Encontrar agua, único objetivo en el Sahel
Tras la caída de Gadafi en Libia, Mali se inundó de armas ■ La guerra estalló en 2012 ■ Los yihadistas que patrullan el Sahel, una de las regiones más secas del planeta, se hicieron con el territorio ■ El Gobierno se negó a rescatar a los tuaregs, que luchan por su independencia ■ La mayoría huyó a Mauritania
A pesar del velo gris que cubre el cielo, el sol del desierto golpea sin piedad la escena. La brisa intermitente no da ningún respiro. Solo seca la humedad de los ojos. El plano y estéril horizonte brilla al calor del mediodía. La gente se mueve despacio. Algunos llevan botellas de plástico llenas de agua, otros se acurrucan debajo de unos camiones abandonados para intentar echarse una siesta, otros se dirigen al rezo del mediodía. Solo quedan unos días para el final del Ramadán.
Los cansados rostros de niños y adultos no pueden esconder la severa desnutrición. Roghietou Himavi Valed es una refugiada tuareg de 15 años de un pequeño pueblo cerca de Tombuctú. La encontré en Mbera, un enorme campo de refugiados a unos 50 kilómetros de la frontera entre Mali y Mauritania. Llevaba un bonito vestido amarillo que solo dejaba ver sus pies y su dulce rostro. Estaba sentada debajo de un toldo y se negaba a quejarse. Como su pueblo nómada, esta adolescente está muy acostumbrada a la despiadada vida del desierto, una ferocidad intensificada en 2012 por el comienzo de la guerra.
Tras la caída del régimen de Gadafi en Libia, las armas comenzaron a llover en Mali. Las milicias extremistas islámicas que patrullan el Sahel —una de las regiones más calurosas, secas y menos estables del mundo— se vieron alentadas por los acontecimientos y empezaron a hacerse con un buen número de ciudades y pueblos malienses. Los soldados del Gobierno se negaron a rescatar a los tuaregs que llevan décadas luchando por su autonomía. Más bien al contrario: tras la intervención militar europea, las fuerzas gubernamentales se vieron también alentadas, de modo que los tuaregs y un buen número de tribus árabes del centro y el norte de Mali se encontraron en medio del fuego cruzado.
Aun así, su lejana y complicada situación, junto con el conflicto de Mali, que está lejos de acabar, fue pronto olvidado. Cientos de miles de personas fueron expulsadas de sus hogares. La mayoría huyó a Mauritania, cuyo estatus como uno de los países más pobres del mundo no impidió a sus habitantes ofrecer su hospitalidad. Y aquí está Roghietou con su encantador vestido amarillo, una de los 41.000 refugiados malienses que sobreviven en el desprotegido y abierto campo de Mbera, el más grande de África occidental. Hace ahora cuatro años y medio que estalló el conflicto maliense. “No recuerdo demasiado. Tuvimos de dejar nuestra casa cuando era una niña, pero cada vez que alguien menciona el nombre de mi pueblo siento nostalgia”, dice esta adolescente maliense de voz pausada, que utiliza su tiempo en el campo para apuntarse a una clase de literatura impartida por las organizaciones humanitarias.
En su tierra, Roghietou nunca fue al colegio porque para eso tenía que recorrer 60 kilómetros diarios andando. Aprendió a leer y a escribir en el exilio. “Aquí tengo todo lo que necesito. Mi familia está conmigo. No pienso demasiado en el futuro. Lo que tenga que ser, será”, dice esta tuareg orgullosa y fuerte, para añadir después lo feliz y privilegiada que se siente por poder ir a las improvisadas clases. Por desgracia, y a pesar de los esfuerzos humanitarios, solo 5.000 de los 15.000 niños del campamento han tenido esta oportunidad: casi el 43% de la población en este campo de refugiados es analfabeta. El resto de los niños —el 54% de quienes viven aquí tienen menos de 18 años— pasan sus días intentando ayudar a sus familias a sobrevivir.
