Las hijas de Poe. Escarceos con lo gótico
Coinciden varios libros en los que sus autoras se sirven de recursos del terror para iluminar zonas de la realidad cotidiana
El concepto “gótico” no solo denomina el estilo arquitectónico que predominó después del románico durante el apogeo y el final de la Edad Media. También es el nombre de uno de los pocos estilos decorativos puramente estadounidenses del siglo XX. Y en su acepción más popular remite a esos paisajes siniestros que anidan en el imaginario literario: castillos de piedra gris con sólidos puentes levadizos, mansiones abandonadas e iglesias imponentes que pretenden acariciar los cielos con sus cúspides, mientras sus gárgolas advierten del terror y la intemperie moral que acechan fuera de sus sólidos muros. Son los espacios abonados por la idea oscurantista sobre la Edad Media que los siglos de la razón sembraron en el imaginario colectivo.
Casas encantadas
La semilla de la que germinó esta tradición literaria es El castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole, una novela sobre una maldición en un castillo situado en Italia en la Alta Edad Media. Del escenario medieval que fascinó a la turbulenta imaginación del Romanticismo hay solo un pestañeo para llegar a ese hito en la historia del terror moderno que es La caída de la casa Usher (1839) de Edgar Allan Poe, el relato de dos hermanos, epígonos de una aristocracia crepuscular, que ocultan un tabú, un terrible secreto entre las paredes de una gran mansión deshabitada.
Los paisajes mentales acunados por muros de piedra donde la hiedra asoma entre sus grietas son monumentos caídos de un orgulloso pasado y de un presente inestable. Son lugares que encierran secretos susurrados en pasillos, versiones que difieren según quién cuente la historia. Sobre todo si quienes las relatan son los subalternos, las mujeres y los niños, las personas que habitan este espacio doméstico a la vez que siniestro. La casa encantada no es solo el escenario, sino la propia arquitectura psicológica del terror y lo fantástico.
La casa encantada es el escenario y también la arquitectura psicológica del terror y lo fantástico
La omnipresencia de esa atmósfera en la obra de Shirley Jackson (1916 - 1965) es una muestra de la continuidad de esa tradición. La editorial Minúscula ha recuperado a esta autora que a mediados del siglo XX recolocó el arquetipo del terror clásico, la casa encantada, en el mapa de la ficción. Siempre hemos vivido en el castillo (Minúscula, 2012, publicado por primera vez en 1962) es una novela inquietante y, por momentos, un monumento de maestría al humor negro. Sus antiheroínas son las jóvenes y orgullosas hermanas Merricat y Constance Blackwood, que casi no tienen contacto con sus vecinos. Disfrutan de una vida solitaria y autosuficiente que su comunidad observa desde lejos. La autonomía, la soledad y la independencia de las hermanas aisladas en su castillo no solo contribuyen a administrar el delgado hilo de plata de su terrible secreto. El encierro en la decadente mansión familiar puede leerse como un símbolo de la resistencia femenina a la alienación.
El tópico de las mansiones en apariencia deshabitadas, con ventanas que pestañean secretos, da nombre al libro de relatos de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) Siete casas vacías (Páginas de Espuma, 2015). Los cuentos destellan en las sugerentes elipsis de las siete historias encadenadas cuyo único denominador común es una inteligente actualización de la psicogeografía del género gótico.
Y también está omnipresente en uno de los relatos de El mundo y otros lugares (Lumen, 2016), de Jeanette Winterson (1959), donde las habitaciones desaparecen misteriosamente. Sin embargo, una de las muestras ejemplares de la reutilización contemporánea de este arquetipo es el relato “La casa de Adela” en Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973). La historia está narrada desde la voz de una niña que asiste al idilio platónico entre su hermano mayor y Adela, a la manera de esos perversos niños que pueblan la obra de Silvina Ocampo.
Adolescentes locas
Los personajes con frágiles relaciones con la realidad son otra característica de la narrativa de reminiscencias góticas. Y, sobre todo, en la construcción de un arquetipo con múltiples variables: mujeres jóvenes que experimentan algún tipo de transición y que suelen ser ligeramente sociópatas, atormentadas por deseos volátiles e imprevisibles. Adolescentes que sufren una desdicha incompresible, que se ponen en peligro de puro goce o abandono, surten el panorama de la ficción de caracteres inolvidables. Como Frankie, de Frankie y la boda (Seix Barral, 2013) de Carson McCullers (1917 - 1967), y su turbadora relación con su hermano, su excompañero de juegos, cuando este decide casarse. Todo un referente del realismo estadounidense que se apoderó de los miedos más terrenales en lo que se denominó el gótico sureño. Otras autoras de ascendencia judía, que vivían mucho más al norte del Mississippi, también cobijaron en sus historias a estas inquietantes adolescentes. Merricat Blackwood, protagonista de Siempre hemos vivido en el castillo, es un ejemplo en la construcción de una voz narradora no fiable. Esta adolescente inteligente pero cruel intentará que nada cambie en el claustrofóbico mundo en el que vive con su adorada hermana Constance.
A la cola de este arquetipo se encuentra también Carrie de Stephen King. La vengadora adolescente que trajo la telequinesis y el fanatismo cristiano a nuestras pesadillas. En ella se inspiró la escritora Laura Fernández para crear a Erin Fancher, la protagonista de La chica zombie (Seix Barral, 2013). A medio camino entre la heroína sangrienta del popular escritor, Gregor Samsa y la aparente ligereza pop y el humor descacharrante de Douglas Adams está la joven de 16 años que descubre una mañana que su cuerpo se pudre, huele fatal y se le cae a pedazos en una salvaje alegoría de esa transición perturbadora que es la adolescencia. Más cercana a la tradición gótica clásica se encuentra la protagonista de Pájaros en la boca (Lumen, 2010) de Samanta Schweblin. Un padre recibe la llamada de su ex para hacerse cargo de su desquiciante hija adolescente que no sale de su cuarto y solo se alimenta de pájaros vivos. Es otra incisiva y perturbadora metáfora de ese momento juvenil de transformación psicológica y sexual.
