La primera muerte del bipartidismo en España
La resistencia de los dos grandes partidos a aceptar el cambio provocó la convocatoria de tres elecciones en 1918, 1919 y 1920
Hace casi 100 años en España, el agotamiento de un ciclo de más de tres décadas de alternancia de dos partidos en el gobierno provocó la sucesión de tres convocatorias electorales en tres años. Este podría ser un buen ejemplo de rima o resonancia, pues una cascada tal de comicios entra ahora en lo posible. Y aunque el mundo en el que ocurrieron aquellos acontecimientos sea muy distinto al nuestro, quizás pueda extraerse alguna enseñanza útil de la primera crisis del bipartidismo.
No obstante, conviene insistir en las diferencias entre el tiempo presente y aquel pasado, pues son muchas y radicales. Nada tiene en común, por ejemplo, el contexto social y económico. Por entonces sacudía el país la durísima crisis económica que siguió a la Gran Guerra. La conflictividad social era intensa y en Cataluña devino en atentados terroristas y enfrentamientos armados entre pistoleros anarquistas y organizaciones parapoliciales, mientras el Ejército se mostraba cada día más rebelde frente a las autoridades civiles.
El sistema político era muy distinto al que rige hoy, pero aunque la historia no se repite a veces rima
Por otra parte, regía en España una monarquía constitucional, liberal pero no democrática: la Corona y las Cortes compartían la soberanía, que no recaía exclusivamente sobre la nación. El rey tenía plena libertad para designar al presidente del Consejo de Ministros sin que la Constitución le obligara a contar con el Parlamento ni con los partidos, aun cuando no fuera esto lo habitual. También era su potestad entregar el decreto de disolución de las Cortes al gobierno cuando lo considerara pertinente. Los gobiernos podían mantener cerrado el Parlamento durante largos lapsos.
Desde 1881 dos partidos se alternaban pacíficamente en el poder: el Liberal y el Conservador. Cuando la acción de gobierno desgastaba los apoyos políticos de uno, el otro le remplazaba. Ambos negociaban los resultados de las elecciones antes de que estas se celebraran: pactaban previamente una lista de diputados —el encasillado— que los gobiernos imponían en cada comicio con el apoyo de la Administración estatal y los caciques locales. Invariablemente, el resultado electoral confería la mayoría al partido que estaba en el gobierno, la principal minoría a su alternante y algunos escaños al resto de las fuerzas políticas.
El fin del bipartidismo
Sin embargo, el turno llegó a su fin en noviembre de 1917. ¿Qué había cambiado? La base sobre la que se asentaba la alternancia era obvia: solo dos partidos podían gobernar. Durante todos estos años, quienes quisieron tocar el poder debieron integrarse en alguno de ellos, que acogieron en su seno a republicanos moderados o a políticos de la derecha ultramontana dispuestos a asumir las reglas del juego liberal.
Pero la situación varió en las primeras décadas del siglo XX. De entrada, porque nuevos partidos ganaron representación parlamentaria. Fue el caso, por ejemplo, de la Lliga Regionalista de Catalunya, dirigida por Francesc Cambó, que agrupaba a la derecha catalanista, o del Partido Reformista de Melquíades Álvarez, republicano aunque presto a gobernar bajo la monarquía si esta se democratizaba.
Por otra parte, las dos grandes formaciones dinásticas se rompieron. Del Conservador se escindió en 1913 un grupo de derecha radical liderado por Antonio Maura. Del Liberal surgió en 1917 la Izquierda Liberal, presidida por Santiago Alba, al tiempo que el conde de Romanones creaba su propia agrupación, a la derecha del partido.
La situación devino en explosiva mediada la segunda década del siglo, cuando los recién llegados manifestaron vehementemente su voluntad de gobernar, mientras los viejos partidos Conservador y Liberal hacían lo posible por preservar el duopolio ejercido durante décadas. El choque de intereses bloqueó la actividad parlamentaria. La obstrucción de las minorías en el Congreso provocó que las legislaturas de 1915 y 1916 fueran estériles y en febrero de 1917 el gobierno —en aquel momento del Partido Liberal— huyó de las Cortes, que permanecieron cerradas buena parte del año.
En junio de 1917 un sector del Ejército —organizado en juntas militares de defensa— plantó cara y derribó al gobierno del liberal Manuel García Prieto, al que reemplazó Eduardo Dato, líder del Partido Conservador. Fue la última vez que se verificó el turno entre ambas formaciones.
