Las montañas de la literatura
Escritores de tradiciones y épocas dispares —desde Petrarca a Dino Buzzati— se han sentido fascinados por cumbres y plasmaron esa relación con las ascensiones en su obra
Alpinismo literario
Resulta complicado establecer quién y cuándo subió por primera vez a una montaña sin un fin estratégico o militar, es decir, por puro goce contemplativo. Se suele señalar a Petrarca como el precursor, pero hubo un hombre en el inicio de los tiempos que aunó esta práctica con una experiencia netamente espiritual: “Me remontaría al monte Sinaí y el montañero Moisés subiendo y bajando con su literatura a cuestas”, afirma el novelista, poeta, ensayista y traductor Enrique Gil Bera. La Biblia, uno de los libros esenciales de la cultura occidental, ya contenía una montaña en su núcleo. El monte Sinaí, de 2.285 metros de altura, está situado en el sur de la península homónima y es el lugar en el que, según el Éxodo, le fueron entregadas a Moisés los 10 mandamientos en dos tablas de piedra que, efectivamente, el egipcio bajó a cuestas.
La Subida al Monte Carmelo (1578 - 1583) de san Juan de la Cruz incide en la idea sagrada de llegar a la cumbre: “Toda la doctrina que entiendo tratar en esta Subida al Monte Carmelo está incluida en las siguientes canciones, y en ellas se contiene el modo de subir hasta la cumbre del monte, que es el alto estado de perfección, que aquí llamamos unión del alma con Dios”, escribe el abulense al comienzo de su obra. Así pues, se entiende el poema como montaña por la que se asciende y la cima como éxtasis, como estado de plenitud máxima.
Es complicado saber quién y cuándo subió por primera vez a una montaña por goce contemplativo
Entre estos dos momentos, en 1336, el poeta y humanista Francesco Petrarca subió al mont Ventoux “llevado solo por el deseo de ver la extraordinaria altura del lugar”. Así lo confesaba en Subida al monte Ventoso (José J. de Olañeta Editor, 2011). El historiador Jacob Burckhardt (1818 - 1987) vio la escalada como una suerte de bisagra entre el medievo y la modernidad.
Hasta el momento en el que se fijó la mirada de Petrarca, despojada de afanes políticos o de conquista, la montaña había estado vinculada con lo oscuro y terrorífico, un lugar infranqueable durante la Edad Media. Petrarca se inspiró en un fragmento de la Historia de Roma desde su fundación, de Tito Livio, que narraba la subida del rey Filipo V de Macedonia al monte Haemus. Quiso emular esta ascensión memorable y convertirla en una narración con forma de epístola dirigida a Dionigi di Borgo San Sepolcro, el sacerdote que le ayudó a emprender esta aventura. En la mochila, Petrarca llevaba las Confesiones de san Agustín, que Dionigi le había regalado.
Los estudios literarios han debatido reiteradamente a propósito de la verosimilitud de esta expedición: ¿subió o no subió Petrarca al mont Ventoux? “Como consecuencia de la interpretación de Burckhardt y en un rápido ascenso hacia la excelsitud, Petrarca fue nombrado padre del humanismo, del alpinismo y del ciclismo”, afirma Gil Bera.
Sin embargo, hay muchas voces que afirman que se trató únicamente de una experiencia imaginada pero exquisita y meticulosamente narrada. Francisco Rico, especialista en Petrarca, además de en El Quijote, recogió en El ‘Secretum’ de Petrarca: composición y cronología los motivos: “Petrarca se hallaba empeñado en la creación de una biografía, retazo a retazo, en especial en el periodo de los 30 a los 40 años; y para redondear su retrato ante lo futuro, no le importaba trastocar fechas, inventar situaciones, acomodar la realidad a un dechado ideal”.
