Libia, la guerra fragmentaria
Las facciones enfrentadas responden a rivalidades étnicas y tribales, a intereses económicos en conflicto y a localismos que se disfrazan de desacuerdos ideológicos
Es un comienzo. Tras muchos trabajos, el nuevo gobierno de unidad nacional libio se ha instalado en Trípoli y de momento ninguno de sus miembros ha sido asesinado ni raptado. Esto puede parecer una exageración, pero es que un primer ministro anterior fue secuestrado, y un viceministro de Industria asesinado por las milicias incontroladas que dominan el país. El nuevo gobierno de unidad ha logrado incluso que una de las dos autoridades paralelas que existen en Libia, el Gobierno de Salvación Nacional, acepte disolverse y cederle el poder; el poco del que disponía en la práctica.
Este nuevo gobierno de unidad (Gobierno del Acuerdo Nacional) no es precisamente un gobierno electo —sus miembros han sido designados por Naciones Unidas—, pero hay que considerarlo un primer paso para poner fin al caos de Libia. La idea es que una vez que haya logrado el apoyo del otro gobierno paralelo, el que tiene su centro en Tobruk, solicite, o autorice o consienta una intervención internacional contra los enclaves de los que se ha apoderado Dáesh, y que incluyen la región petrolera más importante en torno a la ciudad costera de Sirte.
En un país de mayoría suní, el califato no dispone del combustible del sectarismo que tan útil le fue en Siria o Irak
Los retos a los que se enfrenta este nuevo ejecutivo interino son enormes, y sobre todo complejos. Se ha convertido en un lugar común hablar de “complejidad” cuando se trata de un conflicto interno, pero el caso de Libia merece de sobra la etiqueta. Como se verá, las facciones que se enfrentan en el país tienden a alinearse no solo, y ni siquiera principalmente, con criterios ideológicos, sino que responden a rivalidades étnicas y tribales, a intereses económicos en conflicto, a localismos que se maquillan de desacuerdos ideológicos. Esos matices no son fáciles de seguir, pero resultan fundamentales para comprender el conflicto libio y para intentar adivinar hacia dónde se encamina.
Localismo y tribalismo
La primera divisoria importante en la política libia es bastante conocida. Se trata de la que separa la región de Tripolitania al oeste y la de Cireinaica al este. Entre una y otra hay cerca de 1.000 kilómetros de una costa escasamente poblada que hacia el interior se convierte, casi sin transición, en desierto. Esta separación física es también histórica y étnica. Cirenaica, con una larga tradición de independencia, la habitan fundamentalmente árabes. Tripolitania, en cambio, está poblada por pueblos arabizados de distintos orígenes en la costa y grupos amazigh (bereberes) en el interior.
La rivalidad entre Cirenaica y Tripolitania explica algo de la fractura que sufrió el país en 2014, cuando surgieron los dos gobiernos paralelos que, significativamente, establecieron su sede el uno en Trípoli y el otro en Tobruk. El general Khalifa Haftar, el hombre que dio el golpe de Estado que condujo a la ruptura, representaba, además de la oposición al giro islamista que había tomado el gobierno de Trípoli, la desconfianza de Cirenaica hacia un exceso de concentración del poder en Tripolitania. Pero es añadiendo un poco más de complejidad a este cuadro como se entienden mejor los conflictos concretos que asolan las distintas regiones de Libia.
Por ejemplo, en Tripolitania la pugna más grave es la que enfrenta a las milicias de la ciudad de Misrata con las de la localidad de Zintan. Los misratíes están aliados con los islamistas de Amanecer Libio —que incluye a grupos próximos a Al Qaeda— mientras que Zintan ha tomado partido por el gobierno más laico de Tobruk. Pero su choque reproduce en realidad otra divisoria típicamente libia: la rivalidad entre la costa y el interior. Se da la circunstancia, además, de que Zintan es un enclave árabe en una región predominantemente amazigh. Esto ha hecho a su vez que los amazigh, enfrentados desde siempre a los árabes de Zintan, hayan elegido automáticamente el bando contrario. Es un mecanismo de toma de partido que se reproduce a lo largo de todo el país.
El nuevo gobierno de unidad nacional aspira a separar a las milicias misratíes de sus aliados yihadistas, pero no le será fácil mientras no consiga arbitrar una solución, o al menos una tregua, en este contencioso local entre Misrata y Zintan.
