Para los físicos, la realidad es como una cebolla que se puede pelar: una vez apartada la primera capa que contiene nuestro mundo de objetos solidos, queda al descubierto una realidad más fundamental, formada por átomos en constante vaivén. Las investigaciones permitieron desvelar otro mundo en el interior de los átomos habitado por unas partículas —los electrones— que dan vueltas alrededor de un núcleo. Hay realidades más básicas como las constituidas por quarks, partículas que forman los protones y neutrones. El universo se muestra como una matrioska gigante. Para los físicos tiene sentido seguir preguntándose si hay una realidad aún más fundamental.
Los experimentalistas se han estrujado el cerebro para poner al descubierto esa realidad invisible. Uno de los métodos más exitosos ha sido recurrir a aceleradores de partículas. Los
aceleradores —los aparatos de investigación más grandes jamás creados— hacen colisionar protones, neutrones o cualquier otra partícula. Tras el impacto, se producen unos fuegos artificiales en los que saltan unas virutas que solo existen breves fracciones de segundo antes de disolverse en la nada. Los científicos las analizan con gran detalle, en busca del indicio de una nueva partícula o una nueva física agazapada. Existen otros aparatos, como los detectores de partículas —las
cámaras de niebla son un ejemplo— que han tenido un papel crucial para descubrir ese inframundo que sostiene el entramado del universo.
Los descubrimientos científicos realizados con estos instrumentos se acompañan de teorías que podrían clasificarse en dos tipos: la física relativista y la física cuántica. La relatividad es una teoría que se aplica al universo y a su evolución y ha obligado a revisar conceptos científicos fundamentales como los de espacio y tiempo. El espacio ya no es ese escenario neutro en el que sucede el drama galáctico que imaginara Newton, sino que su geometría se ve afectada por la materia hasta el punto de doblegarse en su presencia. La gravedad hay que entenderla entonces como el efecto de dicha curvatura sobre el resto de cuerpos.
Einstein también obligó a reconsiderar la idea del tiempo: según su concepción, el tiempo no discurre al mismo ritmo para todos. Es un fenómeno que los científicos han comprobado en multitud de ocasiones: cuando se pone un
reloj atómico en un avión a reacción dando vueltas a la Tierra, la hora que dará al aterrizar será ligeramente distinta a la de otro reloj atómico en tierra firme con el que se hubiera sincronizado antes de emprender la travesía. Esta misma teoría permitió predecir la existencia de agujeros negros o de fenómenos como las lentes gravitacionales.
La física cuántica, por el contrario, no se refiere al universo como un todo, sino que su reino es lo minúsculo. En el reino cuántico, las leyes que rigen dibujan un mundo radicalmente diferente al cotidiano: las partículas aisladas dejan de tener trayectorias porque por definición no se puede concretar dónde está una partícula (a no ser que choque contra otra cosa). Es un mundo de ondas que son partículas y de partículas que son ondas, y hay fenómenos tan extraordinarios como los
entrelazamientos, que ponen de manifiesto que dos partículas pueden comunicarse entre sí por lejos que se encuentren. En el mundo cotidiano las cosas tienen sustancia. En el mundo cuántico, esta desaparece en un vapor intrínsecamente irrepresentable. Lo que no se puede representar no se puede entender: por eso los mayores expertos en física cuántica han coincidido en señalar que esta física, una de las cimas del intelecto humano, resulta incomprensible.
Dos teorías para un universo
La visión del mundo que se extrae de ambas concepciones la describe perfectamente
el físico Carlo Rovelli en
La realidad no es lo que parece (Tusquets, 2015): “El mundo es un pulular de acontecimientos cuánticos inmersos en el mar de un gran espacio dinámico que se agita como las olas de un mar de agua”.
Lo más sorprendente es que ambas teorías —la relatividad y la cuántica— funcionan. No habría ningún problema si se aplicaran a universos diferentes. Como se refieren al mismo, acaban colisionando en aspectos fundamentales: en la relatividad, variables como el espacio pueden adoptar cualquier valor —son infinitamente divisibles—, mientras que en la cuántica solo hay algunos valores permitidos —es el caso de la energía— y todo funciona con saltos o en paquetes indivisibles (los famosos cuantos). En la primera, las trayectorias están definidas claramente y son perfectamente predecibles. En la segunda, hay que conformarse con probabilidades. El espacio geométrico relativista se curva, mientras que las partículas del mundo cuántico viven en un plano tridimensional.
