Peligro: rey al descubierto
Como ocurre en el ajedrez, las monarquías parlamentarias basan su éxito en la debida protección del rey respecto de las tormentosas vicisitudes derivadas del juego político. Si esta es la regla invariable en todos los lugares donde existen, especialmente lo es en nuestro país, escarmentado de experiencias históricas muy desagradables para la nación y para los protagonistas implicados. La Constitución Española de 1978 quiso ser especialmente cuidadosa en esta materia, tejiendo alrededor de nuestro jefe del Estado una densa red de refrendos, autorizaciones y actos reglados que lo dejasen al margen de cualquier responsabilidad política y jurídica, con el fin de mantenerlo convenientemente a cubierto. Pues bien, el viernes de la semana pasada la renuncia de Rajoy a aceptar su propuesta como candidato a la Presidencia del Gobierno, efectuada por el rey al amparo del artículo 99 de la Constitución, le ha dejado peligrosamente expuesto; en un momento, además, en el que el juego político está alcanzando un nivel de tensión e imprevisibilidad potencialmente explosivo.
Ese artículo 99, que indudablemente ya son capaces de recitar de memoria nuestros párvulos, presenta ciertas ambigüedades que casi cuarenta años de mayorías estables no habían sacado a la luz hasta ayer mismo. No fija los criterios que debe seguir el rey a la hora de elegir al candidato ni tampoco le señala un plazo para hacerlo, asunto de máxima importancia desde el momento en que únicamente a partir de la primera votación de investidura empieza a contar el plazo de dos meses para la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones. Menos aún regula qué ocurre si los diferentes representantes de los grupos políticos en el Congreso rechazan su ofrecimiento. Seguramente porque el constituyente confiaba en el sentido común y en el decoro de los líderes políticos, que habrían de ayudar al rey en esta delicada tarea.
El éxito de las monarquías parlamentarias se basa en la protección del monarca respecto del juego político
No obstante, pese a esa indefinición, los pocos constitucionalistas que se han molestado en estudiar un supuesto como el que ahora vivimos, que parecía casi imposible con nuestra vigente ley electoral, han convenido en una interpretación muy restrictiva que concede al rey la mínima discrecionalidad, respondiendo así al indicado principio de mantenerle siempre a cubierto. Si algún partido obtenía mayoría absoluta la solución estaba clara. También si, no obteniéndola ninguno, los partidos que la sumasen sugerían un candidato. Y para el caso de encontrarse en una situación de bloqueo como la actual, entonces el rey debería hacer el ofrecimiento al representante del partido con mayor número de escaños, al menos para que comenzase a contar el plazo de dos meses, y sin que eso impidiese al derrotado intentarlo de nuevo si los demás fracasaban. Esta interpretación es la que deja al rey más protegido, pues no le hace cómplice de una situación de interinidad en beneficio del gobierno en funciones, ni asume un protagonismo excesivo a la hora de designar un candidato cuando la situación no está clara.
Pues bien, esta rígida pauta voló por los aires el viernes de marras cuando Rajoy descubrió súbitamente que carecía de los apoyos para sacar adelante su investidura y que, en consecuencia, debía declinar con pena el ofrecimiento del rey. Sorprende tanto una cosa como la otra. Primero, un descubrimiento tan tardío; segundo, que importase algo desde el punto de vista constitucional. Porque lo que resulta meridianamente claro de ese artículo 99 es que el fracaso en la investidura por no reunir los correspondientes apoyos no solo está totalmente previsto, sino que resulta conveniente en situaciones de bloqueo político para que el plazo se active.
La renuncia de Rajoy a la investidura ha dejado al rey peligrosamente expuesto en un momento político tenso
Pero quizás lo que resulte deseable para el rey y para nuestro sistema político no lo sea tanto para un presidente en funciones, que desea continuar en el cargo y que además se resiste a ceder el testigo dentro de su propio partido. Como consecuencia de todo ello, nuestro rey queda colocado en una situación delicada en el centro del tablero político, sin un plan predeterminado a la vista y al vaivén de las estrategias egoístas de las piezas que le rodean. Rajoy ha sentado un precedente que puede ser imitado con toda lógica. Si ningún candidato consigue las alianzas necesarias no se producirá ni siquiera la primera votación de investidura, en contra de la clarísima previsión constitucional. En esta situación, ¿qué le queda al rey si no quiere aparecer como cómplice del actual presidente? ¿Es imaginable que proponga a algún otro candidato del Partido Popular mientras Rajoy no ceda el testigo dentro de su partido, cosa que no parece muy dispuesto a hacer? ¿Se verá obligado a proponer al jefe de su Casa para que empiece a correr el plazo? ¿Alguna otra solución imaginativa, pero peligrosa? Si alguien no le echa una mano pronto aceptando el coste que debió asumir Rajoy, el rey no solo continuará al descubierto, sino en zugzwang (quien juega, pierde).