Escuela en el campo de refugiados de M’bera. José Cendon / EC-ECHO
Los seis colegios de primaria tienen casi el mismo ratio de niños que de niñas, aunque a los dos centros de secundaria del campo solo acuden niños. Siguiendo la tradición, a las niñas les obligan a quedarse en casa. Muchas (algunas no llegan a los 10 años) son forzadas a casarse. En el campo también viven unos cuantos niños que fueron soldados. Los representantes locales de Unicef intentan reeducarlos al tiempo que alertan sobre el peligro del reclutamiento de menores por parte de las milicias al otro lado de la frontera, en tierras de Mali. Según nuestras fuentes, ese territorio está controlado por los guerrilleros por la independencia tuareg, de la milicia MNLA, del Movimiento Nacional para la Liberación de Azwad. Esto significa que los refugiados pueden cruzar la frontera entre Mali y Mauritania sin grandes dificultades.
Teniendo en cuenta que el campamento es un lugar plagado de depredadores sexuales, Roghietou Himavi Valed tiene mucha suerte por vivir bajo la tutela de Osman Ag Abi. Este professor de 47 años huyó a Mauritania en enero de 2012. Ahora está al frente del programa informal de educación, diseñado para ayudar a los niños que nunca habían sido escolarizados o cuya escolarización había sido interrumpida violentamente. “Está claro que no podremos regresar a nuestras casas durante mucho tiempo. Es cierto que un buen número de gente decidió volver, pero nos enviaron el mensaje de que sería mejor que nos quedáramos en Mauritania. Todavía hay guerra. La situación es muy peligrosa. Todos sabemos lo que está ocurriendo en el desierto del Sáhara. Crimen, vandalismo, yihadismo, el racismo del Ejército gubernamental de Mali… Aquí estamos a salvo. Pero todas las guerras terminan algún día, y esta también lo hará. Aun así, hoy hay enfrentamientos en todos los puntos. El Sahel está ardiendo…”, dice Osman Ag Abi.
De nómadas a granjeros
También nos cuenta que es originario de Tombuctú, la mística ciudad del norte de Mali. Su origen urbano lo convierte en una rareza aquí en el campo de Mbera. La mayoría de los refugiados proviene del campo nómada, así que la mera naturaleza estática de su actual existencia les remueve el cuerpo y el alma, y eso que muchos de ellos han llegado hasta aquí con su propio ganado. “Somos nómadas. Seguimos a nuestros animales y no necesitamos demasiada infraestructura. Aquí nuestra forma de vida ha cambiado profundamente. Estamos parados en un lugar, y poco a poco nos hemos convertido en granjeros. No tengo ni idea de qué nos espera. Nos estamos familiarizando con eso que llaman civilización, pero no es necesariamente algo positivo”, opina el maestro jubilado Ahmed Ag Hamama, ataviado a la manera tradicional. También relata que dejó Mali para escapar de los ataques terroristas y que ahora pasa la mayor parte de sus días en los colegios del campamento. “Tengo 73 años. Seguiré enseñando mientras pueda. He dedicado mi vida a educar a estos niños.”
Nos tropezamos con horribles visiones de un futuro distópico, sin árboles, con pilas de animales muertos
El campo de refugiados de Mbera depende de las autoridades de Mauritania, pero su presencia es prácticamente inexistente. Está en medio del desierto, donde no ha llovido en los últimos dos años. La sequía es palpable, agresiva. La llegada de un gran número de refugiados de Mali al sureste de Mauritania solo ha exacerbado la siempre presente lucha por los limitados recursos básicos. El frágil equilibrio se rompe más cada día que pasa. Los grandes árboles ya no existen, utilizados para la construcción por los refugiados y la población local. Una acción que solo acelera la erosión del poco suelo fértil que queda. Alrededor del campo, uno se tropieza de frente con horribles visiones de un futuro distópico, sobre todo por las pilas de animales muertos. Las cabras, burros y vacas que llegaron con los refugiados mueren de hambre y sed.