Los militares rebeldes contaron con la simpatía de casi todos los pequeños partidos, que en julio acudieron a una asamblea rebelde de parlamentarios convocada por la Lliga Regionalista. La reunión fue disuelta pacíficamente por el gobierno Dato, que también superó en agosto una huelga general revolucionaria cuyo fin era instaurar la república.
Pero en noviembre de 1917, ante un nuevo golpe de fuerza de las juntas, convencido de que cualquier política era inviable si no se abría el poder a los nuevos partidos, Alfonso XIII destituyó a Eduardo Dato y conformó un gobierno de concentración que contaba con ministros de varias familias liberales, mauristas, algunos independientes y varios catalanistas, que se sumaron así a las fuerzas gubernamentales. Con aquella decisión del monarca, el turno bipartidista había muerto.
Cadena de elecciones
Cuando este primer gobierno de coalición convocó elecciones legislativas en febrero de 1918, los partidos que lo integraban desplegaron su propia red de influencias electorales. El resultado fueron unas Cortes muy fragmentadas: el Partido Conservador, que desde la oposición logró el mayor grupo parlamentario, no llegó a 100 diputados en una Cámara de más de 400.
Este primer gabinete mixto cayó en febrero de 1918 por disensiones internas y durante semanas nadie osó tomar el relevo con un Parlamento tan atomizado. Fue preciso que Alfonso XIII organizara una encerrona: convocó en palacio a los líderes de los principales partidos y les conminó, bajo amenaza de abdicación, a que ellos mismos integraran un gobierno de coalición, conocido como Nacional, que presidió el más veterano de todos: Antonio Maura.
La maniobra funcionó, pero solo un tiempo: aquel gabinete pergeñado bajo coacción resolvió en las Cortes varios asuntos urgentes, pero ninguno de los líderes aceptaba de buen grado la situación. Los choques entre ellos fueron constantes, las dimisiones se sucedieron a goteo y en octubre Maura se rindió. Vinieron después dos breves gabinetes liberales que al carecer de suficiente apoyo en las cámaras legislativas apenas las mantuvieron abiertas.
Los nervios del rey
En la primavera de 1919 resultó evidente que la situación parlamentaria no daba más de sí. Por otra parte, Alfonso XIII se iba embarcando poco a poco en una deriva autoritaria, contagiado del miedo que asolaba Europa tras la caída de los grandes imperios y la Revolución rusa de 1917, temor acrecentado por el repunte de la conflictividad social en España. Quería un gobierno fuerte, de orden. En abril nombró presidente del Consejo de Ministros a Antonio Maura, líder del pequeño partido de la derecha radical dinástica, y le otorgó el decreto de disolución de las Cortes.
Los comicios se celebraron en junio de 1919 con las garantías constitucionales suspendidas. El grupo de Maura solo consiguió 104 escaños, la más pequeña mayoría gubernamental obtenida por un gobierno durante la Restauración. El Partido Conservador, de Eduardo Dato, volvió a rondar los 100. Juntos hubieran sumado casi la mitad del Congreso. Pero los conservadores aún añoraban los viejos tiempos del turno dinástico y decidieron no coaligarse con nadie, ni respaldar a Maura, que sin apoyo parlamentario suficiente dimitió el 19 de julio.
La caída de Maura reveló que pese a sus amplias prerrogativas constitucionales, Alfonso XIII no podía obrar sin el consenso de los partidos: si designaba un presidente del Consejo de Ministros que no contara con un mínimo consenso, su gobierno no sobreviviría mucho tiempo en las Cortes. De este modo, al tiempo que el Parlamento fue cobrando un protagonismo creciente, el rey empezó a percibirlo como un obstáculo.
Los partidos vieron que era menos traumático reajustar gobiernos y alianzas que convocar comicios cada año
Vinieron después dos breves gabinetes, dirigidos por políticos conservadores de segunda fila: al fin y al cabo la derecha era mayoritaria en las Cámaras. Pero el Partido Conservador se negó a que su jefe, Eduardo Dato, encabezara el ejecutivo si Alfonso XIII no se comprometía a entregarle el decreto de disolución de las Cortes, y ello confirió a estos gobiernos un claro aire de interinidad. Los conservadores alcanzaron su objetivo meses después: en mayo de 1920 Dato presidía el gobierno y las nuevas elecciones se celebraron en diciembre. Su partido obtuvo alrededor de 190 escaños, casi el doble de los ganados en 1919, aunque no llegaban a la mitad del Congreso. Aun así, con una mayoría precaria pero el apoyo del resto de las derechas parlamentarias, Dato siguió al frente del ejecutivo hasta el 8 de marzo de 1921, cuando fue asesinado por un grupo de pistoleros anarquistas.
