La descivilización
La empatía y el reconocimiento son partes integrales de la civilización. Pero la sociedad actual parece estar perdiendo estos rasgos
La empatía y el reconocimiento siempre han sido partes integrales de la civilización. Como tal, que el proceso de reconocimiento haya estado ausente en el mecanismo de civilización no se debe a que las civilizaciones hayan sido violentas. A pesar del asalto sistemático y violento de las vidas de las minorías, las mujeres, los niños y los creadores marginales durante siglos, la historia humana estuvo marcada por la virtud y el esfuerzo para alzarse por encima de la violencia y la humillación. Esta llamada a la empatía ha sido hasta hoy uno de los pilares principales de la civilización, en la que el significado de la humanidad consistía en pensar. Juzgar y actuar de una manera en que la voluntad y el potencial de uno para vivir pudieran apuntalarse por la definición básica de humanidad compartida. Esta conciencia de lo que puede llamarse “humanidad compartida” ha sido un proceso de aprendizaje para verse a uno mismo como parte de una lucha por el reconocimiento. Como muestra Hegel en su monumental dialéctica del amo y el esclavo en la Fenomenología del espíritu, un fuerte y significativo sentido de reconocimiento para uno como resultado de una lucha con el otro constituye el fundamento indispensable para la libertad en la historia humana. Por lo tanto, es necesaria la autoestima y sirve como fundamento de la civilización como proceso de aprendizaje de la humanidad. Para Hegel, la civilización es un esfuerzo constante para luchar por la libertad y la autonomía. Esta lucha es más efectiva cuando es también reconocida como un momento fenomenológico necesario por el amo. La experiencia fenomenológica de civilización, tal como la describe Hegel, es la acción empática de reconocer al otro en uno mismo y a uno mismo en el otro. Para Hegel, uno de los aspectos más importantes de la civilización es la búsqueda de empatía, puesto que la humanidad común está presente en uno y el otro. La civilización, para Hegel, es la culminación de la autoconciencia, como el proceso de conocer al otro como uno se conoce a sí mismo.
Una sociedad que depende de la conformidad y la complacencia no puede ser de verdad diversa
Con todo, tenemos reservas acerca del modo en que los debates sobre el reconocimiento y la empatía han estado estrechamente relacionados en las décadas pasadas con la política del multiculturalismo como política oficial de gobierno. Preservar diferencias con vínculos aislados sin un reconocimiento explícito de la otredad es también una de las expresiones de una sociedad en descivilización que desdeña verdades incómodas sobre la autonomía del individuo. Una sociedad que depende de una conformidad y una complacencia vigorosas no puede ser una verdadera sociedad de diversidad reconocida. Además, alentar una sensación de pertenencia a esferas públicas inexistentes conlleva el riesgo de una fantasía excesiva. El multiculturalismo ofrece un clima truncado de relaciones de reconocimiento y empatía. En particular, aparta nuestra atención de las cuestiones cruciales sobre los daños cometidos por la falta de reconocimiento en las sociedades multiculturales. Este “déficit de empatía” está muy relacionado con la ausencia de un mundo común, que no puede dar con el sentido de la solidaridad social ni comprender el verdadero significado de los conflictos políticos. Debido a este “déficit de empatía”, la humanidad sigue una espiral descendiente. La pluralidad humana (es decir, el poder de la vida común y compartida) es abandonada por la falta de comprensión de la otredad del Otro.
Seamos más precisos. Si la civilización en tanto que manera de pensar, pero también como forma de vivir juntos, se encamina hacia su eclipse, la causa de su muerte inminente reside en el hecho de que el acto de vivir entre seres humanos se ha vuelto sin sentido en el mundo actual. Aunque el mundo hecho por los humanos sigue siendo el único hogar de los mortales, la vida en su sentido no biológico ha perdido su substancia espiritual. En otras palabras, todos los procesos de autodesarrollo y autorrealización de los seres humanos en tanto que individuos autónomos y otros únicos ya no existen. Sin la capacidad de comprender y apreciar la singularidad y la otredad, la vida de cada ser humano está condenada a carecer de sentido. Esa situación es la descivilización de nuestros días. Debería afirmarse aquí que vivir juntos, al menos, debe responder a lo que Hannah Arendt especifica como el “plural que habita la tierra”. Como dice, “todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de la pluralidad humana, que ningún hombre sino los hombres en plural habitan la tierra y de una manera u otra viven juntos. Pero solo la acción y el discurso se refieren específicamente a este hecho de que vivir siempre significa vivir entre hombres, entre otros que son mis iguales. Por lo tanto, me inserto en el mundo, un mundo en el que otros ya están presentes”.
Para Arendt, es crucial que los seres humanos tengan plena conciencia de la dimensión de la interacción humana que conforma el mundo humano. Esto requeriría que masas de consumidores hedonistas y avariciosos asalariados que viven en las sociedades contemporáneas se liberaran de los confines de su existencia socioeconómica y tomaran parte en el reino de lo público, donde pudieran forjar discursos y acciones más significativos. Como tal, la llamada de Arendt a la participación pública, que sigue siendo relevante, se acompaña de su clara conciencia del proceso descivilizador de las sociedades contemporáneas. Como señala en su obra maestra La condición humana, “el último estadio de la sociedad trabajadora, la sociedad de asalariados, exige a sus miembros funcionar de una manera automática, [lo que] puede terminar en la pasividad más mortal, más estéril, que la historia ha conocido jamás”.
La descivilización es una sociedad carente de la capacidad y la cultura de producir individuos disidentes
La denuncia de Arendt de la pasividad es una invitación al proceso de pensar que, según ella, presenta una lucha permanente contra el conformismo y la complacencia. El inconformismo, con todo, no tiene que presentarse necesariamente en forma de acto violento, sino que debería valerse del discurso y la deliberación. “Ser político —afirma Arendt—, vivir en una polis, significa que todo era decidido por medio de las palabras y la persuasión y no por medio de la fuerza y la violencia.”
Por normal y corriente que pueda parecer hoy, la valentía de disentir es un proceso de autorrealización y pensamiento autónomo que está terriblemente ausente hoy. Eso es la descivilización: una sociedad carente de la capacidad y la cultura de producir individuos disidentes. Expulsado hoy de nuestro mundo contemporáneo por la dominación imperial del mundo tecnocientífico, el pensamiento disidente está relegado a una resistencia clandestina que hoy representa el subsuelo filosófico. Como consecuencia, el rasgo principal de vivir juntos, que hace de esta una sociedad descivilizada, es precisamente ser una sociedad que carece de valentía para pensar contra la existencia sin sentido del mundo. La naturaleza de este sinsentido, y esto es lo que le da su rasgo descivilizatorio, es el rechazo y la ignorancia del pasado como parte del legado humano. Este olvido del pasado da un último golpe contra la idea de civilización en general. Junto con la ignorancia del pasado, está la prevaleciente insignificancia del presente en forma de clichés emitidos en cada rincón de la vida cotidiana, pero sin crear valores morales para la vida social de los seres humanos. El presente, pues, habla sobre todo del presente. Los medios anuncian lo que ha pasado sin en realidad hablar o actuar de acuerdo con lo que pasa. Como afirmó Ortega y Gasset: “Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa.”