De los árboles secos que casi no dan sombra cuelgan bolsas de plástico negras que desde lejos parecen nidos de pájaro. Los niños desnudos languidecen bajo el sol, las mujeres se esconden bajo sus largos vestidos, los hombres merodean alrededor de ese depresivo y vacío espacio. Afortunadamente, el campo de Mbera está situado sobre un suministro de agua subterránea. Es este golpe de suerte el que asegura la supervivencia de los refugiados y la población local, al menos por el momento. Aun así, el agua subterránea se está agotando, mientras el cambio climático hace que el desierto del Sáhara se extienda hacia el sur unos kilómetros más cada año.
El petróleo del siglo XXI
La gran mayoría de los conflictos armados se producen en los lugares más calientes y con menos agua, el petróleo del siglo XXI. En los últimos años, la cosecha que sirve de sustento a millones de habitantes en la caliente y seca franja entre Senegal y Sudán ha caído hasta en un 70%. Y los precios de los alimentos se han disparado, como en Oriente Medio.
Entre los que han llegado a Mbera por segunda vez está Fatma Mint Sidi, una mujer de 47 años que ha pasado gran parte de su vida como refugiada. Su primera experiencia duró casi seis años. “Entonces no tenía hijos y mi marido todavía estaba vivo”, nos dijo mientras apartaba moscas, sentada bajo una agobiante lona. Cuando regresó a casa, la ciudad de Lere —de donde procede casi un tercio de la población del campo de Mbera— estaba destrozada. Y no solo por la guerra. La arena del desierto había cubierto buena parte de esa abandonada ciudad tuareg. También el cambio climático hizo su parte. Así que Fatma se vio obligada a reconstruir su vida desde cero. “Me di cuenta de que nada dura para siempre, pero no esperaba otra guerra. La última había cambiado completamente mi forma de ver la vida. En los viejos tiempos solíamos ayudarnos los unos a los otros. Ahora solo me tengo a mí misma.” Durante nuestra conversación, Fatma parecía triste y extrañamente distante.
En enero de 2012, en el momento en que escuchó los primeros disparos, cogió a sus hijos, a su padre enfermo y a su hermana inválida y huyó para salvar sus vidas. Aquellos disparos eran un vívido recuerdo de la guerra de 1991. Sabía que las cosas no iban a salir bien. Un vecino la llevó hasta la frontera con Mauritania. “¿Sabes? Ahora es mucho peor que en los 90. Hay menos comida y más gente. Las organizaciones humanitarias ayudan, pero no es suficiente. A veces la comida se acaba y tengo una familia numerosa.” Al tiempo que dice esto, Fatma se desploma de agotamiento. No piensa demasiado en el futuro, dice, con una sonrisa triste. “Lo que tenga que pasar está en manos de dios.”
La mayoría de los refugiados malienses evita hablar del futuro, como si fuera casi un tema tabú. A muchos con los que he hablado les gustaría regresar a casa tan pronto como sea posible. En la primera mitad de este año unas 1.800 personas han vuelto a Mali, que también ha sido devastado por la salvaje sequía de los últimos años. Posiblemente la más despiadada y al mismo tiempo dolorosa metáfora para describir su destino es que saltaron desde una sartén al fuego.
“Entre 2004 y 2009 viví y trabajé en Libia. Ganaba dinero. Cuando volví a Mali pude comprar un coche y una casa. Pero estalló la guerra y lo perdí todo. Ahora, como todo el mundo aquí, soy un refugiado. Todos somos igual de pobres. Todos estamos en el mismo barco. Todos hemos sido abandonados. Si tuviera dinero me iría a Europa”, dice Mustafá al Ensari, de 34 años.
Lo han perdido todo
Conocimos a Mustafá en la clínica del campo, donde los médicos locales hacen lo que pueden con los niños desnutridos. Junto a sus amigos, Mustafá intenta ayudar en lo que puede, intenta aprovechar todo el tiempo libre que tiene. Nada acaba con el espíritu de un hombre como estar todo el día sin hacer nada. Mientras las madres con sus brillantes vestidos dan el pecho a sus delgadísimos hijos, Mustafá aprovecha la oportunidad para desmentir el mito del éxodo masivo de africanos hacia Europa.