¿Qué aprendieron los partidos políticos de esta rápida secuencia de convocatorias electorales en el breve plazo de tres años? De entrada, fue preciso que las dos grandes fuerzas gubernamentales, el Partido Conservador y el Liberal, comprendieran que el tiempo en que podían alternarse en solitario en el poder había terminado. El Partido Liberal, más minado por las escisiones que el Conservador, asumió antes esta situación. Al Partido Conservador, más sólido, capaz de obtener un mínimo de 100 diputados en cada elección, le costó más entenderlo aunque al fin acabó resignándose.
Los partidos también aceptaron que las Cámaras nacidas de unas elecciones podían respaldar a más de un gabinete a lo largo de una legislatura: era menos traumático reajustar los gobiernos y las alianzas parlamentarias sobre las que se asentaban que disolver las Cámaras una vez al año.
Las Cortes de 1920, de mayoría conservadora, sostuvieron a cuatro gobiernos distintos. Además, eran de diferente naturaleza en función de su composición o de su apoyo en las Cámaras. Los dos primeros solo contaron con ministros del Partido Conservador, pero también con el apoyo parlamentario de las otras fuerzas de la derecha. El tercero fue una coalición que agrupó a conservadores, mauristas, catalanistas y liberales. El cuarto lo integró de nuevo el Partido Conservador en solitario.
En diciembre de 1922, las diferentes posiciones en el debate sobre las responsabilidades políticas contraídas por el desastre de Annual —una debacle militar en Marruecos que se saldó con más de 10.000 muertos en agosto de 1921—hicieron imposible la continuidad de las Cortes conservadoras, y Alfonso XIII, cada vez más escorado hacia posiciones autoritarias, adoptó una decisión que hubiera deseado evitar: entregar el gobierno a la izquierda dinástica.
A estas alturas, los diferentes partidos de la izquierda dinástica también habían aprendido la lección: si querían gobernar debían presentarse unidos en una coalición que gozara de suficiente respaldo parlamentario. Coalición que incluyó a los viejos republicanos del Partido Reformista. Eso sí, para que los reformistas se sumaran al gobierno fue preciso que renunciaran a la vena radical que les había llevado a respaldar la huelga general revolucionaria de agosto de 1917. No podían estar a la vez dentro y fuera del sistema.
El liberal García Prieto presidió aquel gabinete de concertación, constituido el 7 de diciembre de 1922, que organizó nuevas elecciones en abril de 1923: las fuerzas gubernamentales obtuvieron en torno a 200 diputados.
El golpe de Primo de Rivera
No sabemos cuánto hubiera podido sobrevivir aquella coalición de izquierdas porque el 13 de septiembre el general Miguel Primo de Rivera encabezó un golpe de Estado, que fue respaldado por el rey. Desaparecía así un sistema político al que no cabía calificar como democrático, pero cuyo Parlamento había cobrado un protagonismo creciente, y comenzaba la primera dictadura militar española del siglo XX.
Durante los años previos al golpe aquel sistema había evolucionado considerablemente. El bipartidismo dio paso a un modelo pluripartidista y la resistencia de los dos grandes partidos —sobre todo del conservador— a aceptar el cambio provocó la rápida sucesión de tres convocatorias electorales.
Pero a la postre, los políticos de la Restauración hubieron de aceptar que la repetición ad eternum de convocatorias electorales era un disparate, que unas mismas Cortes podían respaldar diferentes gabinetes, y que estos podían asentarse sobre una panoplia de combinaciones parlamentarias que iban desde el gobierno de un solo partido apoyado por varios grupos parlamentarios hasta gabinetes de coalición multipartidistas. Coaliciones que atrajeron a fuerzas inicialmente ajenas al sistema, como los regionalistas catalanes o los republicanos reformistas.
Sin duda, aquel sistema político era muy distinto al que rige hoy en día en España. Pero en algún momento nuestros partidos deberían llegar a conclusiones semejantes. Y sería deseable que esto ocurriera antes de que llegáramos a unas terceras elecciones.