El poeta habría escrito una ficción en la que el doble sentido es una constante, pero sin ninguna pretensión de ser tomada al pie de la letra: “La carta que se pretende espontánea es el resultado de un trabajo de más de 10 años, desde 1342 hasta 1353. En ese cometido tenía la misma necesidad de subir al Ventoso que Verne de viajar al centro de la Tierra para escribir su novela”, explica Eduardo Gil Bera. Petrarca habría diseñado esa carta montañera que incurría en ciertas desmesuras y trucos ficcionales. Más allá de las disquisiciones teóricas, lo que la obra petrarquiana inaugura es una nueva conciencia del paisaje que se transmitiría a generaciones posteriores de pensadores.
En 1761 y 1774, Jean-Jacques Rousseau y Johann Wolfgang von Goethe publicaron, respectivamente, dos novelas epistolares: Julia, o la nueva Eloísa y Las desventuras del joven Werther. Ambas están ambientadas en cimas y ambas son herederas de los rasgos más sólidos de la literatura romántica y glorificaron las montañas como escenarios de amores sublimes que solo podían alcanzarse en lugares remotos, lejos de la urbe.
El título inicial de la novela de Rousseau subrayaba la trascendencia de la montaña: Cartas de dos amantes. Habitantes de una pequeña ciudad a los pies de los Alpes. Algunos de los fragmentos de Werther contienen las más altas dosis de profundidad psicológica y existencial: “Me rodeaban enormes montañas; tenía delante de mí desfiladeros de gran hondura, donde se precipitaban torrentes de tempestad; los ríos se deslizaban bajo mis pies; oía un rugido en los bosques y los montes, agitándose y confundiéndose todas estas fuerzas enigmáticas en las profundidades terrestres, mientras sobre ella, y bajo el cielo, revoloteaban las razas infinitas de los seres que lo pueblan todo de mil maneras diferentes”.
Los Baroja en Covaleda
En noviembre de 1901, tres admiradores de Burckhardt y Nietzsche emprendieron una expedición memorable al monte Urbión. El filósofo alemán también se había servido de la montaña en Así habló Zaratustra para hablar del “hombre superior”: “Mientras Zaratustra subía por la ladera de la montaña iba recordando las numerosas caminatas que había realizado desde su juventud, y en las muchas montañas, sierras y cumbres que había escalado”. Al personaje de Nietzsche no le agradaban las llanuras donde podía permanecer tranquilo. Su destino, aseguraba, era siempre un viaje y una ascensión. Y justo allí, en la cima de la montaña y “al borde del abismo”, Zaratustra localizaba al “hombre superior”.
Paul Schimtz, un suizo enamorado de España y nietzscheano entusiasta, lideró la excursión a los Picos de Urbión. Los hermanos Baroja, lectores románticos que creían firmemente la teoría del hitoriador Burckhardt según la cual Petrarca sí subió al mont Ventoux, le acompañaron. Pío empezaba a colaborar en Los Lunes del Imparcial, uno de los suplementos culturales más prestigiosos del momento con firmas como la de Miguel Unamuno, Azorín o Ramiro de Maeztu. Emulando la epístola del humanista italiano, Pío escribió en el periódico un reportaje que narraba la excursión. Y así como Petrarca llevó consigo un libro de san Agustín y a su hermano Gherardo, Baroja se llevó un libro de Séneca y a su hermano Ricardo. Todo ello aderezado con cierto costumbrismo español: “Llevaban una carta de recomendación para la Guardia Civil de Covaleda, de modo que les acompañó una pareja de la Benemérita, lo que daba a la expedición un perfil absolutamente español para especial satisfacción de Schmitz”.
Tras subir al Muchachón y luego al Urbión, los escritores estaban exhaustos. Llegaron al Raso de Zamplón y allí descansaron y se guarecieron del frío con un fuego en el que crepitaban algunas ramas que habían ido recogiendo en la caminata. “Entonces, Baroja sacó su Séneca y lo quemó para cebar el montón de leña. Tuvo así lugar ‘una alta hoguera religiosa en medio de un bosque de pinos’, según informa su artículo de Los Lunes del Imparcial del 16 de diciembre de 1901”, concluye Gil Bera.