Es posible vivir con estas contradicciones. Todo consiste en conocer bien los casos en los que se deben aplicar unas u otras leyes y no salirse del guion. Cuando se trata de calcular la
La relatividad se aplica al universo y a su evolución y obliga a revisar conceptos como los de espacio y tiempo
órbita de Mercurio, su gran tamaño permite que nos olvidemos de las cantidades cuantizadas y podamos usar tranquilamente la física relativista para establecer trayectorias y calcular cómo afecta la masa a la geometría espacial. Si lo que nos ocupa es un electrón, entonces su masa —y con ella la curvatura del espacio geométrico— será irrelevante, se calculan las probabilidades y listo.
Hay científicos que exploran esas situaciones límite en las que las contradicciones se ponen tan de manifiesto que resulta imposible seguir mirando hacia otro lado. Una de estas situaciones se refiere a los primeros instantes del universo, cuando este era tan pequeño como un átomo. A esa escala, siguen rigiendo las leyes relativistas, pero no se pueden obviar los fenómenos cuánticos. Sin una teoría que contemple ambos fenómenos simultáneamente, no se puede hacer una descripción correcta de lo que ocurrió en esos instantes.
Otro problema que afecta a la relatividad se refiere al origen mismo del universo. La relatividad, de la mano de algunos datos experimentales y observaciones, permite aproximarse cada vez más al
big bang, pero le sigue faltando recorrer un pequeño tramo. Cuando los científicos aplican la teoría de la relatividad al instante inicial del universo se encuentran con que las ecuaciones arrojan un resultado infinito. No hay que darle demasiadas vueltas: la teoría no funciona. Se tapó el estropicio bautizando ese punto inicial con un bonito nombre,
singularidad, que designa ese valor imposible que se encontraría en el inicio de todo. Pero el resultado sigue sin tener sentido. La singularidad es la evidencia de que nos hace falta una nueva física.
Contra las cuerdas
Los físicos teóricos llevan décadas sumidos en la tarea de encontrar una teoría que unifique las otras dos —entre ellos, Einstein, que no lo consiguió—. En la década de los 80 irrumpió una teoría que parecía que encaminaba la solución en la dirección correcta: la teoría de cuerdas, que partía de la física cuántica para incluir la fuerza gravitatoria y así lograr una teoría del todo a partir de la cual se iban a explicar todas las partículas y fuerzas de la naturaleza.
Según esta teoría, la realidad más fundamental y básica que subyacería por debajo de lo que conocemos estaría compuesta por unas hebras o cuerdas de energía vibrantes y bidimensionales. Los distintos modos de vibración de las cuerdas darían lugar al abanico de partículas que puebla el universo.
En sus inicios, esta teoría despertó una gran expectación y se convirtió en la apuesta segura de buena parte de la comunidad científica. Aparecieron grupos de investigación en todos los países y este despliegue se acompañó de recursos y una importante financiación. A partir de su enmarañada matemática se derivan extrañas consecuencias —como la existencia de
una decena de dimensiones— que no han podido detectarse hasta ahora. Por esta razón, aunque sigue contando con numerosos defensores, el entusiasmo por la teoría se ha moderado.
“¡Incluso en la telecomedia
The Big Bang Theory Sheldon Cooper termina por abandonar la teoría de cuerdas!”, explica Carlo Rovelli a AHORA. “Sheldon acaba por dedicarse al estudio de la materia oscura, un problema astrofísico. La teoría de cuerdas está perdiendo partidarios incluso entre la cultura popular.” A Rovelli, contribuidor a la teoría de la gravedad cuántica de lazos —enfrentada a la de cuerdas—, se le podrían atribuir sesgos e intereses en sus argumentos. Sin embargo, su análisis es compartido por un buen número de científicos: “La teoría de cuerdas requiere de muchas estructuras complicadas, como la supersimetría, o añade dimensiones extra al espacio, lo que no ha podido observarse hasta el momento. Por el contrario, la teoría cuántica de lazos va directamente al problema central consistente en describir el espacio-tiempo cuántico”. Tal como sigue afirmando, “la teoría de cuerdas es una gran idea, y despertó muchas esperanzas en los años 80, pero los resultados predichos —y que en ese momento se creía que no tardarían en llegar— nunca se materializaron. Lo peor es que la supersimetría sigue sin haberse hallado en la investigación experimental”.
El gran rebote
Si finalmente la teoría de cuerdas no es la concepción que iba a poder explicarlo todo, ¿qué nos queda? Una de las ideas con la que se está trabajando en la actualidad es la gravedad cuántica de lazos (o bucles). Es una teoría que no pretende reemplazar al resto de teorías cuánticas, sino que su objetivo, más humilde, es cuantificar la relatividad. Para la relatividad se puede establecer la posición de un cuerpo en cualquier punto o instante concreto. La idea subyacente, por tanto, es que el espacio y el tiempo son infinitamente divisibles. Para la gravedad cuántica de lazos, en cambio, existe un límite a partir del cual el espacio no se puede dividir más.