Solo aquellos con suficiente dinero pueden permitirse el largo y peligroso viaje a través del Sahel hacia la costa de Libia y después hasta las islas italianas. En el siglo XXI, ser refugiado es de hecho un privilegio. “Todos queremos ir a Europa, pero no tenemos los recursos. Otro problema es que somos nómadas. ¿Has conocido a algún nómada con los papeles necesarios?”, sonríe Muhamad al Maloud, de 24 años. “Todos estamos en la misma situación. No hay racismo dentro del campo, a diferencia de en Mali. Allí las cosas son horribles. No podemos volver.”
A diferencia de muchos de los suyos, Muhamad no necesita demasiado pie para compartir su relato. “El norte de Mali está regido por el terrorismo y el vandalismo. Los tuaregs y los árabes son perseguidos tanto por yihadistas como por los soldados malienses. Nos han despojado de todo. Las autoridades de Bamako siempre nos han desatendido. Mi futuro es el pasado de mi familia. No tengo expectativas a las que aferrarme. La guerra no va a terminar pronto. Nuesta generación entera ha sido sentenciada a una vida que casi no merece la pena ser vivida. Como en 1991, y como mañana. Han demolido muchas casas. En el norte de Mali todas las familias se levantan con un objetivo en mente: encontrar agua. Una vida dura, ¿verdad? Por eso tanta gente joven se unió a los rebeldes. Cada familia tiene a alguien que se ha unido a la lucha. Esos hombres luchan por la libertad, por la independencia.”
Mustafá: “Cuando lo pierdes todo y violan a tu madre y tu hermana, no tienes más remedio que ir a la guerra”
Las palabras salen a borbotones del pequeño y enjuto Muhamad, cuya ambición en el pasado era ir a la universidad. “La guerra está siendo luchada por quienes lo han perdido todo. Cuando tu madre y hermana son violadas no tienes más remedio que ir a la guerra.” Mustafá concluye con una nota decididamente fría. Una especie de resumen y predicción de lo que queda por venir.
Este reportaje ha sido posible gracias a la ayuda del Centro Europeo de Periodismo (EJC)
Traducción del inglés de Noelia Sastre
Mali, la guerra olvidada
En el más profundo nivel, los refugiados malienses de la guerra son también refugiados del clima. La tragedia de la región del Sahel —un cóctel tóxico de cambio climático, crimen organizado, luchas tribales y religiosas, el opreviso legado colonial, intervenciones militares internacionales y fronteras sin esperanza— va a ser cada vez mayor. La única duda es si llegará a aparecer en el radar de los medios internacionales.
El vacío de la opinión pública mundial sigue teniendo un gran impacto en las víctimas. Los refugiados hablan constantemente de la escasez de comida: en su mermado presupuesto, el Programa Mundial de Alimentos de la ONU se ha visto obligado a recortar en un tercio sus raciones de comida. “La guerra en Mali ha sido virtualmente olvidada. Eso significa que nuestro presupuesto aquí tiene un grave problema. Nuestras capacidades están muy limitadas. Nos vimos obligados a despedir a muchos de nuestros trabajadores. También tenemos limitaciones en la cantidad de raciones que podemos servir, y todo lo que podemos esperar del futuro son más recortes. La situación podría deteriorarse hasta el punto de que las vidas de la gente podrían estar amenazadas”, dice Olivier Mirindi, miembro del equipo de Unicef en la ciudad de Bassikonou. Mirindi insiste en la gran vulnerabilidad de los niños, que conforman más de la mitad de la población del campo. Los más pequeños son los que se enfrentan a los peligros más urgentes. “Los recortes significan que la propia existencia del campo está en peligro. De hecho, el sistema entero de asistencia a refugiados tiene problemas, y las cosas no parece que vayan a mejorar”, añade Sebastian Laroze, portavoz de la Agencia de la ONU para los Refugiados en Mauritania.
Los proyectos de ACNUR están cofinanciados por la Oficina de Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea (ECHO). Sin la ayuda financiera de ECHO, el campo de Mbera probablemente se enfrentaría a su cierre en el momento en que se escriben estas líneas.