La pasión por la montaña
El amor por las montañas se expandió a lo largo del siglo XX. La montaña mágica —publicada en 1924— se erige como cúspide de la literatura germana de esa centuria. Profundamente influido por una visita que hizo a su esposa en el Sanatorio Wald de Davos —en medio de los Alpes suizos—, Thomas Mann comenzó a escribir la novela en 1912. El escenario de los sucesos es el ficticio sanatorio Berghof. Allí llega Hans Castorp y comienza a ser testigo de todo tipo de prodigios y sucesos fantásticos. En la obra de Mann, la montaña representa un mundo herméticamente cerrado en sí mismo, rotundo e impenetrable. Se trata del montículo como metáfora de una existencia siempre amenazada de muerte.
Petrarca, Nietzsche, Walser, Mann o Baroja vieron en las escaladas el modo más puro de conocimiento
Otro escritor que tuvo los Alpes como panorama constante y entendió la montaña como refugio y lugar de liberación fue Robert Walser. El paseo le puso en contacto con la naturaleza y la montaña le descubrió la belleza de las sendas cubiertas de nieve. Hizo alguna excursión al monte Säntis y dedicó un libro (que en 2000 la editorial italiana Tararà tradujo como Il mio monte. Piccola prosa di montagna) al asombro que le causaban esas montañas: “La naturaleza montañosa me parecía un prodigio con esas formaciones rocosas levantadas hacia arriba y los hermosos bosques oscuros que se extendían hacia arriba. Vi los estrechos senderos serpentear a lo largo de las montañas, tan elegantes, tan lleno sde poesía”.
Los ingleses W. H. Auden y C. W. B. Isherwood publicaron en 1936 El ascenso al F6, un drama teatral en prosa y verso que narra la expedición de algunas figuras prominentes de la sociedad inglesa para alcanzar la cumbre del F6. Según los indígenas protagonistas de la obra, el primero en subir la montaña infestada de demonios se erigirá en señor de los dos lados que divide la montaña: el inglés y el ostniaco (Ostnia es el país ficticio que los autores inventaron para esta obra).
Buzzati, cronista del alpinismo
Ninguno de los escritores citados hizo del alpinismo su modo de estar en el mundo como periodista, escritor y artista. Dino Buzzati, en cambio, sí lo consiguió. Cronista y corresponsal, comenzó a trabajar en 1928 en el Corriere della Sera. En esta faceta periodística fue donde más páginas dedicó al alpinismo. Buena parte de esos artículos se recogen por primera vez en español en Los indómitos de la montaña. Destacan algunos perfiles de hombres de montaña como Tita Piaz, el guía alpino que fue capaz de poner firme al ilustre archiduque de Austria en una época en la que el alpinismo era un deporte de élites.
Resulta especialmente emocionante la crónica de la primera ascensión al Everest, que comienza así: “¿Tenemos que estar contentos porque han conquistado el Everest? ¿Es realmente el 29 de mayo de 1953 un día de dicha para la humanidad?”. También impresiona toda la prosa dedicada a calificar la montaña como “digna sepultura” o a los montes como “homicidas o despiadados”. Y finalmente, la locura de un deporte que solo quien lo practica lo comprende: “No me perdonan el error de haber vuelto vivo” es el título de la entrevista a Walter Bonatti, el alpinista sospechoso de insolidaridad en la tragedia del Montblanc en 1961 en la que murió el alpinista Andrea Oggioni.
En algunas de sus novelas (Bàrnabo de las montañas, 1933; El secreto del Bosque Viejo, 1935; El desierto de los tártaros, 1940) y cuadros surrealistas, Buzzati colocó las montañas en el centro de todas sus acciones dramáticas. Son narraciones experienciales que contienen meticulosas descripciones de escaladas y caminatas. Ante la proliferación de metáforas que asociaban las montañas con torres, castillos y catedrales, Buzzati, con su aplastante lógica, siempre afirmó: “En realidad, las montañas no se parecen a nada, aparte de a ellas mismas”.
Dino Buzzati
Traducción de Amelia Pérez de Villar
Gallo Nero,
Madrid, 2016,
324 págs.