Encuentro con la sombra
Mary Shelley escribió Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) con 21 años. Y al echar un vistazo a su vida (más allá de haber sido la cómplice viajera de esa temeraria dupla romántica, su marido, el poeta Percy Shelley, y Lord Byron, y de ser hija de Mary Wollstonecraft) se sabe que Shelley vivió, literalmente, rodeada de cadáveres. Gracias a diferentes biografías recientes, como La mujer que escribió Frankenstein (Esther Cross, Emecé, 2013), se ha descubierto que aprendió a leer su nombre en la lápida de un cementerio, el mismo lugar donde se citaba con Shelley cuando eran amantes, que guardó el corazón de su marido hasta su muerte para que fueran enterrados juntos, además de que sobrevivió a tres de sus hijos, muertos poco después de nacer. En esa época previa a la moderna asepsia hospitalaria, de tumbas profanadas, quirófanos clandestinos y bebés muertos al nacer, Shelley escribió la novela emblemática de un tiempo tenebroso. Gracias a las relecturas contemporáneas no cabe duda de que es una historia clave del terror gótico porque el narrador se identifica con el monstruo, que tiene conciencia de las consecuencias de sus actos, plasmando en su voz todas las preocupaciones y anhelos de un subalterno y, por supuesto, su condición de mujer.
Y en esta dilatada tradición donde las filiaciones, la maternidad y lo monstruoso se cruzan, se inserta Distancia de rescate (Literatura Random House, 2015), de Samanta Schweblin, una historia llena de vertiginosos diálogos en la que se actualiza el tema de la transmigración de las almas. Pero lo interesante es el tratamiento novedoso del tópico ocultista decimonónico. La primera novela de esta singular narradora desentraña un continuo maternidad-naturaleza (la historia transcurre en el campo) en todo lo que acontece a Amanda, su desesperada protagonista, formulando una poderosa alianza en la que los símbolos femeninos comulgan con la muerte y la vida de una manera astuta y siniestra.
Chicas muertas
Desde el rostro hierático de Ofelia hasta el cadáver descuartizado de La Dalia Negra, desde la representación artística más sublime a la realidad más perturbadora, la imagen icónica de una mujer muerta alienta una cierta fascinación literaria. Ese es el tema central de Espectra. Descenso a las criptas de la literatura y el cine (Valdemar, 2004) de la escritora y experta en el terror gótico y aledaños Pilar Pedraza. Analiza un amplio espectro del arquetipo de la mujer muerta: desde la vampira sensual a la amazona que muere entre los brazos del héroe que la ama o la esposa añorada por su viudo hasta la locura. Pero lo más interesante del volumen es que indaga en precursoras, referentes hispánicas de escritoras que cobijaron a los monstruos de la razón en sus textos. Por ejemplo, “La resucitada” (1908) de Emilia Pardo Bazán, donde la protagonista, Dorotea, vuelve a la vida de forma natural. Su familia, en vez de celebrarlo, la recibe con terror. En esta tradición, Pedraza también menciona a Carmen de Burgos, que escribió La mujer fría (1922) y que fue la primera corresponsal de guerra española. Ese relato es un hito en la literatura sobrenatural española y otra curiosa alegoría de ese deslumbramiento mórbido con el cuerpo de la mujer muerta antes que viva.
Estas escritoras se apropian de la tradición de lo mórbido y lo siniestro y de los recursos del género
A la manera de epígonos aparecen inquietantes actualizaciones de este tópico, y no solo en la ficción. Una muestra de ello es el fascinante Chicas muertas (Literatura Random House, 2015), de Selva Almada. A través de una prosa aséptica, con precisión cirujana nos relata los casos de Andrea (asesinada a puñaladas mientras dormía), María Luisa (cuyo cadáver fue encontrado abandonado en un terreno baldío) y Sarita (que desapareció mucho tiempo atrás sin que aún se sepa su paradero ni se haya encontrado su cuerpo). Lo hace sin recurrir a los resortes emocionales de la crónica policial o el thriller psicológico. Almada enhebra la investigación sobre tres casos de violencia de género con su propia biografía y arrastra al lector hasta una realidad más brutal, esa en la que la violencia machista está enquistada, en esa Argentina rural y sórdida que relata.
La mutilación sexual es otra imagen recurrente en una de las escritoras españolas más personales de los últimos años. Marina Perezagua se sumergió en las profundas heridas que Hiroshima imprimió en el inconsciente colectivo y volvió para contarlo en el sugestivo relato “Little Boy” (Leche, Libros del Lince, 2013). En Hiroshima el nombre con el que se conoció popularmente la bomba H —y que da titulo al relato— designa una extraña sociedad de mujeres que fueron víctimas y testigos de la catástrofe humana y ecológica. Sin embargo, la mirada distante hace que este paseo truculento por la verdad de la crueldad formule certeras preguntas acerca de los límites de lo humano que solo la ficción más arriesgada puede hacer. Este relato es el detonante de su siguiente novela, Yoro (Libros del Lince, 2015), en la que la protagonista busca alrededor del mundo no solo a una niña perdida, sino las causas, las condiciones de esa violencia congénita que hizo posible uno de los eventos más desoladores del siglo XX.