Unos meses antes de las elecciones del pasado 19 de octubre en Canadá, Justin Trudeau (43 años) y su Partido Liberal iban en la cola, terceros, sin que nadie diera un duro por su victoria. Y sin embargo, ganaron. Evidentemente había un cansancio tras 10 años del seco, e incluso antipático, conservador Stephen Harper, y los ciudadanos pedían medidas frente a la desaceleración de la economía, un poco más de gasto público y un modesto mayor déficit, como ha prometido Trudeau. Este, frente a las tendencias conservadoras, apostó también por el derecho de las musulmanas en Canadá a llevar velo si lo desean, por la legalización de la marihuana, por una mayor defensa del medio ambiente y por volver a poner a su país en el sitio que le corresponde en el mundo. Pero si Trudeau ha llegado a primer ministro ha sido también, o sobre todo, por su estilo.
La gente quería no solo un cambio de gobierno, sino un cambio en la forma de hacer política (
politics), como muy bien ha descrito el gran intelectual Michael Ignatieff, en un su día líder del mismo partido y duramente derrotado en 2011 por Harper, un maestro en el arte de tratar al adversario como enemigo. Y justamente el secreto de Trudeau, del que mucho se ha hablado en Canadá, ha sido rechazar esa dicotomía amigo-enemigo en la política en democracia. “Los conservadores no son nuestros enemigos, son nuestros vecinos”, dijo Trudeau en la noche de su victoria para reclamar consenso y hablar de la necesidad de una “política positiva”.
El estilo de Trudeau podría prender en esta España, cainita y adanista, que precisará pactos para gobernar
Quebequés (aunque nacido en Otawa cuando su padre, Pierre Trudeau, era primer ministro) pero contrario a la independencia y federalista convencido —su padre asentó el inglés y el francés como lenguas cooficiales del gobierno federal—, apuesto y atlético, parlamentario desde 2008, domina las técnicas de comunicación. Pero ante todo, como señaló un editorial de
La Presse, el principal diario francófono, “ha sabido encarnar el cambio”. Y la gente quería cambio, como decimos, no solo de políticas y personas, sino de modos. ¿Han estudiado esta campaña los líderes españoles que se presentan a la Moncloa el 20-D? Sin duda. Pero no la han exteriorizado, al menos de momento. Sigue imperando en este país un tono de enfado de los políticos, consigo mismos y entre ellos, pero también con los ciudadanos. Parece que nos estén regañando todo el rato. Albert Rivera, de Ciudadanos, es el que más intenta evitar entrar en esta política de amigo-enemigo teorizada por Carl Schmitt. Su debate con Pablo Iglesias, de Podemos, en el programa
Salvados de Jordi Évole ha sido una excepción. Debería convertirse en la norma. ¿Vamos a ir después de eso a debates encorsetados y schmittianos? En EE.UU., mientras los aspirantes a candidatos republicanos se tiran los trastos a la cabeza, entre los demócratas Hillary Clinton y Bernie Sanders ha habido un debate de lo más civilizado.
Trudeau, hijo mayor del primer ministro más popular de Canadá que falleció en 1984, se dio a conocer al leer la elegía pública de su padre. Tiene un discurso alejado del populismo. Comprendió que lo que tenía que capturar era el centro político y social, en el que muchos se reconocen, huir del odio y volver a defender unos valores que habían caído en el olvido.
Probablemente sea el único que ha llegado a primer ministro con un tatuaje (en su brazo derecho, se ve la Tierra en un cuervo de Haida, un pueblo indígena de Canadá) que quedó a la vista en un combate benéfico de boxeo que le ganó a un diputado conservador. Pero no es lo que marca el estilo Trudeau, que podría prender en esta España a la vez cainita y adanista. Sobre todo porque lo único claro es que después de las elecciones del 20-D se van a necesitar pactos. Hay países, como la mayor parte de los nórdicos en Europa, donde los gobiernos de coalición son parte del paisaje normal. Lo que hace que las campañas sean más calmadas. Pese a que las elecciones se pierden más que se ganan, cada candidato ha de venderse a sí mismo antes incluso de entrar en competición, o en guerra, con los demás.
Cabe incluso pronosticar que en España no solo se van a necesitar pactos para investir a un presidente, apoyar un programa de gobierno (que en los países con tradición de
La gente en Canadá quería no solo un cambio de gobierno, sino un cambio en la forma de hacer política
coaliciones tardan en elaborarse semanas, pues suelen ser largos y muy detallados) o conformar el Consejo de Ministros. Para eso serán necesarios los pactos. Pero también, y más aún, si se va a hacer una reforma de cierto calado de la Constitución, pues el consenso tendrá que ser necesariamente, por razones políticas y jurídicas, mucho más amplio. A lo que cabe añadir la necesidad de algunos grandes pactos de Estado en materias tan cruciales como la educación o las pensiones.
Es verdad que España afronta problemas de enorme envergadura, comenzando por el desafío del independentismo catalán, los efectos de una crisis que aún está socialmente muy presente y la necesidad de prepararse para un futuro económico mundial complicado. Pero en la política española hay un exceso de antipatía. Algunos, incluido Pablo Iglesias, no sonríen casi nunca cuando lanzan sus mensajes. Más allá de las apariciones en
El Hormiguero, se echa en falta alguna sonrisa más y algún regaño menos de casi todos, sobre todo en sus mítines, al menos en lo que sale de ellos en televisión. Una “política positiva”. Pues al final, tendrán que entenderse entre bastantes.
Las encuestas, entre ellas la última del CIS, indican que se ha instalado en la sociedad española no aún un optimismo mas sí unas ganas de optimismo. Se empezó a notar en el verano de 2014 y se ha acentuado en el de 2015. Quizás no llegue a ganar, pero ganará más, o retrocederá menos, quien como Trudeau encarne el cambio positivo y creíble. Lo que, como ha prometido el canadiense en lo que será su prueba del algodón, requiere una profunda reforma de la política. Ello implica menos poder para los políticos y empoderar más a los ciudadanos. Está por ver si una vez en el poder Trudeau cumple. Pero para llegar, un poco como Obama en 2008, al menos ha tenido que prometerlo y acompañarlo de nuevos modos, enterrando a Carl Schmitt.