En la fantástica La estupidez, de Rafael Spregelburd (Buenos Aires, 1970), se habla con frecuencia de matemáticas complejas, pero su operación de base es sencilla: la multiplicación. Empezando por los cinco actores, que interpretan a nada menos que 24 personajes, todo en ella se multiplica: los géneros narrativos, los registros dramáticos, los guiños a otras artes, los elementos audiovisuales, los estereotipos culturales y los lenguajes de la más diversa calaña. La obra se salta todos los límites. Y, con una duración de más de tres horas, se salta olímpicamente los 90 o 100 minutos que se consideran decorosos en el teatro de hoy.
La única frontera respetada —y no sin sarcasmo— es la del espacio: sin cambios escenográficos, todo transcurre en un decorado deliberadamente genérico, con un ventanal de un lado y una cama y dos puertas del otro, que representa sucesivas habitaciones de un hotel de carretera. Tampoco es casual que el hotel se encuentre cerca de Las Vegas, ese no-lugar por excelencia, cuyo paisaje autóctono es puro artificio. A Spregelburd le fascina el potencial dramático de los simulacros. Y las cinco historias que aquí se cruzan, a cual más delirante, se construyen con materiales reciclados, tópicos de serie B y situaciones mil veces vistas en la cultura de masas.
Estereotípicos adrede, los personajes incluyen a dos mafiosos sicilianos; un muchacho rebelde que les debe dinero; un matemático que ha descubierto una ecuación fabulosa; una periodista que lo persigue en pos de una exclusiva; dos marchantes de arte que quieren vender un cuadro que quizá es falso y, para colmo, se está borrando (en la precariedad residiría su valor); y cinco mentecatos que han llegado a Las Vegas con una martingala supuestamente infalible, pero que solo les permite ganar la ridícula suma de 152 dólares al día.
Cada una de las historias nutre las formas cómicas del caos, donde todo lo que puede desmadrarse lo hace, y el conjunto se relaciona con el dinero, una de las claves temáticas. La obra forma parte de la llamada
Heptalogía de Hieronymus Bosch, una ambiciosa serie de siete piezas —inspiradas libremente en la
Mesa de los pecados capitales del Bosco— que aluden a un pecado capital cada una, como las secciones del cuadro. El que aquí toca es la codicia, y aunque nunca se lo mira desde una perspectiva teológica, la vena satírica comporta una crítica moral o comentario social. Estructurada en cuadros repetitivos,
La estupidez condena un mundo inequívocamente estúpido, donde la frenética persecución del metálico parece ser una de las pocas cosas que da sentido a las vidas de los personajes.
En esta obra todo funciona como un reloj para mantener al espectador en perpetua alerta
Hacer inteligible ese frenesí es el principal desafío de cualquier puesta en escena. En la introducción a la obra publicada, Spregelburd señala que su propia dirección “a toda velocidad” duraba tres horas veinte; la versión de Soto clavó el contador por debajo de las tres horas y cuarto, un triunfo actoral, pero también el límite de lo que puede procesar un espectador sin marearse. Todo tiene que funcionar como un reloj para mantener la atención en un estado perpetua alerta, y la virtuosística dirección de Fernando Soto merece un doble aplauso. El año pasado, Soto dirigió
Constelaciones, una comedia de Nick Payne basada en iteraciones y cambios abruptos de registro. Aquí subraya las superposiciones de parlamentos, los momentos de ruido y el aspecto vodevilesco de la obra, sin caer en la chabacanería ni abusar de los efectos cómicos fáciles.
Nadie llamaría sutiles, por desternillantes que resulten, a los mafiosos que bailan al son de un espantoso tema electrónico. Pero sus mejores momentos son discursivos, y ahí es donde Soto y sus actores realmente se lucen. Por ejemplo, los parlamentos de la chica que busca conquistar a uno de los policías se vuelven hilarantes por su calibrada reiteración. Les presta voz Ainhoa Santamaría, una estupenda actriz cómica, que demuestra versatilidad con cinco papeles distintos. El resto del reparto hace otro tanto, cada cual con sus fuertes individuales.
Si algo se le puede criticar a la obra es que a veces mezcla la comicidad con la histeria. O que, como toda sátira, carga con el estigma de que sus materiales no siempre se distinguen de aquellas cosas de las que se burla:
La estupidez, al fin y al cabo, se compone de despojos culturales, arquetipos rancios, discursos idiotas y dudosos mitos urbanos. Pero no hay confusión posible: nunca una combinación aleatoria de desechos se ensamblaría con una inteligencia comparable a la de esta obra. Y ahí reside la mejor razón para ir a verla: hoy por hoy, quizá no hay ninguna otra en cartelera que le haga tantas cosquillas al cerebro.