienes acudían a la universidad más prestigiosa, alardeaban de ser quienes eran, mientras que las mujeres, reducidas al ámbito del hogar, apenas eran. En lugar de aceptar ese destino victoriano, casi siempre en complicidad con su hermana Vanessa, Virginia supo sacar partido de la biblioteca paterna.
“No estaré atada por las pequeñeces y convencionalismos de la vida. Debe de haber alguna salida”
Comenzó a publicar reseñas y artículos en The Guardian, a recibir encargos periodísticos y a tener ingresos propios. Por un tiempo estimó casarse, con Vanessa escrutó candidatos potenciales de la talla de Lytton Strachey, en el silencio y la discreción de una correspondencia cómplice que probablemente nunca imaginó que se publicaría al cabo de medio siglo. Finalmente se casó con un hombre de letras judío, Leonard Woolf. Unos meses antes, la escritora había expresado por escrito cierto antisemitismo, inercia o fleco de la cultura acartonada que había heredado y que no tardaría en desempolvarse. Esta opción matrimonial llegó precedida de una advertencia en una carta de Virginia a Leonard: “Hay tantas cosas en el matrimonio ante las que retrocedo. Parece acallar y apagar a las mujeres. No estaré atada por las pequeñeces y convencionalismos de la vida. Debe de haber alguna salida. Uno debería vivir su propia vida, como dicen las novelas”.
Con su marido fundó Hogarth Press, un sello editorial de factura casera, que publicaría a Katherine Mansfield, T.S. Eliot o las obras de Freud, además de las novelas de Virginia. Se diría que Virginia y Leonard proyectaron casarse como una solución práctica para la vida diaria, para ayudarse, nutrirse intelectualmente, fundar una editorial perdurable y, sobre todo, cuidarse. Leonard Woolf anotó fiebres, medicamentos, toses y otros síntomas de las primeras inestabilidades de la salud de su compañera.
En 1971 Adrienne Rich explicaba que en el caso de Virginia Woolf la articulación política entre feminismo y socialismo había quedado oscurecida por “la idea de que ella era Bloomsbory, individualista, sin conciencia de clase y gay en el sentido más frívolo de la palabra; sin referencia alguna a sus conexiones con Margaret Llewely Davies, con el Gremio Cooperativo de Mujeres, con la antropóloga antipatriarcal Jane Harrison, con la activista sufragista, feminista y lesbiana, Ethel Smith”. Chikiar Bauer aporta información sobre esta laguna relacionada con la evolución ideológica, contradictoria en su especificidad, de la autora nacida en Londres. Antes de sus primeras incursiones periodísticas, Virginia Woolf impartió clases de literatura a mujeres en el Morley College y las animó a beber vino y a tener esa habitación propia hoy convertida en lugar común.
Años después, a raíz de los estudios de campo que Leonard Woolf desempeñaba en los barrios menos favorecidos, el matrimonio conoció a Margaret Llewelyn Davies, “una mente entrenada políticamente”, por entonces secretaria general del Gremio Cooperativo de Mujeres que peroraba sobre la necesidad de “urgir a las mujeres que tenían el poder de cambiar las cosas que afectaban negativamente su vida”. Virginia Woolf colaboró con ella en los panfletos, las marchas silenciosas y las reuniones de grupo que organizaba el gremio. Se relacionó con más figuras políticas y siempre practicaría esa parcela reflexiva de la vida que no se nutre en exclusiva de literatura y estilo.
Retrato de la vida moderna
Se esforzaba en comprender la realidad desde numerosas perspectivas, insólitas algunas, para el deleite de su producción narrativa; la mayoría, sin embargo, de corte más prosaico y real. Cuando no escribía ni ejercía de personaje público, Woolf abogaba por practicar el anonimato, dedicar el mayor tiempo posible a observar sin discriminación. Consciente de sus privilegios, aunque la mayoría de sus reflexiones se limitaron al análisis de la burguesía, siempre observó de frente todas las clases sociales.
Quizá fuera la misma Virginia Woolf quien contribuyera con sus palabras más sueltas y descaradas a forjar esa imagen frívola de escritora lesbiana, inestable, lánguida o anoréxica, con la arrogancia aristócrata de la mayoría de los componentes del grupo de Bloomsbury, que hoy perdura desde el retrato de medio perfil que apareció en la revista Times en 1937, con la novela Los años recién convertida en un superventas. Pero sería un error quedarse en ese apunte y no seguir leyéndola, no escuchar en el devenir de su discurso otras cuestiones de mayor trascendencia que nos siguen interpelando, por ejemplo, desde ese singular texto literario que se traviste de falso panfleto reivindicativo, titulado Una habitación propia, que supuso otro gran éxito de ventas.
Cada vez que concluía una novela, “el instrumento más congruente con la complejidad y las dificultades de la vida moderna”, el agotamiento la llevaba a declarar que era la última. “Me tienta el suicidio. No parece quedar nada que hacer. Todo parece insípido y carente de valor. Ahora me observaré y veré cómo resucito”. Junto a su carga dramática, esta entrada de diario escrito a mano en su habitación de Monk’s House desprende una feliz lucidez en su proyecto de futuro inmediato.
La exhaustiva percepción de los procesos creativos de cada frase forjada para estar al servicio de la novela que tenía entre manos conforman en conjunto una suerte de gran novela subterránea a la que Chikiar Bauer ha prestado la atención debida. Ha buceado en esa corriente de información ingente, puntillista y a la vez de trazo genérico que son los textos no narrativos de Woolf hasta adquirir el control de los datos, la ubicación exacta de la materia prima de la que emanaría cada párrafo de la obra de ficción oficial. Sigue cada movimiento no necesariamente artístico de la biografiada, como la decisión de llenarse los bolsillos de piedras y, en plena amenaza de los bombardeos alemanes, dirigirse campo a través hacia el río Ouse, de frente, hacia la muerte.
Virginia Woolf. La vida por escrito
Irene Chikiar Bauer
Taurus Madrid, 2015,
920 págs.