Magritte. Esto no es una exposición (de pintura)
El Centre Pompidou se rinde a los juegos semánticos y filosóficos de René Magritte en una muestra que reivindica su figura como artista conceptual
A diferencia de los surrealistas de André Breton (1896 - 1966), cuya definición de la belleza radicaba en el “encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”, tal y como recuerda Ottinger en la introducción de la muestra del Pompidou, Magritte ahondó, especialmente a partir de los años 30, en las secretas asociaciones entre objetos tan dispares como un huevo y una jaula, pero ya no a causa del azar y sus perversiones, como imaginaban sus colegas surrealistas, sino por el subrepticio vínculo entre idea, lenguaje e imagen. En suma, a través de diferentes expresiones del pensamiento.
Desde los años 30 exploró las asociaciones entre objetos por el vínculo entre idea, lenguaje e imagen
Así lo expresaba el artista en su conocida conferencia “La ligne de vie”, que impartió en 1938 en Amberes: “Una noche de 1936 me desperté en una habitación en la que alguien había puesto una jaula y un pájaro dormido. Un maravilloso error me hizo ver que el pájaro había desaparecido de la jaula y había sido reemplazado por un huevo. Descubrí así un nuevo y sorprendente secreto poético, ya que la impresión que experimenté se debió precisamente a la afinidad entre ambos objetos —la jaula y el huevo—, mientras que antes esa impresión se debía al encuentro de objetos extraños entre sí. […] Me pregunté, a partir de entonces, si otros objetos que no fuesen la jaula podrían también revelarme —gracias al esclarecimiento de un elemento que les fuera propio y que les estuviese rigurosamente predestinado— la misma poesía evidente que el huevo y la jaula habían sabido producir con su unión”.
Arte, una herramienta cognitiva
El acercamiento a Magritte no solo como observador subversivo de lo cotidiano, sino como escudriñador del arte que ejerce de herramienta cognitiva, atraviesa la muestra del Pompidou. El MoMA realizó hace apenas tres años una completa y exitosa exposición de los años surrealistas del pintor belga, titulada Magritte: The Mystery of the Ordinary, 1925-1938. Ottinger no ha querido pasar por alto las filiaciones del pintor con los de André Breton —y más concretamente la fascinación con Giorgio de Chirico (1888 - 1978) y su cuadro Cántico del amor (1914)—, a pesar de que la exposición tiene como uno de los puntos de partida la influencia de Paul Nougé (1895 - 1967) en el pensamiento de Magritte.
Nougé, científico de formación —trabajó como químico biológico a lo largo de su vida— y fundador del surrealismo belga, fue un hombre de acción profundamente marxista y gracias a su empuje en 1919 vio la luz el Partido Comunista belga. A la posteridad de las Bellas artes no solo dejó como legado un corpus literario algo exiguo pero de un poder conceptual como pocos, sino también una serie de fotografías que, agrupadas años después por su amigo Marcel Mariën (1920 - 1993) y publicadas en 1968 bajo el nombre Subversion des images, es otro sólido ejemplo de la absoluta influencia recíproca entre Nougé y Magritte. Dicen que muchos de los nombres de los cuadros del pintor son obra de la ocurrente cabeza de Nougé, pero lo que sí está claro es que el autor de El asesino amenazado (1926) fue fiel a la propuesta de Nougé de concebir el arte como una herramienta para la que conocer ya no el mundo, sino los hilos que esconden y mueven el teatro de lo humano.
Tras su regreso a Bruselas después de la afrenta con el círculo de los surrealistas franceses, Magritte dejó de frecuentar el ámbito de la poesía para buscar en la filosofía a interlocutores válidos con los que debatir cuestiones nada baladíes como el estatuto de la imagen, más allá de los elementos ornamentales o de pensarla como un acto transgresor.
Su amistad epistolar con Alphonse De Waelhens (1911 - 1981), cuyas misivas están expuestas en la muestra del Pompidou, descubre a un pintor interesado en la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty (1908 - 1961), a pesar de que no le convencía su manera de aproximarse al hecho pictórico; mientras que su relación con Chaïm Perelman (1912 - 1984), y también a pesar de su férrea afinidad, tampoco acabó de ayudarle a indagar por completo en los conflictos sobre la representación que una y otra vez aparecían en sus obras maduras.
Con el encuentro con Michel Foucault, después de la lectura del totémico Las palabras y las cosas (1966), Magritte se topó por fin con un pensador capaz de articular en paralelo el discurso filosófico que trataba de plasmar en los cuadros. Una de sus máximas ambiciones, se señala en la muestra, fue que su arte fuera reconocido como canal de pensamiento, y después de batallar contra el estigma de una tradición literaria y filosófica que estigmatizaba la imagen como elemento problemático de la realidad, la mirada vanguardista y conceptual del belga encontró en el pensamiento posestructuralista de Foucault el mejor interlocutor posible. Uno de los frutos de ese feliz contacto postal fue el libro Esto no es una pipa (1973), pequeño ensayo al hilo del famoso cuadro del artista en el que Foucault volvió a la discusión sobre representación y semejanza, los dos ejes conceptuales que vehiculan parte de las reflexiones del filósofo, siempre dando vueltas alrededor de las multiplicidades semánticas de la pintura del belga.
