La vida política y las instituciones públicas de nuestro país se hallan hoy sacudidas por un movimiento social de regeneración democrática. En el panorama político e institucional han irrumpido con fuerza nuevas formaciones, llamadas emergentes, que —sesgos ideológicos aparte— comparten, con matices, un mismo diagnóstico: las instituciones públicas sufren un severo deterioro “partitocrático” imputable a la vieja política protagonizada por los partidos políticos hasta ahora establecidos.
En este contexto, uno de los debates recurrentes es el relativo a la politización que muchos ciudadanos perciben, con inquietud, en aquellas instituciones del Estado de las que, en tanto que instituciones contramayoritarias, se predica y espera una actuación independiente de aquellas democráticas (parlamentos y gobiernos) en las que tiene su sede natural la acción política. Me refiero a instituciones tales como el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el Consejo General del Poder Judicial o los organismos reguladores y supervisores, tales como la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia o el Banco de España.
El diagnóstico crítico que se hace de estas instituciones gira en torno a la idea de la colonización de las mismas mediante mecanismos espurios de reparto de puestos entre familias políticas. Se hace responsable de esta patología a las influencias que estarían presentes en los nombramientos de los máximos responsables de estas instituciones, consecuencia de estar atribuida la correspondiente potestad de nombramiento o propuesta a las instituciones democráticas. De ahí que la solución que se propone cada vez más por parte de quienes
El verdadero problema que sufren los organismos reguladores es el de la “partidización”
denuncian este estado de cosas y reclaman un saneamiento radical y urgente consista en eliminar, o al menos reducir drásticamente, el alcance de la participación de las instituciones democráticas en esta clase de nombramientos y sustituir o subordinar dicha participación a mecanismos de selección pretendidamente objetivos y meritocráticos, no muy distintos de los que se emplean en procesos selectivos de acceso a la función pública superior.
Aunque soy consciente de que es ir en contra del signo de los tiempos y la efervescencia regeneradora, quiero manifestar mi discrepancia con este tipo de propuestas, discrepancia en la terapia no incompatible, eso sí, con un alto grado de coincidencia en el diagnóstico. Razonaré mi discrepancia del falso mito de la asepsia tecnocrática (detrás de la cual se esconde mucha política, solo que no explícita y casi siempre conservadora) con referencia particular a los organismos reguladores o supervisores y a las autoridades de competencia.
Como es sabido, la idea que subyace a la creación de organismos independientes es la de desvincular de la política cotidiana la gestión de determinadas políticas públicas, que por su especial sensibilidad u otras razones se considera que deben permanecer ajenas a las vicisitudes de la política “partidaria” (no de la política en sí, porque, como fácilmente se comprende, no hay ni puede haber ninguna política pública que carezca de una dimensión intrínsecamente política). Se persigue una cierta neutralización “partidaria” (insisto: no política en sentido amplio) de determinados ámbitos de gestión pública.
Ni la defensa de la competencia ni la regulación preventiva de los servicios de interés económico general que se prestan en régimen de competencia es pura técnica. También es —y es ante todo— política, y de ahí que sea habitual que en los correspondientes ámbitos especializados se hable con total naturalidad de “política de la competencia” o de “política regulatoria”.
Por lo que se refiere a la primera, todo régimen de defensa de la competencia ha de definir si su finalidad inmediata es la protección de los competidores en el mercado o, alternativamente, la de los consumidores. De acuerdo con la primera opción, proteger la competencia equivale a garantizar la presencia del mayor número posible de empresas rivales en el mercado a fin de evitar los riesgos de la concentración económica y de la monopolización. En cambio, la segunda opción parte de que el régimen de la competencia ha de estar dirigido única y exclusivamente a mejorar el bienestar de los consumidores en el más corto plazo, sin tener necesariamente en consideración la suerte de los competidores.
