Aparente calma política
Desde la Transición democrática, Galicia ha ido perdiendo peso específico en el panorama político español
Algo de esto sucede en la política gallega actual: parece advertirse un movimiento profundo que anuncia cambios en el futuro, pero en las cartas de la náutica política solo se identifican las embarcaciones que se aproximan a puerto. No se conoce bien la mercancía que traen y tampoco la identidad de sus capitanes. No parece haber peligro de accidentes, a pesar de que los rumbos no están claramente fijados. Estamos, pues, en una situación de aparente calma y, a la vez, de incertidumbre, que deriva de muy diferentes causas. La primera tiene que ver con la posición de Galicia en el tablero político español, en la que ha ido perdiendo peso específico desde los tiempos de la Transición democrática. Es verdad que la “cuestión” gallega, a diferencia de la vasca o la catalana, no ha tenido desde 1977 el carácter problemático de aquellas. Como dijo Vicente Risco en su lúcido libro El problema político de Galicia (1930), el nudo estaba en que “no ha habido nunca verdadera política gallega”, esto es, que Galicia no formaba parte de la agenda política española. Esta contradicción se resolvió a su modo en el régimen republicano de 1931, a través de partidos como la ORGA de Casares Quiroga, que tuvo un papel protagonista en la política republicana, y del Partido Galeguista, que lo tuvo en la movilización a favor del Estatuto de Autonomía, aprobado en plebiscito popular en junio de 1936.
En la política gallega actual parece advertirse un movimiento profundo que anuncia cambios en el futuro
Aquella experiencia, a pesar de la Guerra Civil y del largo exilio, no fue un trabajo baldío porque fue recuperada a su modo en los debates constituyentes y en el propio texto constitucional, en el que se atribuyen algunas ventajas simbólicas a las autonomías que hubieren aprobado en el pasado sus estatutos. Aunque el proceso estatutario gallego estuvo a punto de ser la piedra de toque de la “racionalización autonómica” inspirada por algunos dirigentes de UCD y PSOE, la respuesta política al llamado “estatuto do aldraxe” en 1979 fue contundente y sus consecuencias, demoledoras para la UCD, que comenzó su declinar político en las primeras elecciones autonómicas gallegas, en el otoño de 1981, cuando se vio superada por la AP de Fraga Iribarne. La gestión del proceso estatutario y la posterior hegemonía de partidos de centroderecha en la gobernación de la autonomía gallega son la expresión y, a la vez, el resultado de la anomalía de que exista una autonomía “histórica” sin un partido político nacionalista capaz de dirigir el proceso.
Si volvemos al diagnóstico de Risco, diríamos que la política gallega en la actualidad tiene ante sí dos grandes desafíos. El primero es adecuar sus propuestas a una sociedad que ha cambiado de modo profundo en los últimos lustros y que apenas tiene que ver con los estereotipos que se manejan, incluso por parte de opiniones avisadas. Galicia es una sociedad moderna, terciarizada, con elevada apertura a la economía internacional y básicamente urbana. Todo lo contrario de la imagen de ruralismo y atraso, de caciquismo y de sumisión que sigue campando en muchas mentes, de dentro y de fuera de Galicia. La realidad gallega es otra, pero todavía no ha penetrado de forma plena en los discursos políticos y en las propuestas programáticas. El segundo desafío es más complejo y tiene que ver con una nueva negociación del estatus de Galicia en la política española. Durante varios lustros, este cometido fue atribuido, desde dentro de los grandes partidos españoles, a sus estructuras partidarias gallegas y, desde fuera, a la desigual influencia ejercida por el nacionalismo político representado básicamente por el BNG desde su fundación en 1982.
La “cuestión” gallega, a diferencia de la vasca o la catalana, no ha tenido carácter problemático desde 1977
Ambos desafíos se hallan claramente interpelados e incluso trastocados por la dinámica política actual. La capacidad de maniobra de los partidos tradicionales, todavía importante en Galicia, tiene visos de menguar progresivamente al socaire de su previsible evolución en el sistema político español. Y, por otra parte, la acción política del nacionalismo tradicional se ha visto a su vez convulsionada por la “nueva política” y los “espacios de ruptura” que representan los partidos emergentes que, en el caso de Galicia, han logrado integrar una parte del nacionalismo de izquierdas en la coalición electoral En Marea. Lo que parece ser un rumbo claro de las tendencias de fondo de la política gallega presenta en superficie, sin embargo, la incertidumbre nominal de no saber quiénes serán sus dirigentes o líderes en los próximos comicios autonómicos, dado que a día de hoy ningún partido o coalición los ha elegido. Esperemos que los capitanes de ahora tengan mejor información que el del Urquiola y eviten tropezar en las agujas rocosas del mar de fondo de la política.