Lejosde iniciar el camino de la secesión, la insólita resolución aprobada por el Parlament el pasado lunes ha colocado a la totalidad de Cataluña, y no solo a los independentistas, ante el callejón sin salida del desgobierno. Cualquiera que no fuese Artur Mas ni ningún otro de los líderes de Junts pel Sí habría podido preverlo, al menos desde el momento en que la coyuntural coalición de Convergència y ERC decidió, el 27 de septiembre, celebrar como victoria electoral lo que había sido una manifiesta derrota. Como también deberían prever ahora que haber dejado constancia, en una resolución parlamentaria, de su determinación de violentar la voluntad mayoritaria de los ciudadanos de Cataluña, intentando disfrazar este atropello de desafío democrático a lo establecido por la Constitución y las leyes, obliga a una inequívoca respuesta institucional.
Las múltiples argucias de las que se han servido los independentistas para presentarse como portavoces de una Cataluña a la medida de su programa y para disfrazar de democracia lo que es solo imposición se resumen en una sola: conseguir por vías de hecho aquello que ninguna mayoría de catalanes les ha confiado hacer ni ninguna norma ni interna ni internacional les autoriza. Es contra las vías de hecho que preconiza la resolución contra las que las instituciones del Estado tienen no solo la facultad sino la obligación de responder, haciendo abstracción de si la pretensión última de las fuerzas que la han apoyado es la independencia o arrancarle al Estado un referéndum sobre la autodeterminación. Lo que la resolución ha puesto sobre la mesa no es la decisión de si el Estado debe negociar o no con una parte de sí mismo declarada en rebeldía, sino las condiciones de legalidad en las que debe desarrollarse cualquier negociación.
Las referencias apresuradas a la vía del artículo 155 tras el pleno del Parlament parecen olvidar que la Constitución no se puede esgrimir como amenaza ni la aplicación de sus disposiciones es discrecional si se producen los supuestos que contemplan. Cuestión diferente es interpretar qué ampararía y qué no ampararía un eventual recurso al artículo 155, concebido por los constituyentes como una cláusula excepcional de garantía del sistema. Y en tanto que cláusula excepcional de garantía, resultaría absurdo interpretarlo como un procedimiento para disolver el sistema autonómico en vez de como un instrumento para asegurarlo frente a desafíos por vías de hecho como el que, de acuerdo con la resolución aprobada, llevarían a cabo los independentistas si consiguieran superar el desgobierno en el que han precipitado a Cataluña y formar un ejecutivo.
Del desgobierno en Cataluña no se saldrá invistiendo a un candidato impuesto por una fuerza minoritaria como la CUP, sino convocando nuevas elecciones autonómicas en las que los ciudadanos sepan qué significa y a qué compromete el voto que depositen en las urnas, en lugar de dejarlo forzosamente a disposición de lo que decidan las argucias de unos líderes u otros.