Si el localismo es un factor fundamental en Tripolitania, el rasgo clave de Cireinaica es el tribalismo. Allí la tribu, que en el oeste del país ya apenas tiene importancia, se mantiene muy viva. Si el general Haftar, ostensiblemente nacionalista, ha establecido su bastión en el este no es porque se trate de una región especialmente laica —más bien al contrario— sino porque Tobruk es una ciudad fácil de defender y, sobre todo, porque allí cuenta con el respaldo de las tribus árabes. Él mismo es un árabe de Cirenaica, lo que le ha facilitado el apoyo, entre otros, de los warshefana, los obeidat y los warfalla —la mayor tribu de Libia—, además de la ya mencionada de Zintan en Tripolitania. Y esto a pesar de que los zintaníes intentaron matarle en 2011. De hecho, Haftar, que pasó más de 20 años en el exilio, también cuenta con la tribu de Gadafi, la qadhadhfa, y con su principal aliada durante la dictadura, la maghariba, lo que resulta revelador de hasta qué punto en las alianzas tribales el pragmatismo se impone a la política.
Esas alianzas se ven complicadas por la existencia de subgrupos dentro de cada tribu, que pueden tomar posiciones distintas en el conflicto, aunque no es lo habitual. En otros casos dos o más tribus pueden competir dentro de una misma localidad, adoptando poses ideológicas que en realidad significan poco. Es el caso de Ajdabiya, donde el enfrentamiento entre los islamistas del Consejo de la Shura y los partidarios del gobierno de Tobruk enmascaraba la vieja rivalidad entre las tribus zwia y maghariba. El general Haftar logró la complicidad de los maghariba porque él mismo es originario de Ajdabiya; pero, significativamente, tuvo que acceder a una exigencia tribal: no se permitiría la entrada en la ciudad de milicianos pertenecientes a las tribus más orientales, enemigas de los maghariba.
Cada uno de los dos bandos en conflicto cuenta con poderosos padrinos que les dan dinero y armamento
Los casos más interesantes son el de Derna y, sobre todo, el de Bengasi. Se trata de dos bastiones islamistas en Cirenaica que se han convertido en el principal obstáculo para el proyecto del general Haftar de reconquistar toda Libia. ¿Por qué mantienen una postura tan diferente al resto de las localidades de Cirenaica? Parte de la explicación hay que buscarla en su demografía. Derna y Bengasi, localidades costeras, tienen poblaciones cosmopolitas desvinculadas de las tribus de su entorno. Bengasi, la antigua “Atenas de África”, llegó a contar con un tercio de población italiana en la década de 1930. En las sobremesas se toma la tradicional grappa, o al menos se tomaba hasta que la ocuparon los yihadistas. En la actualidad, el grueso de su población, al igual que la de Derna, procede de Trípoli y de Misrata, sobre todo en los barrios del oeste, que es donde se han atrincherado precisamente los salafistas. Eso explica, en principio, su alineamiento con la coalición misratí-islamista frente a las fuerzas del general Haftar.
El fracaso aparente de Dáesh
Lo que nos lleva a un aspecto positivo del tribalismo libio: es lo que explica, al menos en parte, el fracaso de Estado Islámico en su intento de hacerse con el control de Libia.
Estado Islámico (EI) llegó a Libia en junio de 2014, a tiempo de aprovecharse del caos de ese año que condujo a la formación de los dos gobiernos paralelos de Trípoli y Tobruk. Ese mismo otoño se hizo con el control de Derna y Bengasi, y en febrero del año siguiente logró extenderse a Sirte. Esta ciudad de la costa central, el lugar natal de Gadafi, es una región petrolera clave, por lo que en la comunidad internacional se desató la alarma ante lo que parecía el avance imparable del califato frente a las costas de Europa. El sórdido vídeo de decapitaciones a orillas del Mediterráneo que divulgaron los yihadistas en 2015 pretendía justamente enfatizar esa amenaza.
Sin embargo, pronto llegaron los reveses para EI en Libia. En junio del año pasado se vio expulsado de Derna y al mes siguiente tuvo que hacer frente a una insurrección popular en Sirte que logró sofocar a duras penas. Desde entonces, EI está más bien a la defensiva y sus progresos son modestos.
Libia es un país casi completamente suní, por lo que aquí el califato no dispone del combustible del sectarismo que tan útil le ha sido en Irak y Siria. Por otra parte, Al Qaeda está muy implantada en Libia y apenas deja espacio a sus competidores. De hecho, fue la milicia Omar Mukhtar, afiliada a Al Qaeda, la que expulsó a Dáesh de Derna. Pero una tercera explicación de las dificultades de Estado Islámico, quizá la más importante, está, precisamente, en el peso del tribalismo. Los vínculos del clan y la tribu son más fuertes que los de cualquier ideología religiosa. Quienes se rebelaron infructuosamente en Sirte eran, en su totalidad, miembros de la tribu farjan. Es la tribu del general Haftar.
