A día de hoy, ¿existe en Rusia política doméstica? Algunos expertos opinan que no y señalan que el régimen político está organizado de tal manera que hay un solo líder influyente en el país,
Vladimir Putin, que se dedica exclusivamente a la política exterior. El mismo Putin pareció confirmar este punto de vista en el discurso presidencial del pasado 3 de diciembre, cuando se explayó sobre la lucha contra el terrorismo fuera del país y la necesidad de crear un frente antiterrorista común, sobre la economía y los negocios, sobre la corrupción e incluso sobre organizaciones sociales sin ánimo de lucro y, en cambio, apenas dijo nada sobre la política interna. Y esto a pesar de que en septiembre de 2016 en el país habrá elecciones a la Cámara Baja del parlamento, la Gosduma.
Al mismo tiempo, el sistema de partidos de Rusia es débil y viejo, y la prueba evidente de esto es que los dos líderes de partido con más renombre —el comunista Guennadi Ziugánov (PCFR) y el seudonacionalista Vladimir Zhirinovski (PLDR)— tienen más de 70 y casi 70 años respectivamente y ocupan sus puestos desde mucho antes de la llegada de Putin a la presidencia hace 15 años.
El intervencionismo actual ruso tiene una naturaleza dual: es proactivo fuera y reactivo dentro
El sistema político en general se ha reducido a una estructura extremadamente primitiva que tomó la forma actual en la época de la increíble bonanza financiera, cuando parecía que ni la división de poderes, ni partidos políticos fuertes, ni elecciones basadas en la competición de candidatos, ni la autonomía de administraciones locales eran en absoluto necesarias. Es más, en los últimos dos años las instituciones políticas que ya estaban débiles resultaron aún más debilitadas. En primer lugar, el poder judicial —que ha pasado a ocupar una posición todavía más dependiente—, las elecciones —que han perdido muchísimo en participación y, además, en sentido— y las administraciones locales —que han quedado prácticamente desmanteladas—. Podríamos citar también la sociedad civil independiente, que en los últimos años está experimentando una tremenda presión financiera, política y policial.
Si consideramos la relación entre la política exterior y la doméstica, parece que las cosas se estructuran justamente al revés de como deberían estar y que son las consideraciones de la política interna las que obligan a las autoridades a desplegar cada vez más actividad en el área internacional. Esta actividad exterior y los éxitos que de allí se derivan —al menos en la interpretación de los medios de propiedad estatal, totalmente dominantes— están llamados a contrarrestar los crecientes problemas domésticos de economía y de gestión.
Estado de emergencia militar
En 2012 el Kremlin ya se vio inmerso en una crisis de legitimidad que fue consecuencia del final del crecimiento económico y del agotamiento del recurso consistente en comprar la lealtad de los ciudadanos a cambio de subir su nivel de vida. Fue entonces cuando se empezó a preparar el paso de la legitimidad electoral a otra cardinalmente diferente: la de estado de emergencia militar. Este proceso culminó en 2014, a raíz de los acontecimientos en Ucrania que sirvieron como catalizador de la transformación. El régimen sufrió un cambio radical. Hoy tenemos en Rusia un líder que representa un papel totalmente diferente: es un caudillo militar. Tenemos otra élite política, que depende mucho menos de los ciudadanos y más del caudillo. Y también otra sociedad, que parece trasladada nuevamente al glorioso pasado soviético.
El régimen combina elementos autoritarios y democráticos y se basa en una mezcla de lo real y lo virtual
De esta manera, el intervencionismo actual ruso tiene una naturaleza dual: es proactivo fuera y al mismo tiempo reactivo dentro. Es consecuencia de la crisis de legitimidad del régimen y del intento de compensar su caída causada por los crecientes problemas internos. La transmutación del régimen a partir de una legitimidad cardinalmente nueva tiene graves consecuencias. El régimen se ha convertido en un rehén de su nueva legitimidad, que debe alimentar continuamente. Y solo puede hacerlo con nuevas victorias militares que cada vez cuestan más y requieren cambiar de enemigos constantemente, con la retórica de una plaza fuerte rodeada y asediada por enemigos y, finalmente, con represalias. Logros deportivos, similares a los Juegos Olímpicos de Sochi, también podrían servir, pero esta solución se malogró con el
escándalo con la FIFA y el de dopaje en la asociación de atletismo.
Un sistema híbrido
Aun así, el grado de la legitimidad —que ahora es más alto que antes— no puede rebajarse, de la misma manera que en un banquete no se puede pasar a consumir bebidas con menor grado alcohólico una vez consumidas las de alta graduación. Para el régimen, el coste de la vuelta a la antigua legitimidad electoral sería ahora el cambio del líder, puesto que un caudillo no puede competir en las elecciones con otros candidatos de potencial más o menos similar: debe ser claramente superior a todos los demás. Esto hace que unas elecciones presidenciales normales con la participación de Putin (y las elecciones están previstas para 2018) sean imposibles de entrada.
La única opción viable serían unas elecciones de tipo centroasiático: con un voto favorable de un noventa y tanto por ciento. Sin embargo, el Kremlin no se arriesgaría a tener elecciones de este tipo por el peligro de que se repitan las protestas políticas masivas que ya tuvieron lugar en 2011 y 2012. El régimen tiene miedo a una movilización real de la sociedad y la evita a toda costa. Hoy en día es híbrido, no tanto porque combina elementos de autoritarismo y democracia, sino porque se basa en una mezcla de lo real y lo virtual.
O sea, Crimea, Donbás y ahora Siria y Turquía son signos no de la fuerza sino de la debilidad del régimen. En parte es un viagra para el vetusto régimen semiautoritario. E igual que la dosis de viagra se tiene que tomar cada vez más a menudo y su efecto dura cada vez menos, lo mismo pasa con la actividad exterior del régimen. Hay que resaltar que la élite rusa y cada vez más ciudadanos viven no solo en medio de una crisis económica prolongada, sino, en cierta manera, como en un campamento militar, encontrándose con cada vez más limitaciones: de su libertad para desplazarse fuera del país, para poseer bienes fuera e incluso para consumir productos y alimentos de importación.
El sobreesfuerzo actual del país y, en parte, de la sociedad, relacionado con la adopción de una política exterior extremadamente activa tanto en el espacio postsoviético como fuera de él, no puede sino dejar paso al cansancio y al recogimiento con el cambio del foco de atención hacia dentro. Incluso después de eventuales victorias (virtuales y reales) en los frentes de Ucrania, Occidente, Oriente Próximo y Turquía, la atención crítica de la sociedad a los problemas domésticos irá en considerable aumento, y si hay derrotas este proceso será mucho más acusado. La política de aislamiento invariablemente volverá a sustituir el intervencionismo, al menos debido a los factores mencionados.
¿Cuándo ocurrirá todo esto? Probablemente antes de que acabe 2016. Cuanto más se retrase el Kremlin con la reforma de todo el sistema político (por el miedo fundado de que, una vez que la inicie, todo empezará a desmoronarse, como ya pasó con
la Perestroika de Gorbachov), tanto más radical será el proceso de su transformación, inevitable ya en un futuro cercano.