El secreto del demagogo exitoso es parecer tan estúpido como lo sea su audiencia para hacerles creer que son tan inteligentes como él.” Desaparecido Hugo Chávez, nadie encarna tan convincentemente el modelo de político definido por Karl Kraus como Viktor Orbán, el desafiante primer ministro de Hungría que no para de asombrar a la opinión pública con declaraciones como: “La unión, la fe en nuestra verdad y la constancia nos llevarán a la victoria. Sobreviven solo los fuertes” o “No es la occidentalización lo que soluciona los problemas, sino una determinación que viene desde muy adentro…”
No hace falta ser un experto en política para ver que estas frases, en las que la simpleza compite con la peligrosidad, tienen dos finalidades: animar a los acólitos nacionalistas e irritar a los adversarios demócratas, quienes, siempre dispuestos a rumiar largamente las palabras del primer ministro, contribuyen así a su objetivo de desviar la atención de los verdaderos problemas del país. Oculto tras estos disparates, existe, además, un tercer objetivo: superar la oferta de Jobbik, un partido de extremísima derecha que debutó en el parlamento húngaro en 2010 —el mismo año que Fidesz ganó las elecciones con mayoría absoluta— y que hoy por hoy es la segunda fuerza política.
La radicalización de Fidesz (el partido que encabeza Orbán) para neutralizar a los radicales resultó, pues, un rotundo fracaso, pero a semejanza de otros políticos voluntaristas, Orbán es incapaz de rectificar. Al contrario: sigue subiendo la apuesta. Los escandalosos desmanes de las autoridades magiares en la actual crisis de los refugiados representan el último ejemplo de ello. Las atrocidades son de tal magnitud que cualquiera podría pensar que está frente a un gobierno xenófobo. En realidad, la situación es bastante peor: aunque no les faltan identificaciones con el papel asumido, Fidesz es un partido monolítico que sigue la pauta de su autoritario líder. Y él no es un político de principios, sino de oportunidades.
Notable pero poco exitoso líder liberal a principios de la transición húngara del socialismo real al capitalismo salvaje, Orbán encontró su lugar en el nacional-cristianismo. Ya en su primer gobierno —entre 1998 y 2002— se distinguió por tres cualidades novedosas: el uso sin escrúpulos de su potestad para acaparar todo el poder económico y político, la criminalización de sus adversarios y la militarización de su discurso y su estilo de gobierno.
Rediseñar la sociedad húngara
Durante los ocho siguientes años, la triple estrategia se recrudecía, tal como ya vaticinaba su
boutade al perder las elecciones: “La patria no puede estar en la oposición”. Cuando en 2010 Orbán volvió al poder, ya no había quien lo parara. Con un verdadero furor legislativo (una nueva Constitución pergeñada en un par de meses y 859 leyes ratificadas, muchas de ellas con efecto retroactivo, entre 2010 y 2014) se lanza a rediseñar la sociedad húngara según un modelo que se parece más al de la Rusia de Putin que al de un país de la UE. Se desmontan las instituciones que garantizan los frenos y contrapesos al poder, se lleva a cabo una demolición cultural y educativa y, por medio de nacionalizaciones y presiones gubernamentales, se hace con el control total de la economía húngara. Nace lo que el sociólogo Bálint Magyar define como un “Estado mafioso”, cuyo primer ministro, de extracción relativamente humilde, encabeza ahora el clan acaso más adinerado del país. Detalles como que Orbán mandó construir literalmente al lado de su dacha un lujoso estadio de fútbol de diseño folclórico con mayor aforo que habitantes tiene la aldea donde se encuentra dan una idea de su poder casi ilimitado y de su talante de capo. Y como tal actúa en la presente crisis de los refugiados.
Ya en enero, y todavía sin moros en la costa, declaró que su país no estaba dispuesto a acoger inmigrantes. Y cuando, ya hacia el final de la primavera, la oleada de refugiados alcanzó la frontera con Serbia, puso en marcha sus tres armas pesadas habituales: el uso abusivo de su poder, la criminalización y la militarización. Una histérica campaña de odio alertaba a la población sobre los peligros que suponen los refugiados, calificados siempre de inmigrantes ilegales o económicos: “Invaden nuestra tierra, roban el trabajo a los húngaros, traen epidemias y terrorismo y quieren destruir nuestra cultura cristiana…”. “Pero el ataque será rechazado”, prometía: “Defenderemos nuestras fronteras, detendremos la avalancha, velaremos por la seguridad de los húngaros”. Para que no quede la menor duda, se ha levantado una valla de espino en la frontera, se ha creado una unidad especial del Ejército para vigilarla (y ¿quién sabe para qué más?) y se está preparando un paquete de leyes que cualificaría de delito tanto la “violación de la frontera” por los refugiados como su acogida en hogares por parte de particulares.
Es verdad que la UE no tiene una política coordinada y responsable ante el fenómeno migratorio y que varios de los países miembros no ofrecen su mejor cara en este asunto. Sin embargo, únicamente en Hungría se da la letal conjunción de una política tan hostil hacia esos náufragos de las guerras contemporáneas y —a pesar de las incesantes medidas represivas— una desidia tan caótica en el tratamiento de la situación. Hasta hace muy poco, el Gobierno no hacía nada para agilizar el registro de los entrantes, ampliar la capacidad de su alojamiento o mejorar las condiciones infrahumanas durante su tránsito hacia tierras más hospitalarias.
¿Qué ventaja puede sacar Viktor Orbán de este caos que ya ha generado brotes de violencia y que en cualquier momento puede explotar? La respuesta es que una situación de emergencia puede otorgarle aún mayor poder con menor control. Algo que puede interesarle. ¿Y cómo es que un jugador de póquer político puede campar a sus anchas en un país de la UE? Es sencillo: en Hungría no hay una alternativa democrática creíble y —por complicidades partidistas y la falta de facultades legislativas— la Unión Europea no está en condiciones de pararle los pies. Al contrario: el régimen de Orbán se mantiene gracias a los fondos europeos y a compañías alemanas como Mercedes o Audi.
Pero, por más espeluznante que resulte su actuación, la peligrosidad de Orbán trasciende la crisis migratoria, que —de todas formas— tendrá que ser afrontada a nivel europeo. Hablando en términos freudianos, Orbán es a la política lo que el ello a la conciencia. A más de un político europeo, sobre todo en el este, le tienta la regresión a un estado originario del poder, un estado que desconocía el control. Y a falta de la intervención de un superyo democráticamente institucionalizado, tarde o temprano lo intentará.