Algo parecido puede decirse de los intentos de Dáesh de implantarse en el Fezzan, en el sur del país. Allí también se libra una guerra entre los tuareg y los tubu, que fue precisamente lo que obligó a Repsol a abandonar temporalmente sus instalaciones en el desierto del Murzuk. Esa guerra es en parte prejuicio racial —los tubu son nilóticos de raza negra— y en parte interés económico —compiten por las rutas del tráfico de armas, drogas y personas—. El califato, que se alimenta de esta clase de disensiones, ha logrado algunos éxitos entre los tuareg, pero se trata de adeptos reclutados a título individual o, como mucho, grupos que suscriben alianzas circunstanciales. Al final, el hecho es que el salafismo de Estado Islámico resulta incompatible con el urf, las leyes consuetudinarias del clan, que tienen precedencia frente a la jurisprudencia religiosa. Además, tanto los tuareg como los tubu practican un islam mezclado con creencias mágicas africanas que los salafistas consideran heréticas.
La única forma en la que Dáesh podría adquirir el ascendiente del que goza en Irak y Siria sería en un contexto parecido de guerra e inseguridad generalizada que rompiese los vínculos tribales. Esto no se da en Libia. De momento.
La comunidad internacional
Pero, aparte de las tribus y el localismo, existe otro tipo de fragmentación con la que tendrá que enfrentarse el nuevo gobierno de unidad nacional en su intento de reunificar el país: las divisiones en el seno de la propia comunidad internacional que lo ha impulsado. Como sucede en Siria, el consenso respecto a la necesidad de frenar a Estado Islámico, fácil de alcanzar —al menos en el plano retórico—, enmascara diferencias de opinión entre los distintos países y también distintos intereses económicos y geoestratégicos.
Ahora mismo cada uno de los dos bandos en conflicto cuenta con poderosos padrinos que les proporcionan dinero y armamento. Amanecer Libio, la milicia misratí-islamista, está financiada por Qatar y por la Turquía de Erdogan, mientras que el general Haftar recibe ayuda de Egipto y de Rusia. Esta parece ser la razón por la que, a pesar de que Haftar represente la opción más claramente antiyihadista, los países occidentales hayan preferido reorganizar y reforzar al otro bando, después de varios cambios de parecer.
Como en Siria, Washington y sus aliados —Gran Bretaña y Alemania, principalmente— creen haber identificado una facción moderada entre los islamistas de Tripolitania, concretamente la que está asociada con los Hermanos Musulmanes. Efectivamente, esa facción es más moderada que Al Qaeda y que Estado Islámico, pero también es cierto que hasta ahora ha luchado muy vinculada a la primera y ha prestado alguna ayuda puntual al segundo. Los Hermanos, además, tienen poco ascendiente entre las tribus.
Se comprende el escepticismo de Francia, que aunque comulga en principio con la línea de Washington, ha dejado abiertas otras opciones. Se cree que sus fuerzas especiales fueron las que echaron una mano al general Haftar en su conquista de los barrios orientales de Bengasi de manos de los yihadistas.
La postura de Italia todavía es más disonante: mantiene contactos directos con la milicia Escudo Occidental (Escudo Libio), una franquicia de Al Qaeda, porque son ellos quienes controlan las instalaciones de la petrolera italiana ENI y en concreto la estratégica terminal de Melitah, de donde sale el 10% del gas que se consume en Italia. Este extraño arreglo ha permitido a ENI seguir trabajando en Libia y ganar por la mano a sus competidores, entre ellos Repsol. No es casual que el primer político occidental que se plantase en Trípoli tras el acuerdo de unidad fuese el ministro de Exteriores italiano, Paolo Gentiloni.
El mayor problema ahora es que la nueva guerra fría entre Occidente y la Rusia de Putin complica la incorporación de la coalición del general Haftar al gobierno de unidad nacional. Es cierto que algunos de sus componentes, como la milicia mercenaria de los Guardianes de las Instalaciones Petroleras —es así como se llaman a sí mismos—, ya le han abandonado para unirse (aparentemente) al nuevo gobierno de unidad. Podría haber más deserciones y esa es, seguramente, la esperanza que anima a Washington y sus aliados. Pero si Haftar consigue mantener el control de Cirenaica, la operación contra Estado Islámico corre el riesgo deprovocar una escalada de la guerra civil.
El ideal, un gobierno de unidad electo que supiese encontrar un equilibrio entre los intereses contrapuestos de todas las piezas que componen la sociedad libia, se encuentra todavía muy lejos. Pero al menos se ha dado un primer paso: el Ejecutivo ha conseguido llegar a Trípoli. Y varias semanas después, todavía sigue allí.