Por otro lado, una buena regulación presupone conocimientos técnicos, económicos y jurídicos altamente especializados. Pero ello en modo alguno soslaya la dimensión eminentemente política de toda regulación. En cualquier alternativa regulatoria se manifiesta inevitablemente una opción política (o, si se quiere, un sesgo ideológico). Por ello, se yerra de raíz si se asocia a la conveniencia de desvincular determinados ámbitos de gestión pública que corresponden a las instituciones democráticas la idea de que tales ámbitos son y deben ser, por tanto, políticamente neutros. La tarea regulatoria no es ni puede ser nunca, por definición, políticamente aséptica. No hay que confundir neutralidad partidaria con neutralidad política; ni está reñido el ejercicio de una opción política con una toma de decisión adecuadamente fundada en conocimientos especializados de carácter técnico, económico o jurídico.
Esta dimensión política de la regulación resulta evidente en el plano de la producción normativa o en el ejercicio de la función consultiva en el marco del proceso de elaboración de normas. Por el contrario, pudiera parecer que esa dimensión desaparece íntegramente cuando los organismos reguladores o de supervisión se limitan a aplicar la regulación o a ejercer potestades administrativas. Pero incluso aquí la dimensión política de la tarea regulatoria, aunque obviamente menor, no desaparece del todo. En primer lugar, los organismos reguladores también tienen atribuidas importantes potestades normativas. Pero además no hay que ignorar que, incluso cuando los reguladores se limitan a aplicar la regulación, estos siguen ostentando amplios márgenes de decisión en cuyo ejercicio intervienen inexorable y legítimamente consideraciones u opciones de política regulatoria.
Pues bien, la dimensión política (y no solo técnica) de la regulación económica implica que la legitimación democrática de la actividad de los organismos reguladores y de supervisión no puede surgir solo de su indiscutible sometimiento al principio de legalidad. Por el contrario, precisa de una vinculación directa con las instituciones democráticas.
Los nombramientos deben hacerse en sede política, lo que no debe impedir la selección de personas cualificadas
Por ello, el verdadero problema que sufren en nuestro país las instituciones independientes (y entre estas, los organismos reguladores y de supervisión) no es en rigor, como suele pensarse, la politización, sino más exactamente la “partidización”, esto es, la colonización e instrumentalización partidista de estas instituciones, que tienden a anular su carácter contramayoritario (que es, sin embargo, su razón de ser).
Si a lo anterior se une la sutil influencia —rara vez transparente— que ejercen sobre estos organismos los propios sectores económicos sometidos a sus funciones de regulación y supervisión, se comprende fácilmente el desmoronamiento de su imagen y prestigio así como de la confianza de la ciudadanía en su buen funcionamiento.
En definitiva, el nombramiento de los máximos responsables de los organismos reguladores y de supervisión, que no puede tener lugar sino en sede política, no debe impedir la selección de personas debidamente cualificadas y preparadas para el ejercicio del cargo. Este es el verdadero reto de los organismos reguladores (y, en general, de las instituciones independientes) en nuestro país, pues no existe mejor garantía de independencia que la competencia profesional y la reputación contrastada de las personas elegidas.
Por ello, siguiendo el modelo que el Tratado de Lisboa ha diseñado para la designación de los jueces del Tribunal de Justicia y del Tribunal General de la Unión Europea (art. 255 del
TFUE), cabe proponer que la designación en sede parlamentaria de los máximos responsables de los organismos reguladores y de supervisión incluya la previa evaluación de un comité de expertos, que habría de emitir un dictamen favorable sobre el cumplimiento de los requisitos legales de idoneidad y solvencia profesional por parte de los candidatos propuestos por los grupos parlamentarios.
La emisión de este dictamen favorable sería requisito necesario para la designación por el Parlamento de los candidatos propuestos. Este comité de expertos se configuraría como un comité asesor de la Comisión competente del Congreso de los Diputados, cuya intervención consultiva en el proceso de designación de los máximos responsables de los organismos reguladores estaría prevista en sus correspondientes leyes de creación y cuya composición, forma de elección de sus miembros y normas de funcionamiento habrían de regularse en el Reglamento del Congreso.