“La idea clave es que el espacio se convierte en discreto a una escala muy pequeña”, explica Rovelli. “El espacio tiene una estructura granular, como ocurre con la materia. Está hecho de
La física relativista y la cuántica funcionan. No habría problema si se aplicaran a universos diferentes
átomos espaciales elementales.” ¿Por qué, entonces, las trayectorias de un planeta o de una manzana al caer de un árbol parecen continuas y no avanzan a saltos? Se trataría del mismo efecto que Dalí empleó cuando retrató a Lincoln empleando una infinidad de pequeños retratos idénticos de ese mismo político. A la suficiente distancia, es imposible percibir la tesela de cuadrados, y lo único que se observa es el perfil inconfundible de ese héroe estadounidense.
La teoría también afecta profundamente a lo que entendemos por tiempo. “El aspecto de la gravedad cuántica de lazos que encuentro más fascinante es el hecho de que en la ecuación más básica de la teoría no hay un tiempo variable. En sus nivel más elemental, el tiempo no existe. El tiempo emerge solo en las grandes escalas”, continúa Rovelli. Se trata de otra vuelta de tuerca, aunque hay físicos, como
Lee Smolin, que sospechan que el tiempo no puede ser una ficción. Rovelli y Smolin, grandes amigos y contribuidores a la gravedad de lazos, tienen unas concepciones de esas nociones básicas que chocan de frente. “Los desacuerdos son productivos”, razona Rovelli. Aunque pasen desapercibidas, en estas discusiones es donde se dirime lo que es el ser humano.
Esta teoría tiene unas implicaciones cosmológicas fascinantes y que podrían obligarnos a revisar nuestra concepción sobre cómo tuvo lugar el origen del universo.
Guillermo Mena Marugán, investigador científico del CSIC en el Instituto de Estructura de la Materia, resume la cuestión de la siguiente manera: “Enseguida se comprobó que al aplicar la gravedad de lazos al inicio del universo, la singularidad se eludía”. Esto se debe a que se tienen en consideración los efectos cuánticos: “Con densidades de energía tan grandes, los efectos de gravedad cuántica convierten la gravedad en una fuerza de repulsión, no de atracción”. Esto significa que “el colapso se frena y en su lugar se produce un rebote”. Es decir, la teoría cuántica de lazos sustituye el
big bang por el
big bounce [gran rebote]. En lugar de despeñarse por el infinito de la singularidad, hay que entender el universo como un latido en el que se alterna una fase de expansión y otra de contracción. Predice, por tanto, que antes de nuestro universo hubo otro universo que acabó contrayéndose para expandirse de nuevo en lo que es el universo en el que vivimos ahora. “El rastro macroscópico de lo que habría ocurrido durante la contracción se borra, pero podrían quedar fluctuaciones de aquella rama previa”, aclara Mena Marugán.
La gravedad de lazos no modifica la historia de la cosmología posterior, tal como la ciencia la ha descrito hasta ahora; se limita a quitar de en medio esa molesta singularidad y a poner en su lugar un rebote muy sugerente que nos invita a pensar que el universo ha tenido múltiples vidas.
Hacia la comprobación
Nada de esto ha sido respaldado aún por hechos. Esa es la labor a la que se dedican grupos como el que dirige Mena Marugán. “Intentamos ver si en esas pequeñas perturbaciones a partir de las cuales han salido todas las estructuras de galaxias actuales existe algún efecto predicho por esta teoría.” Según este físico, “la gravedad cuántica de lazos es capaz de predecir un pequeño efecto en la evolución del cosmos en sus primeros instantes que podría dejar un rastro leve, observacionalmente complicado de ver, pero que puede estar ahí. Eso es lo que intentamos sacar a la luz con pico y pala teórico”.
Los físicos teóricos llevan décadas sumidos en la tarea de encontrar una teoría que unifique las otras dos
La teoría de la gravedad cuántica de lazos describe unas estructuras de la realidad que la tecnología actual no pueden poner al descubierto. En el universo hay que buscar ventanas de comprobación en situaciones extremas, como en las primeras etapas del cosmos, o bien en los agujeros negros.
Mena Marugán concluye: “Si se comprueba que las predicciones no tienen ningún sentido, será una manera de rechazar la teoría”. Rovelli también explica a AHORA que precisamente “en el interior de los agujeros negros, la teoría predice que se podrían desencadenar explosiones”. Las observaciones de unos estallidos rápidos de radio [
fast radio burst] podrían explicarse por este fenómeno.
El reto de comprobar esta teoría es extraordinariamente complicado, pero no es imposible. La historia de la ciencia ha dejado a su paso un rastro de cadáveres, con teorías que no llevaron a nada. Pero el miedo al fracaso desaparece ante la posibilidad, en la que los físicos ponen todo su empeño, de quitar una nueva capa a la cebolla.