De lo visual al concepto
Después de un preámbulo contextual en el que se vincula al pintor con algunas de sus influencias e inquietudes filosóficas, la exposición La traición de las imágenes profundiza a través del lenguaje pictórico de Magritte en las cuestiones acerca de la representación, ahondando en los motivos visuales recurrentes del pintor —las sombras, las cortinas, las llamaradas, los cuerpos fragmentados o las propias palabras como elemento plástico— como vehículos conceptuales. Como si se tratara de un diccionario visual cuya piedra Rosetta se hallara en la imagen de la pipa que no es tal. “La famosa pipa. ¡Cómo me la reprocharon! Y sin embargo, ¿podrías rellenarla? No, es solo una representación. ¿No es así? Si hubiera escrito en mi cuadro ‘Esto es una pipa’, ¡hubiera estado mintiendo!”, declaró el pintor en respuesta a la famosa sentencia de André Breton y Paul Éluard (1895-1952), “La poesía es una pipa”.
Magritte y los mitos clásicos
Así, a partir de ese punto cero iconográfico del pintor, la exposición se detiene en los mitos más significativos sobre la imagen y su doble naturaleza, y siempre en relación a la reflexión de Magritte en torno a ellos. Arranca con la invención de la pintura narrada por Plinio el Viejo en su Historia natural, leyenda que afirma que el dibujo y la escultura nacieron en calidad de huella del deseo amoroso: la hija del alfarero de Sición estaba enamorada de un joven que iba a dejar la ciudad, y la noche previa a su partida fijó con líneas los contornos del perfil de su amante sobre la pared a la luz de una vela. Tras ello su padre aplicó a ese contorno arcilla, dotándolo de relieve y haciendo un duplicado del rostro del amado.
En sus cuadros emerge la necesitad de tener que sumar fragmentos para tratar de acercarse a la verdad
En Magritte, según afirman los comisarios, la historia del nacimiento de la pintura está traducida en tres elementos constitutivos de su vocabulario —la luz de la vela, la sombra y la silueta; tres elementos que, por ejemplo, encontramos en La lámpara filosófica (1936)— que, en última instancia, le sirven al artista para interrogarse sobre la capacidad del arte de restituir la realidad.
Tras ello, la muestra se atreve con el mito de la caverna de Platón, tal vez la reflexión filosófica más combativa contra la imagen como canal de conocimiento del mundo que se ha realizado jamás, pues ningún otro texto ha sembrado tanto descrédito acerca del estatus de la imagen como el formulado por Platón. Magritte, por su parte, representa de manera explícita la fábula platónica, aislando o componiendo los elementos que la conforman: el fuego, las cuevas o las habitaciones y casas, además de, obviamente, las sombras, aparecen en obras como El principio de incertidumbre (1929), El descubrimiento del fuego (1934) o La bella cautiva (1950) como elementos sintácticos de relatos plásticos sobre las cuestiones del origen y la fiabilidad de la representación.
La siguiente sala está dedicada a los trampantojos del artista tomando como origen de ese motivo la cortina de Parrasio, otro mito helénico que responde, en este caso, a la cuestión del ilusionismo. Parrasio competía contra Zeuxis por realizar el cuadro más verosímil jamás pintado. Mientras Zeuxis trajo unas uvas pintadas de manera tan fidedigna que las aves acudieron a picotearlas, el otro se presentó con un cuadro cubierto por unas cortinas, tan naturalistas que ni siquiera Zeuxis se percató de que en realidad estaba delante de la imagen de un telón. Este tipo de trampantojos eran habituales en el Barroco europeo, pero pocos como Magritte supieron hacer de las trampas de la visión una pregunta existencial.
Algunos de los cuadros más significativos del belga hacen uso de este recurso, desde La condición humana (1935) a La respuesta imprevista (1933), Los paseos de Euclides (1955), Decalcomanía (1966), La sonrisa del diablo (1966), La locura Almayer (1951), Las memorias de un santo (1960) o Las miradas perdidas (1927-1928); todos ellos presentes en la muestra del Pompidou.
Por último, la exposición inspecciona los torsos y cuerpos en pedazos reiterativos en el imaginario de Magritte al hilo de otro mito de la tradición clásica, otra vez con el pintor Zeuxis como protagonista pero relatado por Cicerón en su De inventione. La historia cuenta que el pintor realizó una reproducción de la figura de Helena sumando las formas de cinco doncellas de Crotona. El relato señala la imposibilidad de la belleza, y de la imagen o el discurso oratorio por extensión, de ser completamente pura.
Esa necesidad del arte de tener que sumar fragmentos para tratar de acercarse a la verdad emerge en los cuadros de Magritte bajo la forma de cuerpos rotos, imágenes divididas, desmontajes corporales y digresiones pictóricas: La evidencia eterna (1948), Los días gigantescos (1928) o uno de sus últimos lienzos, Megalomanía (1967), enseñan cuerpos, pintados imitando algunos la escultura clásica y otros a través del trampantojo, que ya no son exquisitos, es decir, fruto de la casualidad creativa, sino absolutamente espurios, representaciones de la condición bastarda y contaminada del arte.
Comisariada por Didier Ottinger, entre otros.
Hasta el 23 de enero de 2017 en el Centre Pompidou de París